Steve Berry - La Traición Veneciana

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Hay quién mataría por descubrir el secreto del poder de Alejandro Magno.
Copenhague, Ámsterdam, Venecia, Samarcanda; 7 días, el plazo para cambiar el curso de la historia. El mundo se enfrenta a la mayor amenaza biológica de la historia. Una sola mujer posee el arma defi nitiva para erradicar a sus enemigos. Y un solo hombre conoce la clave para desactivarlos y acabar con las grandes pandemias que asolan el planeta. Ambos carecen de moral y a la vez ambos comparten su talón de Aquiles: la ambición sin límite. ¿Podrán detenerlos dos hombres y dos mujeres a quienes sólo mueve el deseo de justicia y equidad? En el año 323 a. C. murió Alejandro Magno, el hombre que había logrado acaparar más poder que ningún otro. En la actualidad, una mujer dominada por su deseo de emular al gran conquistador busca lo que él se llevó a la tumba: el secreto de su poder.

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La afirmación no sorprendió a Malone, que había notado su creciente ira en el campanario.

– ¿Crees que Irma Zovastina ordenó asesinar a Ely?

Ella dejó de comer.

– ¿Tienes alguna prueba, además de que su casa quedara reducida a cenizas?

– Fue ella, lo sé.

– La verdad es que no sabes una mierda.

Ella permanecía inmóvil. Más allá del jardín comenzaba a instalarse el crepúsculo.

– Sé lo suficiente.

– Cassiopeia, estás sacando conclusiones precipitadas. Estoy de acuerdo en que el incendio es sospechoso, pero si fue ella quien lo hizo, has de averiguar por qué.

– Cuando amenazaron a Gary, ¿tú qué hiciste?

– Lo recuperé, sano y salvo.

Vio que ella sabía que él tenía razón. La primera regla de una misión: no perder nunca de vista el objetivo.

– No me hacen falta tus consejos.

– Lo que te hace falta es pararte a pensar.

– Cotton, aquí están pasando más cosas de las que crees.

– No me digas.

– Vete a casa y déjame en paz.

– No puedo.

La vibración en el bolsillo del pantalón lo sobresaltó. Sacó el móvil, vio el número y le dijo a ella:

– Es Henrik.

Descolgó.

– Cotton, acaba de llamar el presidente Daniels.

– Seguro que ha sido interesante.

– Stephanie está en Venecia. La han enviado a ver a un hombre llamado Enrico Vincenti. El presidente está preocupado. Han perdido el contacto con ella.

– ¿Por qué te ha llamado a ti?

– Te andaba buscando, aunque me dio la impresión de que sabía que ya estabas ahí.

– No es muy difícil de comprobar, teniendo en cuenta que en el aeropuerto escanean los pasaportes. Siempre y cuando uno sepa en qué país buscar.

– Por lo visto lo sabía.

– ¿Por qué han mandado a Stephanie?

– Dijo que el tal Vincenti está relacionado con Irina Zovastina. He oído hablar de Vincenti: es un problema. Daniels también me confió que otra agente lleva desaparecida más de un día y cabe suponer que ha muerto. Dijo que la conocías: una mujer llamada Naomi Johns.

Malone cerró los ojos. Habían ingresado juntos en Magellan Billet y trabajado en equipo varias veces. Era una buena agente y mejor amiga. Ése era el problema con su antigua profesión: rara vez despedían a nadie. Uno se iba, se jubilaba o moría. Había asistido a numerosos funerales.

– ¿Vincenti está implicado? -quiso saber.

– Eso pensaba Daniels.

– Háblame de Stephanie.

– Se hospeda en el Montecarlo, a una manzana al norte tras la basílica de San Marcos, en la calle de los Specchieri.

– ¿Por qué no usar a uno de los suyos?

– Dijo que sólo tenían allí a Naomi Johns, a nadie más. Esperaba que yo pudiera ponerme en contacto contigo para pedirte que te ocuparas de Stephanie. ¿Es posible?

– Yo me encargo.

– ¿Qué tal andan las cosas por ahí?

Miró a Cassiopeia.

– No muy bien.

– Dile a Cassiopeia que el paquete que pidió no tardará en llegar.

Él colgó y le preguntó a su amiga:

– ¿Has llamado a Henrik?

Ella asintió.

– Hace tres horas. Después de que viéramos a nuestros ladrones.

Se habían dividido y recorrido los dos museos por separado.

– Stephanie está en Venecia y tal vez corra peligro -informó él-. Tengo que ir a ocuparme de ella.

