Steve Berry - La Traición Veneciana

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Hay quién mataría por descubrir el secreto del poder de Alejandro Magno.
Copenhague, Ámsterdam, Venecia, Samarcanda; 7 días, el plazo para cambiar el curso de la historia. El mundo se enfrenta a la mayor amenaza biológica de la historia. Una sola mujer posee el arma defi nitiva para erradicar a sus enemigos. Y un solo hombre conoce la clave para desactivarlos y acabar con las grandes pandemias que asolan el planeta. Ambos carecen de moral y a la vez ambos comparten su talón de Aquiles: la ambición sin límite. ¿Podrán detenerlos dos hombres y dos mujeres a quienes sólo mueve el deseo de justicia y equidad? En el año 323 a. C. murió Alejandro Magno, el hombre que había logrado acaparar más poder que ningún otro. En la actualidad, una mujer dominada por su deseo de emular al gran conquistador busca lo que él se llevó a la tumba: el secreto de su poder.

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– Cotton, tengo esto bajo control -aseguró Stephanie.

Él la miró con fijeza, deseando sinceramente que tuviera razón.

Viktor hizo avanzar poco a poco la lancha por el angosto canal y pasó por debajo de un inseguro puente con arcos. No tenía pensado amarrarla al otro extremo del canal, cerca del restaurante; sólo quería asegurarse de que el pueblo había quedado desierto esa noche. Se alegraba de que estuviera lloviendo, una típica tormenta italiana que había llegado del mar y descargaba una lluvia intermitente, más un fastidio que una distracción, aunque bastaba para proporcionarles una estupenda cobertura.

Rafael vigilaba las ennegrecidas orillas. La marea había subido hacía dos horas, lo que debería facilitar sobremanera el punto de desembarco. Había visto el sitio antes: junto a la basílica, donde un manso y amplio canal atravesaba la isla a lo ancho. Se detendrían en un dique de cemento próximo a la basílica.

Vio el pueblo ante sí: oscuro y en silencio.

Ni un solo barco.

Acababan de salir del almacén que le había indicado Zovastina. Cumpliendo su palabra, la ministra lo tenía todo previsto: allí había fuego griego, armas y munición. Así y todo, él se planteó si prenderle o no fuego al museo. Parecía innecesario, pero Zovastina había dejado claro que no debía quedar nada en pie.

– Parece en orden -dijo Rafael.

Él estaba de acuerdo.

De manera que dejó el motor en punto muerto y luego dio marcha atrás.

Cassiopeia sonrió: no se había equivocado. Esos dos no serían lo bastante tontos para atracar en el pueblo. Habían explorado adrede el otro canal, el que discurría paralelo a la basílica, y ése sería su destino.

Vio que la lancha describía un giro de ciento ochenta grados y abandonaba el canal. Ella echó la mano atrás, dio con el arma que le había enviado Thorvaldsen y la cargó. Cogió la pistola y la bolsa de tela y abandonó su escondite, los ojos fijos en el agua.

Viktor y su cómplice llegaron a la laguna.

Los motores se aceleraron, y la embarcación viró a la derecha, lista para circunnavegar la isla.

Ella echó a correr en medio de la húmeda noche hacia las iglesias, no sin antes hacer un alto en el camino.

TREINTA Y OCHO

A Stephanie la desconcertó ver a Malone, pues sólo había una forma de dar con ella. Pero ése no era el momento de sopesar las implicaciones.

– ¡Ahora! -dijo al micrófono de la solapa.

Tres ruidos sordos resonaron en la plaza, y uno de los hombres armados se desplomó sobre el empedrado. Ella y Malone se pegaron a las mojadas piedras mientras el otro tipo trataba de ponerse a cubierto. Malone reaccionó con la destreza del agente que un día había sido y rodó por el suelo hasta los soportales, disparando dos veces para intentar hacer salir a la plaza al otro agresor.

La gente se dispersó atolondradamente cuando el pánico se apoderó de San Marcos.

Malone se puso en pie de un salto y se arrimó a la cara mojada de uno de los arcos. El otro tipo se hallaba a unos quince metros, atrapado en un fuego cruzado entre Malone y el tirador que Stephanie había apostado en lo alto del edificio de la parte norte.

– ¿Te importaría decirme qué está pasando? -preguntó Malone, sin perder de vista al atacante.

– ¿Sabes lo que es un cebo?

– Sí, y en ese anzuelo hay un incordio de mujer.

– Tengo hombres en la plaza.

Él se arriesgó a echar un vistazo, pero no vio nada.

