Debía llamar a Dorothea para avisarla, pero le molestaba que la noche anterior se hubiera entrometido cuando él hablaba con Ramsey. Ése era su problema, y podía encargarse. Por lo menos no lo había reprendido por haberse equivocado en lo tocante a Ramsey. No, lo había llevado a un lujoso hotel de Múnich y lo había complacido. Llamarla quizá hiciera necesario que él explicara cómo los habían localizado, una conversación que le gustaría evitar.
A unos cincuenta metros, el compacto nudo de calles peatonales del casco antiguo terminaba en un bullicioso bulevar lleno de coches y edificios con la fachada amarilla que se daban un aire mediterráneo.
Volvió la cabeza.
Los que lo seguían estaban salvando la distancia que los separaba.
Miró a izquierda y derecha y luego al otro lado del estruendoso ajetreo. Había una parada de taxis en la acera de enfrente del bulevar, los taxistas estaban apoyados fuera, a la espera de clientes. En medio, seis carriles de caos, el ruido tan elevado como sus pulsaciones.
Los coches empezaron a acumularse cuando los semáforos de la izquierda se pusieron en rojo.
Por la derecha, en el carril central, se aproximó un autobús.
Por los carriles interiores y exteriores, el tráfico aminoraba la marcha.
El nerviosismo dio paso al miedo. No tenía elección. Ramsey lo quería muerto, y dado que sabía qué le esperaba con los dos perseguidores que le iban a la zaga, decidió arriesgarse con el bulevar.
Salió disparado cuando un conductor al parecer lo vio y frenó.
Calculó el siguiente movimiento a la perfección y se plantó en el carril central justo cuando los semáforos se ponían en rojo y el autobús comenzaba a detenerse para entrar en la intersección. Llegó al carril de fuera, que por suerte permaneció tranquilo unos instantes, y se vio en la herbosa mediana.
El autobús paró, impidiendo toda visibilidad desde la acera. Los cláxones y los chirridos, como una pelea de gansos y búhos, le brindaron su oportunidad. Había ganado unos segundos preciosos, así que decidió no desperdiciar ni uno solo. Atravesó a la carrera los tres carriles que tenía delante, desocupados gracias al semáforo, y subió al primer taxi al tiempo que ordenaba al conductor en alemán: «Arranque.»
El hombre se puso al volante y Wilkerson se agazapó cuando el vehículo salía.
Miró por la ventanilla.
El semáforo cambió a verde y un bloque de vehículos salió como una flecha. El hombre y la mujer avanzaron por la mitad despejada del bulevar, pero no pudieron cruzarlo entero gracias al torrente de coches que se acercaba a él a toda velocidad.
Sus dos perseguidores escudriñaron el lugar.
Wilkerson sonrió.
– ¿Adonde vamos? -preguntó en alemán el taxista.
Él decidió hacer otra jugada inteligente.
– Avance unas manzanas y deténgase.
Cuando el taxi se aproximó al bordillo, le dio al taxista diez euros y se bajó de un salto. Vio un letrero del metro y descendió corriendo la escalera, sacó un billete y se dirigió al andén.
El tren llegó y subió a un vagón que casi estaba lleno. Se sentó y encendió el móvil, en cuya pantalla apareció un elemento especial. Introdujo un código numérico y la pantalla le preguntó: «¿Borrar todo?» Él presionó «Sí». Al igual que su segunda esposa, que no lo oyó la primera vez, el teléfono quiso saber: «¿Está usted seguro?» El volvió a pulsar «Sí».
Ahora la memoria estaba borrada.
Wilkerson se inclinó, en apariencia para subirse los calcetines, y dejó el teléfono bajo el asiento. El tren llegó a la siguiente parada. Él salió, pero el teléfono continuó el viaje. Eso mantendría ocupado a Ramsey.
Subió a la superficie, satisfecho de haber escapado. Tenía que ponerse en contacto con Dorothea, pero debía ser cuidadoso. Si a él lo estaban vigilando, a ella también.
