John Gardner - Scorpius

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James Bond

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– Lo siento, Bond. Sé que ha tenido un día difícil, pero creo que estamos sobre la pista de algo. Quiero que los dos se vayan con Shrivenham, y vean a la muchacha y a su médico. Este esperará hasta que lleguen. Vean cuál es la situación y mándenme su informe. Luego pensaremos lo que hay que hacer. Será preciso que alguien vaya lo antes posible a la sede central de los Humildes y también me gustaría que ambos leyeran el expediente sobre Scorpius-Valentine. Aparte el viejo informe, hay algunos datos actualizados que ha traído Wolkovsky.

– Tengo que dormir un poco -declaró Bond con expresión de quien realmente está agotado-. No creo encontrarme en condiciones para ir ahora mismo a Berkshire y ponerme a investigar lo que hace allí, esa gente.

M tuvo un breve gesto de contrariedad.

– Lo comprendo. No es usted un superhombre. Además probablemente lo voy a necesitar para otra cosa que tengo pensada. En estos momentos estamos desesperadamente faltos de personal. El problema es ¿a quién mando a Berkshire?

– ¿Por qué no utiliza el talento de alguna persona de confianza? -preguntó Bond.

– ¿Qué clase de persona?

– El sargento del SAS que me condujo hasta aquí. Está bien adiestrado, es observador y se conoce todos los trucos. Ya hemos utilizado a gente como él en otras ocasiones.

– En efecto -asintió M, aunque sin entusiasmo-. ¿Tiene usted su nombre, número de teléfono y todo lo demás?

– Naturalmente.

– Déjeme esos datos. Antes dijo que se llamaba Pearlman o algo por el estilo, ¿verdad?

Bond repitió el número de teléfono que Pearly le había dado cuando se separaron. M hizo una señal de asentimiento.

– Voy a hablar un momento con su superior. Cuando se encuentra uno tan falto de personal como pasa ahora en este departamento, hay que emplear cualquier recurso. Sí. Quizá sea posible -parecía disgustado al pronunciar aquellas palabras-. Permaneceré aquí toda la noche. Ahora ustedes dos se van con Shrivenham y me informan en cuanto puedan.

El superintendente jefe Bailey tosió un poco y en seguida sonrió ampliamente.

– Con todos los respetos, señor -dijo-, preferiría que la superioridad diera antes su aprobación.

M agitó una mano.

– Todo saldrá bien. Yo me encargo de hablar con su jefe. Puede estar seguro de que lo haré.

El agente Bailey no pareció quedar muy convencido pero aun así hizo una señal de asentimiento y siguió a Bond cuando éste salía del despacho. Lord Shrivenham estaba sentado en la antesala, es decir, en los dominios de Moneypenny, teniendo en la mano un generoso whisky. Moneypenny se puso en pie enseguida, solícitamente.

– ¡En marcha, señor! -exclamó Bailey dirigiéndose a la puerta.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó sir Basil-. Me refiero a Trill. ¿No ha…, bueno, quiero decir…? Ustedes ya me comprenden…

De pronto Shrivenham parecía haberse vuelto más viejo como si lo ocurrido a Trilby hubiera minado considerablemente su energía. Bond se dijo que aquello era natural considerando sobre todo que ocurría poco después del drama sufrido por Emma.

Bailey le contestó con expresión tranquila:

– La honorable señorita Trilby se encuentra bajo los efectos de algo extraño, señor. Debe usted saberlo antes de que nos vayamos. El médico la atiende. No se sabe si es que ha vuelto a su viejo hábito, es decir, la heroína, o si se trata simplemente de alcohol. Lo importante, lord Shrivenham, es que está en su casa, lo que significa hallarse lejos de la influencia del padre Valentine. Vámonos. Ya veremos qué puede hacerse por ella.

Cuando salían del edificio, Bailey dijo a Bond en voz baja que confiaba en que la chica se encontrara efectivamente fuera del alcance de Valentine. Bond hizo una señal de asentimiento, preguntándose si su cara tendría la misma expresión preocupada que la del agente de la Sección Especial.

