Se acercó a la puerta sin hacer ruido y miró por debajo: reinaba la calma. Se apoyó en la puerta.
– Hay algo más -añadió ella.
Malone era todo oídos.
– El meridiano cero. Prácticamente todos los países que acabaron recorriendo los mares establecieron uno: tenía que haber un punto de partida longitudinal. Al final, en 1884, las principales naciones del mundo se reunieron en Washington, D. C., y escogieron una línea que atravesaba Greenwich como la longitud cero grados, una constante universal que todavía se utiliza. Pero los portulanos cuentan una historia distinta: por increíble que parezca, todos ellos parecían usar un punto situado a treinta y un grados ocho minutos oeste como meridiano cero.
Él no entendía el significado de esas coordenadas, tan sólo que se hallaban al este de Greenwich, en algún lugar más allá de Grecia.
– Esa línea atraviesa la Gran Pirámide de Giza -explicó ella-. En esa misma conferencia celebrada en Washington en 1884, se alegaron razones para que el meridiano cero pasara por ese punto, pero fueron rechazadas.
Él no veía el sentido.
– Todos los portulanos que yo utilicé se servían de la noción de longitud. No me malinterprete, esos mapas antiguos no tenían paralelos ni meridianos como los conocemos hoy en día. Utilizaban un método más sencillo: escogían un punto central, trazaban un círculo a su alrededor y lo dividían. Luego repetían la operación hacia el exterior, creando una forma de medición rudimentaria. Cada uno de esos portulanos que he mencionado usaban el mismo centro, un punto situado en Egipto, cerca de lo que en la actualidad es El Cairo, donde se halla la pirámide de Giza.
Malone tenía que reconocer que eran muchas coincidencias.
– Esa línea de longitud que pasaba por Giza se prolonga hacia el sur hasta la Antártida, exactamente donde los nazis realizaron sus exploraciones en 1938, en su Nueva Suabia. -Hizo una pausa-. Tanto mi abuelo como mi padre estaban al tanto de esto, y yo supe de estos conceptos leyendo sus notas.
– Creía que su abuelo chocheaba.
– Dejó algunas notas históricas, no muchas, y mi padre también. Ojalá hubieran hablado más de ello.
– Esto es un disparate -espetó él.
– ¿Cuántas realidades científicas actuales empezaron así? No es un disparate, es real. Ahí fuera hay algo a la espera de ser encontrado. Algo en cuya búsqueda tal vez hubiera muerto el padre de Malone.
Este consultó su reloj.
– Será mejor que bajemos. Quiero comprobar algunas cosas.
Apoyó una rodilla en el suelo con la intención de levantarse, pero ella lo detuvo con la mano en la pernera de su pantalón. Malone había escuchado sus explicaciones y había concluido que no estaba chiflada.
– Le agradezco lo que está haciendo -dijo ella en voz baja.
– No he hecho nada.
– Está aquí.
– Como bien dijo usted, lo que le ocurrió a mi padre tiene que ver con esto.
Ella se acercó y lo besó, deteniéndose lo suficiente para que él supiera que lo estaba disfrutando.
– ¿Siempre besa en la primera cita? -quiso saber Malone.
– Sólo a los hombres que me gustan.
Baviera
Dorothea estaba conmocionada; los ojos muertos de Sterling Wilkerson la miraban.
– ¿Lo has matado? -le preguntó a su marido.
Werner negó con la cabeza.
– Yo no, pero estaba presente cuando ocurrió. -Cerró el maletero de un portazo-. No llegué a conocer a tu padre, pero tengo entendido que él y yo nos parecemos mucho: dejamos que nuestra mujer haga lo que se le antoja siempre y cuando nosotros podamos permitirnos el mismo lujo.
A la cabeza de Dorothea afloraron todo tipo de ideas confusas.
– ¿Cómo es que sabes cosas de mi padre?
– Se las he contado yo -dijo otra voz.
