Steve Berry - La búsqueda de Carlomagno

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La búsqueda de Carlomagno: краткое содержание, описание и аннотация

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Una civilización desconocida enterrada bajo el hielo de la Antártida esconde un misterio que Carlomagno dejó escrito. Un secreto revelador y de una gran importancia para la humanidad está a punto de ser descubierto…
Cotton Malone intenta descubrir la verdad sobre su padre, que murió en un submarino que se perdió en el Antártida en los años 70. Pronto aparecen otros involucrados en la búsqueda: dos gemelas alemanas y un aliado del presidente de los EE.UU. Pero cada uno de ellos tiene sus propios motivos. Después de investigar pistas en un par de iglesias antiguas en Alemania y Francia descubren pruebas de una civilización desconocida y muy avanzada que vivía en la Antártida antes de que desapareciera cubierta por el hielo.
Una novela trepidante, una búsqueda épica que llevará al lector desde Alemania, hasta Francia, EE.UU. y Antártida.

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El aludido estaba agitado.

– Azimut de la señal, doscientos cuarenta grados.

Su mirada vagó por un continente muerto envuelto en una capa de hielo de más de un kilómetro y medio de grosor. Trece grados bajo cero y casi era verano. ¿Una señal? ¿Allí? Imposible. Se hallaban a quinientos metros tierra adentro de donde habían dejado el bote, el terreno era tan plano y ancho como el mar; no era posible saber si debajo había agua o tierra. Más adelante, a la derecha, se alzaban montañas dentadas en el blanco resplandeciente de la tundra.

– Señal confirmada a doscientos cuarenta grados -repitió Rowland.

– ¡Sayers!

Ramsey llamó al tercer miembro del equipo.

El teniente se hallaba unos cincuenta metros por delante, buscando grietas. La percepción era un problema constante: nieve blanca, cielo blanco, hasta el aire era blanco con continuas nubes de vaho. Aquél era un lugar de desolación momificada al que el ojo humano estaba tan poco acostumbrado como a la oscuridad.

– Es el maldito submarino -afirmó Rowland, con la atención aún centrada en el receptor.

Ramsey todavía podía sentir el tremendo frío que lo envolvía en aquella tierra sin sombras donde se materializaban en el acto masas de niebla de un verde grisáceo. Se habían visto acosados por el mal tiempo, los techos bajos, las densas nubes y el incesante viento. No había parado de comparar la furia de los inviernos del hemisferio norte que había vivido desde entonces con la intensidad de un día cualquiera en la Antártida. Había pasado allí cuatro días…, cuatro días que no olvidaría jamás.

«Ni se lo imagina», había sido su respuesta a la pregunta de Dorothea Lindauer.

Clavó la vista en la caja fuerte.

Junto a las carpetas había un diario de a bordo.

Treinta y ocho años antes, el reglamento de la Marina exigía que los comandantes de todas las embarcaciones que se hicieran a la mar llevaran uno.

Sacó el diario.

TREINTA

Atlanta 7.22 horas

Stephanie despertó de un sueño profundo a Edwin Davis. Éste se incorporó sobresaltado, desorientado hasta que cayó en la cuenta de dónde estaba.

– Roncas -comentó ella.

Lo había oído durante la noche incluso a través de una puerta cerrada y con el pasillo por medio.

– Eso me han dicho. Me pasa cuando estoy muy cansado.

– Y ¿quién te lo ha dicho?

Él se restregó los ojos para despabilarse. Estaba tumbado en la cama completamente vestido, el móvil al lado. Habían vuelto a Atlanta poco antes de medianoche, en el último vuelo que salía de Jacksonville. Davis había sugerido ir a un hotel, pero ella había insistido en que se quedara en su cuarto de invitados.

– No soy un monje -aseguró él.

Stephanie no sabía gran cosa de su vida privada. Sí sabía que no estaba casado, pero ¿lo había estado? ¿Tenía hijos? Sin embargo, ése no era momento para curiosear.

– No te vendría mal afeitarte.

Él se frotó el mentón.

– Muy amable por mencionarlo.

Stephanie fue hacia la puerta.

– Hay toallas y alguna maquinilla de afeitar, aunque de chica, me temo, en el baño del pasillo.

Ella ya se había duchado y vestido, estaba lista para lo que pudiera depararle el día.

– Sí, señora -repuso él al tiempo que se levantaba-. Es usted muy eficiente.

