Bajó la escalera.
Antes se habían percatado de que el piso de ambas plantas era de madera. Cuando el fuego empezara a propagarse abajo, sólo sería cuestión de minutos que las bolsas de arriba se unieran a la mezcla.
En la oscuridad vio a Rafael agachado sobre la tortuga. Luego oyó un clic y el dispositivo comenzó a moverse. El robot se detuvo al fondo de la estancia y comenzó a rociar la pared con el pestilente fuego griego.
– Listo -informó Rafael.
La tortuga continuó cumpliendo con su cometido, indiferente al hecho de que pronto fuera a desintegrarse. Sólo era una máquina, no tenía sentimientos. Justo lo que Irina Zovastina esperaba de él, pensó Viktor.
Rafael empujó la puerta.
No se abría.
Volvió a empujar: nada.
Viktor se acercó y apoyó la mano en la madera: la puerta estaba atrancada… por fuera. Presa de la ira, cogió impulso y embistió la madera, pero lo único que logró fue lastimarse el hombro. Las gruesas tablas, sustentadas por goznes de hierro, no querían ceder.
Sus ojos escrutaron la oscuridad.
Antes, cuando recorrieron el edificio, había reparado en los barrotes de las ventanas. No suponían obstáculo alguno, dado que tenían previsto entrar y salir por la puerta. Ahora, sin embargo, esas ventanas cobraban mayor importancia.
Miró fijamente a Rafael. Aunque no podía verle el rostro, sabía exactamente lo que pensaba: estaban atrapados.
Samarcanda
Martes, 21 de abril
1.40 horas
Vincenti descendió con cautela la escalera del jet privado. El trayecto hacia el este, de Venecia a la Federación de Asia Central, había durado casi seis horas, pero había hecho ese viaje en numerosas ocasiones y había aprendido a disfrutar del lujo del aparato y descansar durante el largo vuelo. Peter O'Conner salió tras él a la tibia noche.
– Me encanta Venecia -comentó Vincenti-, pero me gustará vivir aquí. No echaré de menos toda esa lluvia.
Un coche esperaba en la pista, y fue directo a él, estirando las entumecidas piernas, ejercitando los fatigados músculos. El conductor salió y abrió la puerta trasera. Vincenti entró mientras O'Conner se acomodaba delante. Una mampara de plexiglás garantizaba la intimidad del asiento posterior.
Allí se encontraba un hombre de cabello negro y piel cetrina cuyos ojos siempre, incluso en la adversidad, parecían encontrar comicidad en la vida. Una poblada barba ocultaba un mentón cuadrado y un cuello fino, los juveniles rasgos, incluso a esa hora intempestiva, rápidos y observadores.
Kamil Karimovich Revin era el ministro de Asuntos Exteriores de la Federación. No había cumplido los cuarenta, su trayectoria era escasa o nula, y en general se lo consideraba el perrito faldero de la ministra, el que hacía exactamente lo que ella le ordenaba. Sin embargo, hacía unos años Vincenti había visto algo más.
– Bien venido de nuevo -lo saludó Kamil-. Han pasado unos meses.
– Tengo mucho que hacer, amigo mío. La Liga ocupa gran parte de mi tiempo.
– He estado tratando con sus miembros. Muchos están empezando a seleccionar el emplazamiento de sus hogares.
Uno de los acuerdos a los que había llegado con Zovastina era trasladar a miembros de la Liga a la Federación, un buen movimiento para ambas partes. Su nueva utopía empresarial los liberaría de las onerosas cargas fiscales, pero el capital que ellos aportarían a la economía en forma de bienes, servicios e inversiones directas compensaría más que de sobra a la Federación de cualquier impuesto que pudiera devengar. Mejor aún, se crearía en el acto una clase alta sin el efecto goteo que tanto gustaba a las democracias occidentales, donde -bastante injustamente, en opinión de Vincenti- unos pocos pagaban por la mayoría.