– ¿Son invisibles?

Ella también miró: nadie venía hacia ellos. Todo el mundo huía hacia la basílica. Entonces le sobrevino un arrebato de ira que le resultaba familiar.

– La policía se plantará aquí dentro de un momento -vaticinó él.

Stephanie se dio cuenta de que eso podía suponer un problema. Según las normas de Magellan Billet, los agentes debían evitar comprometer a los lugareños, que por regla general o no ayudaban o se mostraban directamente hostiles. Ella lo había comprobado de primera mano en Amsterdam.

– Se ha puesto en marcha -dijo Malone al tiempo que corría hacia adelante.

Ella fue tras él y dijo por el micro:

– Sal de ahí.

Malone iba hacia una salida de los soportales, dejando la plaza atrás, hacia las oscuras calles de Venecia. Al extremo de dicha salida, un puente peatonal salvaba uno de los canales.

Stephanie vio que él lo cruzaba a toda velocidad.

Malone seguía corriendo. A ambos lados de aquella calle ridículamente estrecha se sucedían las tiendas cerradas. Más adelante, la calle doblaba a la derecha. Unos transeúntes volvieron la esquina. Él aflojó el paso y ocultó el arma bajo la chaqueta, los dedos en el gatillo.

Se detuvo en la siguiente esquina, a la luz de un escaparate mojado. Respiró unas bocanadas de aire caliente y asomó la cabeza con cuidado.

Una bala le pasó rozando y rebotó en la piedra.

Stephanie lo alcanzó.

– ¿No te parece que esto es una estupidez? -preguntó.

– No sé, es cosa tuya.

Malone se asomó una vez más: nada.

Abandonó su posición y avanzó otros diez metros, hasta donde la calle volvía a girar. Echó una ojeada y vio más establecimientos cerrados, grandes sombras y una negrura difusa que podía ocultar casi cualquier cosa.

Stephanie se aproximó, arma en ristre.

– ¿No eres tú la agente sobre el terreno? -se burló Malone-. ¿Ahora llevas pistola?

– Últimamente le estoy dando mucho uso.

Igual que él. Sin embargo, ella tenía razón.

– Esto es una estupidez. Si continuamos vamos a conseguir que nos peguen un tiro o nos detengan. ¿Qué haces tú aquí?

– Eso mismo iba a preguntarte yo. Éste es mi trabajo, tú eres librero. ¿Por qué te ha enviado Danny Daniels?

– Dijo que habían perdido el contacto contigo.

– Nadie ha intentado ponerse en contacto conmigo.

– Al parecer, nuestro presidente me quiere dentro, pero no ha tenido la gentileza de preguntar.

A sus espaldas, en la plaza, se oían gritos y chillidos. Sin embargo, él tenía una preocupación mayor: Torcello.

– Tengo una lancha justo detrás de San Marcos, en el muelle. -Señaló un callejón-. Si vamos por ahí, seguro que llegamos hasta ella.

– ¿Adónde vamos? -inquirió Stephanie.

– A ayudar a alguien que necesita más ayuda incluso que tú.

Viktor apagó el motor y dejó que la lancha rozara el muro de piedra. Un mudo paisaje de grises pizarra, verdes sucios y azules claros los envolvió. La férrea silueta de la basílica se alzaba a treinta metros, al otro lado de un manchón irregular de sombras bajas que definían un jardín y un huerto. Rafael salió con dos mochilas del camarote de popa.

– Con ocho bolsas y una tortuga debería bastar -declaró-. Si incendiamos la parte inferior, el resto arderá con facilidad.

Rafael comprendía el funcionamiento de la antigua mezcla, y Viktor había terminado confiando en esa experiencia. Vio que su compañero depositaba las mochilas en el suelo con suavidad y volvía al camarote para salir de nuevo con una de las tortugas robotizadas.

– Cargado y listo.

– ¿Por qué en masculino?

– No lo sé. Parece apropiado.

Viktor sonrió.

– Necesitamos un descanso.

– Unos días libres no estarían mal. Puede que la ministra nos los conceda, a modo de recompensa.

El otro rompió a reír.

– La ministra no cree en las recompensas.

Rafael ajustó las correas de los dos macutos.

– Unos días en las Maldivas sería estupendo. Tumbarse en una playa, el agua caliente…

– Deja de sonar, eso no va a ocurrir.

Rafael se echó al hombro una de las pesadas mochilas.

– No hay nada malo en soñar, sobre todo aquí, con esta lluvia.

Viktor agarró la tortuga mientras Rafael cogía la otra mochila.

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