Ella se volvió en redondo: su madre se hallaba en la puerta de la iglesia. Tras ella, como siempre, Ulrich Henn. Ahora lo tenía claro.
– Ulrich mató a Sterling -dijo Dorothea a la noche.
Werner pasó por su lado.
– Así es. Y yo diría que bien podría matarnos a todos si no nos comportamos debidamente.
Malone fue el primero en salir del escondite a la galería superior del octógono. Se detuvo en la barandilla de bronce -carolingia, recordaba haber oído decir a Christl, original de la época de Carlomagno- y miró hacia abajo. Un puñado de candelabros de pared iluminaban la noche. El viento seguía causando destrozos en los muros exteriores, y el mercado navideño parecía que empezaba a decaer. Sus ojos se clavaron al otro lado del espacio abierto, en el trono del extremo, que tenía por telón de fondo unas ventanas con parteluz que derramaban un brillo luminoso sobre el elevado asiento. Estudió el mosaico en latín que envolvía el octógono de debajo El desafío de Eginardo no era para tanto.
Bien por las guías y las mujeres listas.
Miró fijamente a Christl.
– Hay un púlpito, ¿no?
Ella asintió.
– En el coro. El ambón: es muy antiguo, del siglo XI.
Malone sonrió.
– Siempre hay una clase de historia.
Ella se encogió de hombros.
– Es de lo que sé.
Malone dio la vuelta a la galería superior, dejó atrás el trono y bajó por la escalera circular. Curiosamente, la cancela de hierro permanecía abierta por la noche. Una vez abajo, atravesó el octógono y entró en el coro. Un púlpito de cobre dorado salpicado de excepcionales ornamentos y adosado al muro sur se alzaba sobre la entrada a otra de las capillas laterales. Hasta él conducía una pequeña escalera. Malone pasó por encima de un cordón de terciopelo y subió los peldaños de madera. Por suerte, lo que buscaba estaba allí: una biblia.
Depositó el libro en el dorado facistol y lo abrió por el Apocalipsis, capítulo 21.
Christl, que se había quedado abajo, lo miró mientras él leía en voz alta.
– «Me llevó en espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo, de parte de Dios, que tenía la gloria de Dios. Tenía un muro grande y alto y doce puertas, y sobre las doce puertas, doce ángeles y nombres escritos, que son los nombres de las doce tribus de los hijos de Israel. El muro de la ciudad tenía doce hiladas, y sobre ellas los nombres de los doce apóstoles del Cordero. El que hablaba conmigo tenía una medida, una caña de oro, para medir la ciudad, sus puertas y su muro. La ciudad estaba asentada sobre una base cuadrangular y su longitud era tanta como su anchura. Midió con la caña la ciudad, y tenía doce mil estadios, siendo iguales en su longitud, su latitud y su altura. Midió su muro, que tenía ciento cuarenta y cuatro codos, medida humana, que era la del ángel. Y las hiladas del muro de la ciudad eran de todo género de piedras preciosas. Las doce puertas eran doce perlas.»
»El Apocalipsis es fundamental para este sitio. El candelabro que donó el emperador Barbarroja lo cita, el mosaico de la cúpula se basa en él. Carlomagno llamó a este lugar su «nueva Jerusalén», y esta relación no es ningún secreto: lo leí en todas las guías. Un pie carolingio equivalía a alrededor de la tercera parte de un metro, es decir, un pie. El polígono exterior, el hexadecágono, mide treinta y seis pies carolingios, o sea, ciento cuarenta y cuatro pies actuales. 2El perímetro exterior del octógono mide lo mismo, treinta y seis pies carolingios, otros ciento cuarenta y cuatro pies. La altura también es precisa: originalmente, ochenta y cuatro pies 3sin la cúpula, que se añadió siglos después. La capilla entera es un factor de siete y doce, su anchura y altura son iguales. -Señaló la biblia-. Se limitaron a trasladar las dimensiones de la ciudad celestial del Apocalipsis, la «nueva Jerusalén», a esta construcción.
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