A los miembros de la Liga los habían animado a adquirir terrenos, y muchos lo habían hecho, incluido él mismo, pagando al gobierno, dado que gracias a los soviéticos la mayoría del terreno de la Federación era público. Lo cierto es que Vincenti había formado parte del comité que había negociado dicho aspecto del trato de la Liga con Zovastina, y fue uno de los primeros en comprar, haciéndose con unas noventa hectáreas de valle y montaña en el este de lo que un día fue Tayikistán.
– ¿Cuántos han llegado a un acuerdo? -quiso saber.
– Hasta ahora, ciento diez. Los gustos difieren enormemente en cuanto a las zonas, pero Samarcanda y alrededores son las que gozan de mayor popularidad.
– Cerca de la fuente del poder. Esa ciudad y Tashkent no tardarán en convertirse en centros financieros internacionales.
El coche abandonó la terminal e inició el recorrido de cuatro kilómetros que lo separaba de la ciudad. Otra mejora sería un nuevo aeropuerto. Tres miembros de la Liga ya habían trazado planos para construir unas instalaciones más modernas.
– ¿Por qué se encuentra aquí? -preguntó Kamil-. El señor O'Conner no soltó prenda cuando hablé con él antes.
– Le agradecemos la información sobre el viaje de Zovastina. ¿Sabe por qué está en Venecia?
– No dijo nada, tan sólo que volvería en breve.
– Así que está en Venecia haciendo quién sabe qué.
– Y si descubre que están ustedes aquí conspirando, todos estaremos muertos -aseguró Kamil-. Recuerde que no hay manera de defenderse de sus pequeños gérmenes.
El ministro de Asuntos Exteriores pertenecía a una nueva casta de políticos nacidos con la Federación. Y aunque Zovastina era la primera ministra, no sería la última.
– Puedo neutralizarlos.
Una sonrisa afloró a los labios del asiático.
– ¿No podría matarla y acabar con todo esto?
Él apreciaba la ambición pura y dura.
– Eso sería una estupidez.
– ¿Qué se propone?
– Algo mejor.
– ¿Lo respaldará la Liga?
– El Consejo de los Diez ha autorizado todo cuanto estoy haciendo.
Kamil sonrió.
– No todo, amigo mío. Sé lo de esa intentona de asesinato: fue usted, lo sé. Y luego vendió al asesino. De lo contrario, ¿cómo habría estado ella lista? -Hizo una pausa-. Me pregunto si no me venderá a mí también.
– ¿Quiere ser su sucesor?
– Prefiero vivir.
Él vio por la ventanilla los planos tejados, las cúpulas azules y los altos minaretes. Samarcanda se asentaba en una cuenca natural rodeada de montañas. La noche camuflaba un humo neblinoso que envolvía permanentemente la antigua tierra. A lo lejos, las luces de las fábricas proyectaban un halo difuso. Lo que antaño proporcionaba a la Unión Soviética productos manufacturados ahora generaba el producto nacional bruto de la Federación. La Liga ya había invertido miles de millones en modernización, y vendrían más. Así que él necesitaba saber una cosa:
– ¿Hasta qué punto quiere ser ministro supremo?
– Depende. ¿Puede encargarse su Liga?
– Los gérmenes de Zovastina no me asustan, y tampoco deberían asustarlo a usted.
– Ay, mi corpulento amigo. He visto morir de repente a demasiados enemigos. Resulta increíble que nadie se haya dado cuenta. Sin embargo, sus enfermedades son eficaces: un resfriado o una gripe de nada que se tuercen.
Aunque los burócratas de la Federación, Zovastina incluida, detestaban todo lo soviético, habían aprendido bien la lección de sus corruptos predecesores. Por eso Vincenti siempre era cuidadoso con sus palabras, pero generoso con sus promesas.
– Sin riesgo no hay ganancias.
Revin se encogió de hombros.
– Cierto, pero a veces los riesgos son demasiado grandes.
Vincenti observaba Samarcanda, un lugar antiguo, que databa del siglo V a. J.C. La ciudad de las sombras, el jardín del espíritu, la joya del islam, la capital del mundo. Sede cristiana antes de ser conquistada por el islam y los rusos. Gracias a los soviéticos, Tashkent, a doscientos kilómetros al nordeste, había crecido más y eramás próspera, pero Samarcanda seguía siendo el alma de la región.
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