Ella lo dejó, entró en la cocina y encendió el televisor, que descansaba en la encimera. Por regla general no desayunaba mucho más que una magdalena o unos cereales, y odiaba el café. Si bebía algo caliente, solía ser té verde. Debía ponerse en contacto con el despacho. No tener prácticamente personal ayudaba en materia de seguridad, pero era una lata a la hora de delegar.

«…va a resultar interesante -decía una reportera de la CNN-. «El presidente Daniels expresó recientemente su contrariedad con la Junta de Jefes de Estado Mayor. En un discurso pronunciado hace dos semanas dio a entender que tal vez ni siquiera fuera necesaria toda esa cadena de mando.»

En la pantalla se vio a Daniels delante de un estrado azul.

«No están al mando de nada -dijo con su voz de barítono, marca de la casa-. Son consejeros, políticos, repetidores de política, no responsables de su formulación. No me malinterpreten, siento un profundo respeto por esos hombres. Es la institución en sí la que me da quebraderos de cabeza. No cabe duda de que el talento de los oficiales que conforman la Junta de Jefes podría utilizarse mejor en otras funciones.»

De nuevo apareció la reportera, una morena vivaracha.

«Todo lo cual hace que nos preguntemos si cubrirá, y cómo cubrirá la vacante que ha quedado tras el inesperado fallecimiento del almirante David Sylvian.»

Davis entró en la cocina y clavó la vista en el televisor.

Ella notó su interés.

– ¿Qué ocurre?

Él guardó un silencio hosco, estaba preocupado, y finalmente repuso:

– Sylvian es el hombre que tenía la Marina en la Junta de Jefes.

Stephanie no lo entendía. Había leído lo del accidente de moto y las heridas de Sylvian.

– Es una pena que haya muerto, Edwin, pero ¿qué sucede?

El viceconsejero se metió la mano en el bolsillo y sacó el móvil. Tras pulsar unas teclas dijo:

– Necesito saber cómo murió el almirante Sylvian, la causa exacta, y de prisa.

Puso fin a la llamada.

– ¿Te importaría explicármelo? -pidió ella.

– Stephanie, hay más con respecto a Langford Ramsey. Hace unos seis meses el presidente recibió una carta de la viuda de un teniente de la Marina…

El teléfono emitió un breve sonido. Davis consultó la pantalla y lo cogió. Tras escuchar unos instantes, colgó.

– Ese teniente trabajaba en el Tribunal de Cuentas de la Marina, y había observado irregularidades: varios millones de dólares habían pasado de banco en banco y al final habían desaparecido sin más. Todas las cuentas estaban asignadas a los servicios de inteligencia de la Marina, al despacho de su director.

– Inteligencia funciona con dinero encubierto -apuntó ella-. Yo tengo varias cuentas ocultas que utilizo para efectuar pagos externos, contratar personal, esa clase de cosas.

– Ese teniente murió dos días antes de la cita que tenía concertada para informar a sus superiores. Su viuda estaba al tanto de parte de lo que él había descubierto y no se fiaba de nadie del Ejército, de manera que escribió al presidente expresando una súplica a título personal, y la carta me llegó a mí.

– Y cuando viste lo de agencia de servicios de inteligencia de la Marina se dispararon todas las alarmas en tu cabeza. Y ¿qué encontraste al investigar esas cuentas?

– No fui capaz de dar con ellas.

Ella había experimentado una frustración similar: bancos de diversas partes del mundo eran tristemente célebres por borrar cuentas, naturalmente, siempre y cuando el titular pagara lo suficiente.

– Entonces, ¿qué es lo que te ha puesto de tan mala leche ahora?

– El teniente cayó muerto en su casa mientras veía la tele. Su mujer fue a comprar y cuando volvió lo encontró muerto.

– Esas cosas pasan, Edwin.

– Sufrió una bajada de tensión. Tenía un soplo en el corazón por el que había recibido tratamiento, y sí, tienes razón, esas cosas pasan. La autopsia no encontró nada. Con su historia y sin pruebas de que fuera un asesinato, determinar cuál fue la causa de la muerte parecía sencillo.

Ella esperaba.

– Acaban de decirme que el almirante David Sylvian murió de una bajada de tensión severa.

En su cara se mezclaban el asco, la ira y la frustración.

– Demasiada coincidencia en tu opinión, ¿no? -inquirió Stephanie.

Él asintió.

– Tú y yo sabemos que Ramsey controlaba las cuentas que encontró ese teniente, y ahora hay una vacante en la Junta de Jefes de Estado Mayor.

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