– Puedo manejar la situación aquí sola.

Malone lo dudaba.

– Esperarán a que haya oscurecido antes de volver -aseguró ella-. He preguntado por ahí y me han dicho que la isla está desierta de noche, a excepción de quienes vienen a cenar. Cierran a las nueve, y el último barco sale a las diez. A esa hora todo el mundo se ha marchado.

Un camarero les entregó una caja plateada con un lazo rojo y una larga bolsa de algodón de casi un metro que asimismo lucía un decorativo lazo. El hombre les explicó que un taxi acuático los había dejado allí hacía unos minutos. Malone le dio dos euros de propina.

Cassiopeia desenvolvió la caja, echó un vistazo y se la pasó a él. Dentro había dos pistolas automáticas con cargadores de repuesto.

Él señaló la bolsa.

– ¿Y eso?

– Una sorpresa para nuestros ladrones.

A Malone no le gustó cómo sonaba aquello.

– Tú ocúpate de Stephanie -propuso ella-. Es hora de que Viktor vea un fantasma.

TREINTA Y SIETE

21.40 horas

Malone encontró el hotel Montecarlo exactamente donde Thorvaldsen le había indicado, escondido en una calle similar a un pasillo bordeada de tiendas y bulliciosos cafés, a unos treinta metros al norte de la basílica. Tras abrirse camino entre una nutrida multitud vespertina, llegó hasta la cristalera del establecimiento y entró en un vestíbulo donde, tras un mostrador, aguardaba un hombre de Oriente Próximo que lucía una camisa blanca, corbata y pantalones negros.

Prego -dijo Malone-, ¿habla inglés?

El hombre sonrió.

– Naturalmente.

– Busco a Stephanie Nelle, norteamericana. Se aloja aquí.

El rostro del recepcionista indicó que caía en la cuenta, de manera que él preguntó:

– ¿Qué habitación?

El otro comprobó las llaves que tenía a su espalda.

– Doscientos diez.

Malone se dirigió hacia una escalera de mármol.

– Pero no está.

Él dio media vuelta.

– Salió a la plaza hace unos minutos, a tomar un helado. Ha dejado la llave.

El recepcionista sostuvo en alto un pesado utensilio de latón con el número 210 grabado en un costado.

Qué diferente era averiguar algo en Europa. Eso mismo en Norteamérica le habría costado al menos cien dólares. Con todo, aquello le olía mal. Thorvaldsen había dicho que Washington había perdido el contacto con Stephanie, pero era evidente que ella había estado en el hotel y, como todos los agentes de Magellan Billet, llevaba un teléfono cuatribanda.

¿Y casualmente acababa de salir del hotel a tomar un helado?

– ¿Sabe adónde?

– Le sugerí que fuese a los soportales, enfrente de la basílica. Son muy buenos.

A él también le gustaban, así que, ¿por qué no? Los dos tomarían uno.

Cassiopeia se situó cerca del punto en que el turbio canal se unía a la laguna, no muy lejos de la terminal de transporte público de Torcello. Si sus instintos no la engañaban, Viktor y su cohorte regresarían dentro de las próximas dos horas.

La oscuridad envolvía la isla.

Sólo el restaurante donde ella y Malone habían comido permanecía abierto, pero sabía que cerraría al cabo de media hora. También había comprobado ambas iglesias y el museo: cerrados, y los empleados se habían marchado en el vaporetto que había salido hacía una hora.

A través de la neblina cada vez más espesa que cubría la laguna divisó barcos que cruzaban en todas las direcciones, limitados -como bien sabía- a pasillos marcados que hacían las veces de carreteras en aquellas aguas poco profundas. Lo que estaba a punto de hacer cruzaría una línea moral, una que ella nunca antes había infringido. Había matado, pero sólo cuando se había visto obligada a hacerlo. Eso era diferente. Sentía la sangre helada en las venas, lo que la asustaba.

Pero se lo debía a Ely.

Pensaba en él a diario.

Recordaba en particular el tiempo que habían pasado en las montañas.

Ella contemplaba el macizo rocoso que descendía en abruptas colinas, barrancos, cañones y precipicios. Había aprendido que las del Pamir eran unas montañas sacudidas por violentas tormentas y terremotos, envueltas en una niebla perenne donde sobrevolaban las águilas. Desoladas y solitarias. Sólo un feroz aullido rasgaba el silencio.

Te gusta esto, ¿eh? - le preguntó Ely.

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