Steve Berry - La Traición Veneciana

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Hay quién mataría por descubrir el secreto del poder de Alejandro Magno.
Copenhague, Ámsterdam, Venecia, Samarcanda; 7 días, el plazo para cambiar el curso de la historia. El mundo se enfrenta a la mayor amenaza biológica de la historia. Una sola mujer posee el arma defi nitiva para erradicar a sus enemigos. Y un solo hombre conoce la clave para desactivarlos y acabar con las grandes pandemias que asolan el planeta. Ambos carecen de moral y a la vez ambos comparten su talón de Aquiles: la ambición sin límite. ¿Podrán detenerlos dos hombres y dos mujeres a quienes sólo mueve el deseo de justicia y equidad? En el año 323 a. C. murió Alejandro Magno, el hombre que había logrado acaparar más poder que ningún otro. En la actualidad, una mujer dominada por su deseo de emular al gran conquistador busca lo que él se llevó a la tumba: el secreto de su poder.

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– Entrar y salir, visto y no visto, ¿de acuerdo?

Su compañero asintió.

– No debería ser muy complicado.

Eso mismo opinaba él.

Cassiopeia se hallaba en el pórtico principal de la iglesia, al amparo de las sombras que proyectaba y sus seis altas columnas. La niebla había cedido el paso a la llovizna, pero por suerte la húmeda noche era cálida. Una brisa constante agitaba la espuma sin cesar y enmascaraba los sonidos que ella tanto necesitaba oír. Como el motor de la lancha, al otro lado del jardín, a su derecha, que a esas alturas ya debería haber llegado.

De allí partían dos caminos pedregosos: uno llevaba hasta un muelle de piedra, donde sin duda se habría detenido Viktor, y el otro directamente al agua. Cassiopeia debía ser paciente, dejarlos entrar en el museo y subir a la segunda planta.

Y entonces les haría probar su propia medicina.

TREINTA Y NUEVE

Stephanie se situó junto a Malone mientras éste alejaba la motora del muelle de cemento. Estaban llegando lanchas de la policía, que afianzaban a los amarraderos donde finalizaba San Marcos, al borde de la laguna. Las luces de emergencia herían la oscuridad.

– Se va a armar una buena -afirmó Malone.

– Daniels debería haber pensado en eso antes de interferir.

Malone siguió las balizas iluminadas del canal en dirección norte, en paralelo a la costa. Se cruzaron con más lanchas policiales, las sirenas a todo volumen. Stephanie dio con su teléfono móvil, marcó un número, se acercó a Malone y conectó el manos libres.

– Edwin -dijo-, menos mal que no estás aquí, porque te daría una patada en el culo.

– ¿Acaso no trabajas para mí? -preguntó él.

– Tenía tres hombres en la plaza. ¿Por qué no se encontraban allí cuando los necesitaba?

– Enviamos a Malone. Tengo entendido que vale por tres.

– Quienquiera que sea usted -intervino Malone-, quiero que sepa que los halagos suelen funcionar, pero estoy con ella: ¿retiró a su equipo de apoyo?

– Tenía al francotirador del tejado y a usted. Con eso bastaba.

– Te mereces una buena patada en el culo -aseguró ella.

– Cuando salgamos de ésta tendrás ocasión de hacerlo.

– ¿Qué demonios está pasando? -preguntó Stephanie, alzando la voz-. ¿Por qué ha venido Cotton?

– Necesito saber qué ha ocurrido.

Ella se tragó la rabia y le ofreció un breve resumen. Después espetó:

– Ahora mismo esa plaza es un caos. Menuda forma de llamar la atención.

– Eso no es necesariamente malo -repuso Davis.

La idea original era ver si Vincenti actuaría. Unos hombres se habían pasado la tarde entera vigilando el hotel de Stephanie y, cuando ésta se marchó, ellos subieron de prisa y corriendo, sin duda con el propósito de encontrar el medallón. Stephanie se preguntó a qué vendría el cambio de estrategia -involucrar a Malone-, pero se calló la pregunta y dijo:

– Todavía no me has dicho por qué está aquí Cotton.

Malone viró a la izquierda para seguir la línea de la costa, la brújula apuntando al nordeste, y aceleró.

– ¿Qué estás haciendo ahora mismo? -quiso saber Davis.

– Yendo hacia otro problema -replicó Malone-. Responda a su pregunta.

– Queremos que esta noche San Marcos esté alborotada.

Ella esperó a oír más.

