– Eso es ir demasiado lejos, Edwin.
– ¿Ah, sí? -replicó él con desdén-. En mi despacho dicen que estaban a punto de ponerse en contacto conmigo. La otra noche, antes de que me durmiera, ordené que dos agentes del servicio secreto se desplazaran a Jacksonville. Quería que vigilaran a Zachary Alexander. Llegaron hace una hora: su casa quedó reducida a cenizas anoche, con él dentro.
Stephanie estaba estupefacta.
– Según todos los indicios, un cortocircuito en el cableado de debajo de la casa.
Ella se dijo que no debía jugar nunca al póquer con Edwin Davis: había recibido ambas noticias sin mover un solo músculo de la cara.
– Tenemos que dar con esos otros dos tenientes que estuvieron en la Antártida con Ramsey.
– Nick Sayers murió -informó él-. Hace años. Herbert Rowland, no; vive a las afueras de Charlotte. Lo mandé comprobar la otra noche.
¿El servicio secreto? ¿Personal de la Casa Blanca cooperando?
– Eres un mentiroso de mierda, Edwin. No estás en esto solo; tienes una misión.
Los ojos de Davis parpadearon.
– Eso depende. Si sale bien, no me pasará nada. Si fracaso, me hundiré.
– ¿Te has jugado la carrera en esto?
– Se lo debo a Millicent.
– ¿Qué pinto yo aquí?
– Como ya te dije, Scot Harvath se negó. Pero me dijo que nadie vuela en solitario mejor que tú.
El razonamiento no era necesariamente un consuelo. Pero, qué demonios, la línea ya había sido cruzada.
– Vayamos a Charlotte.
Aquisgrán, Alemania 11.00 horas
Malone notó que el tren aminoraba la marcha al entrar en las afueras de Aquisgrán. Aunque sus preocupaciones de la noche anterior ya no tenían la misma magnitud, se preguntó qué hacía allí. Christl Falk iba sentada a su lado, pero el trayecto, en dirección norte desde Garmisch, había durado unas tres horas y apenas habían hablado.
Su ropa y artículos de aseo del Posthotel le estaban esperando cuando despertó en Reichshoffen. Una nota explicaba que Ulrich Henn había ido por ellos durante la noche. Había dormido entre unas sábanas que olían a trébol y después se había duchado, afeitado y cambiado. Naturalmente, sólo había llevado consigo un par de camisas y pantalones de Dinamarca, con la idea de no estar fuera más de un día, dos a lo sumo. Ahora ya no estaba tan seguro.
Isabel lo esperaba abajo, y él informó a la matriarca de los Obérhauser de que había decidido ayudarla. ¿Qué otra elección tenía? Quería saber qué había sido de su padre y también quién intentaba matarlo. Apartarse no conduciría a nada, y la anciana había dejado una cosa clara: ellas tenían datos que él desconocía.
– Hace mil doscientos años éste era el centro del mundo secular -explicó Christl-. La capital del reciente Imperio del norte, lo que doscientos años después se llamó el Sacro Imperio romano.
Malone sonrió.
– Que ni era sacro ni romano ni tampoco un imperio.
Ella afirmó con la cabeza.
– Cierto. Pero Carlomagno era bastante progre. Un hombre con gran energía que fundó universidades, sentó principios legales que acabaron forjando el derecho consuetudinario, organizó el gobierno e impulsó un nacionalismo que inspiró la creación de Europa. Llevo años estudiándolo. Pareció tomar todas las decisiones adecuadas. Gobernó durante cuarenta y siete años y vivió hasta los setenta y cuatro en una época en que los reyes apenas se mantenían cinco años en el poder y morían a los treinta.
– Y ¿cree que todo eso sucedió porque contaba con ayuda?
– Comía con moderación y bebía con mesura, y ello en un período en que la glotonería y la embriaguez estaban a la orden del día. Montaba a caballo, cazaba y nadaba a diario. Uno de los motivos por los que escogió Aquisgrán como su capital fueron las aguas termales, que utilizaba religiosamente.
– Así que los santos le dieron clases de dieta, higiene y ejercicio, ¿no?