Los Shrivenham vivían en una de esas agradables residencias blancas estilo Regency que pueblan toda la zona de Belgravia. Fuera había dos automóviles sin distintivo alguno especial y en el interior de la morada brillaban algunas luces. Un policía de uniforme estaba de guardia en la puerta principal y Bailey le enseñó su tarjeta de identificación. Dentro, una sirvienta de edad indefinida que iba de acá para allá por el vestíbulo dispuesta a ayudar a quien hiciera falta, introdujo a los visitantes en una habitación atestada de objetos de estilo victoriano y con la repisa de la chimenea cubierta de antiguas piezas de porcelana.

Sentados en un sofá Chesterfield, con tapicería de terciopelo acolchada, había una mujer muy gruesa vestida con un atuendo floreado que le daba el aspecto de un arbusto en primavera, y un hombrecillo con el típico aspecto de un doctor con pacientes de clase elevada. Llevaba el cabello alisado y lucía el atavío que cabía esperar en cualquier médico de aquella zona de Londres: pantalón a rayas, chaqueta negra, chaleco con reloj de cadena y un cuello duro complementado por una inmaculada corbata de seda gris.

Shrivenham entró en la habitación con la pesadez de un oso enorme. La figura floral se levantó y los dos se encontraron en medio de la estancia. Bond estuvo a punto de hacer una divertida mueca de susto pensando que iban a chocar, pero cuando la discordante pareja se abrazó quedóse un tanto desconcertado. Lord y lady Shrivenham se pusieron a hablar atropelladamente intercalando diminutivos cariñosos:

– ¡Oh, Batty, mi amor! -exclamó la dama a punto de llorar.

– ¡Cálmate, Flor! -la tranquilizó Basil Shrivenham-. ¿Cómo se encuentra nuestra hija?

La escena era casi ridícula. Pero entre tanto la dama informaba de que Trill seguía inconsciente y de que a juicio del doctor se trataba de drogas, aunque no de heroína, sino de alguna otra cosa.

Bailey dio con el codo a Bond y ambos, apartando su atención del melodrama que se estaba representando en el centro de la sala, se acercaron al médico.

– ¿Ha llamado usted a un especialista? -le preguntó Bond, luego de haberse efectuado las presentaciones. El nombre del doctor era Roberts, y al oír aquello pareció como si de pronto se quedara sin habla. Sólo se limitó a hacer una señal de asentimiento.

– ¿Cuál es su opinión? -quiso saber Bailey. Vale más esperar. Profesionalmente me siento limitado por ciertas…

– No es el momento de pensar en convencionalismos -le interrumpió Bond bruscamente-. Y menos con gente como nosotros. Así que comuníquenos su parecer, doctor.

– A mi modo de ver, alguien le ha administrado un cóctel de drogas. Tengo a una enfermera ahora con ella.

– ¿Vivirá?

El doctor se miró los zapatos.

– Le he puesto el gota a gota y le he administrado unos antitóxicos suaves.

– ¿Ha dicho algo?

– Sí, pero se encuentra sumida en una especie de delirio del que entra y sale sin cesar. Repite siempre una frase: «Los humildes heredarán la tierra. Los humildes heredarán la Tierra…»

– ¿Podríamos verla? -preguntó Bailey. El médico estuvo a punto de contestar de nuevo en nombre de los convencionalismos, pero luego, pensándoselo mejor, condujo a los dos a otra estancia. Enseguida se dieron cuenta de que lord y lady Shrivenham los seguían como un par de acorazados.

Aquella habitación estaba fría y silenciosa y su decorado era menos espectacular. Los muebles se distinguían gracias a la luz fluorescente de unas lámparas normales y otras puestas sobre las mesillas de noche. Una enfermera morena, vigorosa y eficiente que no dejaba entrever lo que sentía ni por su cara ni por su comportamiento, se ocupaba del gota a gota situado junto a una cama en la que estaba tendida una joven con el cuerpo cubierto una por sábana. El médico se acercó a ella y los dos empezaron una conversación sotto voce .

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