– Nos hemos enterado de que Irma Zovastina va camino de Venecia. Aterrizará antes de dos horas. Extraño, como poco. Un jefe de Estado que visita un país sin previo aviso ni motivo aparente. Hemos de averiguar qué está haciendo allí.

– ¿Por qué no se lo pregunta? -sugirió Malone.

– ¿Siempre es tan servicial?

– Es una de mis virtudes.

– Señor Malone -empezó Davis-, sabemos lo del incendio de Copenhague y los medallones. Stephanie tiene uno consigo. ¿Quiere darme un respiro y echarnos una mano?

– ¿Tan malo es? -quiso saber ella.

– No es nada bueno.

Stephanie vio que Malone colaboraría sin lugar a dudas.

– ¿Adonde va a ir Zovastina?

– A la basílica, a eso de la una de la mañana.

– Parece estar bien informado.

– Una de esas fuentes impecables…, tan condenadamente impecable que me hace recelar.

La línea enmudeció un instante.

– Nada de esto me hace gracia -dijo Davis al cabo-. Pero, créame, no tenemos elección.

Viktor entró en el prado comunal que se extendía ante la basílica y la otra iglesia y estudió el Museo de Torcello. Dejó la tortuga en un bloque de mármol tallado semejante a un trono; había oído que se llamaba Sedia d'Atilla (Silla de Atila). Supuestamente, el propio Atila, rey de los hunos, se había sentado allí, si bien él lo dudaba.

Escudriñó su objetivo final. El museo era un rectángulo achaparrado de dos plantas, de unos veinte metros por diez, con ventanas dobles arriba y abajo a cada extremo protegidas con barrotes de hierro forjado. De un lateral sobresalía un campanario. Alrededor de él, la plazoleta estaba salpicada de árboles y hacía gala, en la cuidada hierba, de restos de columnas de mármol y piedras labradas.

Una puerta de madera de doble hoja en medio de la planta baja del museo era la única entrada. Se abría hacia afuera y una gruesa tranca ennegrecida la atravesaba por el centro, sujeta por soportes de hierro. Sendos candados afianzaban cada uno de los extremos del madero.

Viktor señaló la puerta y dijo:

– Quémala.

Rafael sacó una bolsa de plástico de una de las mochilas. Viktor siguió a su compañero hasta la entrada, donde éste roció cuidadosamente ambos candados con fuego griego. Se apartó cuando Rafael extrajo un cebador y convirtió ambas cerraduras en una viva fogata azul.

Aquella cosa era increíble. Hasta el metal sucumbía a su furia: no bastaba para fundirlo, pero sí para debilitarlo.

Contempló las llamas, que tardaron unos dos minutos en consumirse.

Cassiopeia seguía vigilando a treinta metros cuando dos puntos de una intensa luz azul, como estrellas lejanas, resplandecieron para luego apagarse. Dos movimientos de palanca y los ladrones consiguieron abrir la puerta del museo.

Metieron su equipo dentro.

Ella vio que llevaban uno de los artilugios robotizados, lo que significaba que el museo de Torcello pronto quedaría reducido a cenizas.

Uno de los hombres cerró la puerta.

La plazoleta recuperó su oscuridad, húmeda y siniestra. Sólo el repiqueteo de la lluvia al estrellarse contra los charcos rompía el silencio. En el porche de la basílica, Cassiopeia sopesó lo que estaba a punto de hacer. Entonces vio que los ladrones habían dejado fuera la tranca que aseguraba la puerta.

Viktor subió la escalera de caracol que conducía a la segunda planta del museo, sus ojos adaptándose a la tenebrosa noche. Había distinguido suficientes sombras como para sortear las escasas piezas de la primera planta y subir al igualmente despejado piso superior, donde aguardaban tres enormes expositores de cristal. En el de en medio, justo donde lo había visto antes, descansaba el medallón del elefante.

Rafael estaba abajo, colocando las bolsas de fuego griego de forma que ocasionaran el mayor daño posible. Él llevaba dos bolsas destinadas a la parte de arriba. Con un rápido golpe de la palanca hizo añicos el cristal y, entre los fragmentos, recuperó con cuidado el medallón. Después arrojó una de las bolsas al vacío de tres litros a la vitrina.

La otra la dejó en el suelo.

Se metió en el bolsillo el medallón.

Era difícil saber si era auténtico, pero, a juzgar por la inspección a simple vista que había efectuado antes desde lejos, sin duda lo parecía.

Consultó el reloj: las once menos veinte. Iban bien, tenían tiempo más que suficiente para reunirse con la ministra. Después de todo, quizá los recompensara con unos días de descanso.

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