Malone vio que Christl captaba el sarcasmo.
– Ante todo, era un guerrero -respondió ella-. Todo su reinado estuvo marcado por la conquista. Sin embargo, adoptaba un enfoque disciplinado de la guerra. Solía planear una campaña durante al menos un año, estudiaba a sus rivales. También dirigía batallas, en lugar de tomar parte en ellas.
– Y era brutal como ninguno. En Verden ordenó decapitar a cuatro mil quinientos sajones maniatados.
– No se sabe a ciencia cierta -objetó Christl-. Nunca se encontró ninguna prueba arqueológica que sustentara esa supuesta masacre. La fuente original de la historia pudo emplear erróneamente la palabra decollaban , «decapitación», cuando en realidad quería decir delocabat, «exilio».
– Sabe de historia. Y latín.
– Esto no tiene nada que ver con lo que yo crea o deje de creer. El cronista fue Eginardo. Él fue quien hizo esas observaciones.
– Suponiendo, claro está, que sus escritos sean auténticos.
El tren avanzaba con lentitud.
Malone seguía pensando en el día anterior y en lo que había bajo Reichshoffen.
– ¿Opina su hermana lo mismo que usted con respecto a los nazis y lo que le hicieron a su abuelo?
– A Dorothea eso le trae sin cuidado. La familia y la historia no son importantes para ella.
– ¿Qué lo es?
– Su persona.
– Es curioso que dos gemelas se lleven tan mal.
– No hay ninguna regla que diga que debamos estar unidas. De pequeña supe que Dorothea era un problema.
Malone necesitaba ahondar en esas diferencias.
– Su madre parece tener una favorita.
– Yo no lo daría por sentado.
– La envió a usted a verme a mí.
– Cierto. Pero antes ayudó a Dorothea.
El tren se detuvo.
– ¿Le importaría explicarme eso?
– Ella fue quien le dio el libro de la tumba de Carlomagno.
Dorothea terminó de inspeccionar las cajas que Wilkerson había rescatado de Füssen. El librero había hecho un buen trabajo. Después de la guerra los aliados se incautaron de muchos de los archivos de la Ahnenerbe, así que ella estaba asombrada de que se hubiera encontrado tanto material. Sin embargo, incluso después de haberse pasado las últimas horas leyendo, la Ahnenerbe seguía siendo un misterio. Los historiadores no se habían dedicado a su estudio hasta hacía unos años, los escasos libros que se habían escrito sobre el tema se centraban principalmente en sus fracasos.
Esas cajas hablaban de éxito.
Se habían realizado expediciones a Suecia para recuperar petroglifos, y a Oriente Próximo, donde estudiaron las luchas de poder intestinas del Imperio romano, las cuales, para la Ahnenerbe, se libraron entre pueblos nórdicos y semitas. El propio Göring había financiado ese viaje. En Damasco, los sirios los recibieron como aliados para luchar contra la creciente población judía. En Irán, sus investigadores visitaron ruinas persas, así como Babilonia, donde quedaron maravillados al intuir una posible conexión aria. En Finlandia estudiaron antiguos cantos paganos. Baviera les ofreció pinturas rupestres y pruebas de la existencia de cromañones, los cuales, para la Ahnenerbe, eran arios sin lugar a dudas. Se analizaron más pinturas rupestres en Francia, donde, como observó un comentarista, «Himmler y muchos otros nazis soñaron con hallarse bajo el oscuro amparo de los antepasados».
Asia, sin embargo, despertó auténtica fascinación.
La Ahnenerbe creía que los primeros arios habían conquistado gran parte de China y Japón, y que el propio Buda era un descendiente ario. Una importante expedición al Tíbet proporcionó miles de fotografías, moldes de cabezas y medidas de cuerpos, además de animales exóticos y especímenes de plantas, todo ello recogido con la esperanza de demostrar su ascendencia. Viajes adicionales a Bolivia, Ucrania, Irán, Islandia y las islas Canarias no llegaron a hacerse realidad, aunque se detallaban elaborados planes para cada uno de ellos.
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