Salió a la soleada tarde y se orientó. No estaba lejos del río ni del Deutsches Museum. Ante él se extendía otra calle concurrida y una acera abarrotada.
De repente un hombre se situó a su lado.
– Bitte, Herr Wilkerson -le dijo en alemán-. Suba a ese coche de ahí, junto al bordillo.
Él se quedó helado.
El hombre llevaba un largo abrigo de lana y tenía ambas manos en los bolsillos.
– No me gustaría tener que hacerlo -añadió-, pero le pegaré un tiro aquí mismo si es necesario.
Los ojos de Wilkerson bajaron hasta el bolsillo del abrigo del desconocido.
El estómago se le revolvió. Era imposible que la gente de Ramsey lo hubiese seguido, pero se había concentrado de tal modo en ellos que no había reparado en nadie más.
– No es usted de Berlín, ¿verdad? -quiso saber él.
– Nein. No tengo nada que ver.
Aquisgrán, Alemania 13.20 horas
Malone admiraba uno de los últimos vestigios del Imperio carolingio, conocido por aquel entonces como la iglesia de Nuestra Señora y después como la capilla de Carlomagno. La construcción parecía constar de tres secciones distintas: un campanario gótico, que daba la impresión de ser independiente; una sección media circular, pero angulosa, unida al campanario mediante un puente cubierto y coronada por una insólita cúpula estriada, y un edificio alto y alargado que parecía todo tejado y vidrieras. El conglomerado había sido erigido entre finales del siglo Vin y el XV, y era asombroso que hubiese sobrevivido, en particular los últimos cien años, cuando, como sabía Malone, Aquisgrán había sido bombardeada sin piedad.
La capilla se alzaba en el extremo bajo de una pendiente de la ciudad, y en su día enlazaba con el palacio en sí mediante una serie de estructuras de madera que albergaban un solárium, una guarnición, tribunales de justicia y dependencias para el soberano y su familia.
El palatinado de Carlomagno.
Tan sólo quedaban un patio, la capilla y los cimientos del palacio, sobre los cuales constructores del siglo XIV habían levantado el ayuntamiento de Aquisgrán. El resto había desaparecido hacia siglos.
Entraron en la capilla por las puertas del oeste, el antiguo atrio con exedras. Tres escalones descendían hasta un pórtico de estilo barroco, los muros encalados y sobrios.
– Estos pasos son importantes -apuntó Christl-. Fuera, el nivel del suelo se ha elevado desde la época de Carlomagno.
Malone recordó lo que le había contado Dorothea sobre Otón III.
– ¿Aquí abajo es donde encontraron la tumba de Carlomagno? ¿Y el libro de Dorothea?
Ella asintió.
– Hay quien dice que Otón III cavó aquí y halló al rey sentado bien erguido, los dedos señalando el Evangelio de san Marcos. «¿Y qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo y perder su alma?»
Él captó su cinismo.
– Otros afirman que el emperador Barbarroja dio con la tumba aquí en 1165 y el cuerpo yacía en un ataúd de mármol. Ese sarcófago romano se exhibe en el tesoro, al lado. Se supone que Barbarroja lo sustituyó por un arcón dorado que en la actualidad está ahí, en el coro -añadió señalando la capilla.
Al otro lado del altar, Malone vio un relicario de oro expuesto dentro de una vitrina de cristal iluminada. Dejaron el pórtico y entraron en la capilla. A izquierda y derecha se abría un pasillo circular, pero él se sintió atraído al centro del octógono interior. Una luz neblinosa se colaba por las ventanas que se abrían en lo alto de la cúpula.
– Un octógono dentro de un hexadecágono -observó.
Ocho pilares ingentes se unían para formar dobles columnas que sostenían la alta cúpula, y unos arcos redondos se alzaban hacia el cielo, hasta las galerías superiores, donde esbeltas columnas, puentes de mármol y celosías servían de enlace entre todo el conjunto.
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