Steve Berry - La búsqueda de Carlomagno

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Una civilización desconocida enterrada bajo el hielo de la Antártida esconde un misterio que Carlomagno dejó escrito. Un secreto revelador y de una gran importancia para la humanidad está a punto de ser descubierto…
Cotton Malone intenta descubrir la verdad sobre su padre, que murió en un submarino que se perdió en el Antártida en los años 70. Pronto aparecen otros involucrados en la búsqueda: dos gemelas alemanas y un aliado del presidente de los EE.UU. Pero cada uno de ellos tiene sus propios motivos. Después de investigar pistas en un par de iglesias antiguas en Alemania y Francia descubren pruebas de una civilización desconocida y muy avanzada que vivía en la Antártida antes de que desapareciera cubierta por el hielo.
Una novela trepidante, una búsqueda épica que llevará al lector desde Alemania, hasta Francia, EE.UU. y Antártida.

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– Obedecí las órdenes que me fueron dadas y lo hice bien. Siempre cumplí las órdenes. Pero de eso hace mucho tiempo, así que, ¿qué es lo que quieren saber?

– Sabemos que al Holden le fue ordenado zarpar a la Antártida en noviembre de 1971. Fueron en busca de un submarino -contó Stephanie.

Alexander puso cara de asombro.

– ¿De qué diablos están hablando?

– Hemos leído el informe que elaboró la comisión de investigación sobre el hundimiento del Blazek, o el NR-1 A, si prefiere llamarlo así, y menciona específicamente que usted y el Holden emprendieron la búsqueda.

Alexander les dirigió una mirada que encerraba una mezcla de curiosidad y enemistad.

– Mis órdenes eran dirigirnos al mar de Weddell, obtener lecturas de sonar y estar alerta por si se producían anomalías. Llevaba a bordo a tres pasajeros y me mandaron satisfacer sus necesidades sin hacer preguntas. Y así lo hice.

– ¿Nada de un submarino? -insistió Stephanie.

El anciano negó con la cabeza.

– Ni por asomo.

– ¿Qué fue lo que encontró? -se interesó Davis.

– Nada en absoluto. Me pasé dos semanas con el culo congelado.

Junto al asiento de Alexander había una botella de oxígeno -Stephanie se preguntó qué pintaría ahí-, y en la pared de enfrente, una colección de tratados médicos llenaba una estantería. Alexander no daba la impresión de estar mal de salud, y su respiración parecía normal.

– No sé nada de un submarino -repitió el hombre-. Me acuerdo de que por aquel entonces se hundió uno en el Atlántico Norte. Y fue el Blazek, sí, lo recuerdo, pero mi misión no tenía nada que ver con eso. Navegábamos por el sur del Pacífico y nos desviamos a Sudamérica, donde recogimos a los tres pasajeros. Después nos dirigimos al sur, como estaba previsto.

– ¿Cómo era el hielo? -preguntó Davis.

– Aunque casi era verano, son aguas difíciles. Aquello parecía un congelador y había icebergs por todas partes. Pero es bonito, la verdad.

– ¿No se enteró de nada mientras estuvo allí? -preguntó ella.

– No es a mí a quien tienen que preguntar eso. -Su semblante se había suavizado, como si hubiera concluido que quizá no fuesen el enemigo-. En esos informes que han leído, ¿no se menciona a tres pasajeros?

Davis cabeceó.

– Ni una palabra. Tan sólo a usted.

– Típico de la puta Marina. -De su rostro se borró la mirada impasible-. Mis órdenes eran llevar a esos tres a donde quisieran ir. Desembarcaron varias veces, pero cuando volvieron no dijeron nada.

– ¿Llevaban algún equipo consigo?

Alexander asintió.

– Trajes de buzo para inmersión en aguas frías y botellas. Después del cuarto desembarco dijeron que podíamos irnos.

– ¿Ninguno de sus hombres fue con ellos?

Alexander negó con la cabeza.

– Ni hablar. No les estaba permitido. Esos tres tenientes lo hicieron todo. De lo que quiera que se tratase.

Stephanie sopesó esa rareza, pero en el Ejército pasaban cosas extrañas a diario. Con todo y con eso, tenía que hacer la pregunta del millón:

– ¿Quiénes eran?

Ella vio que la consternación se apoderaba del anciano.

– Nunca he hablado de esto antes, ¿saben? -Parecía incapaz de ocultar su abatimiento-. Quería llegar a capitán de navío, lo merecía, pero la Marina no opinaba lo mismo.

– Eso fue hace mucho tiempo -apuntó Davis-. No podemos hacer gran cosa para cambiar el pasado.

Stephanie se preguntó si Davis se refería a la situación de Alexander o a la suya propia.

– Esto debe de ser importante -comentó el anciano.

– Lo bastante como para que estemos aquí hoy.

– Uno era un tipo llamado Nick Sayers; otro, Herbert Rowland. Unos gallitos, los dos, como la mayoría de los tenientes.

Ella mostró su conformidad en silencio.

– ¿Y el tercero? -inquirió Davis.

– El más chulo de todos, no soportaba a ese capullo. El problema es que siguió adelante y llegó a capitán, y luego obtuvo las estrellas de oro. Se llamaba Ramsey, Langford Ramsey.

VEINTIUNO

Las nubes me invitan, la niebla me reclama. El curso de las estrellas me apremia, y los vientos hacen que levante el vuelo y ascienda hacia el cielo. Me siento atraído por una pared de cristal y me veo rodeado de lenguas de hielo. Me siento atraído por un templo cuyos muros son como un suelo de mosaico hecho de piedra; su techo es como el camino de los astros. Las paredes desprenden calor, el miedo me invade y mi cuerpo se estremece. Caigo de bruces y veo un trono elevado, tan cristalino como el resplandeciente sol. Lo ocupa el gran consejero, y sus vestiduras brillan más que el sol y son más blancas que la nieve. El gran consejero me dice: «Eginardo, escriba recto, aproxímate y escucha mi voz. -Me habla en mi lengua, lo cual es sorprendente-. Igual que Él creó al hombre y le dio la capacidad de comprender la palabra de la sabiduría, también me creó a mí. Sé bienvenido a nuestra tierra. Tengo entendido que eres un erudito. De ser así, podrás comprender los secretos de los vientos, cómo se dividen para soplar por la tierra, y los secretos de las nubes y el rocío. Podemos enseñarte cosas del sol y la luna, de dónde provienen y adonde van, y su glorioso retorno, y cómo uno es superior a la otra y su imponente órbita, y cómo no abandonan su órbita y no añaden nada a ésta y no le arrebatan nada y cumplen con la palabra que se han dado de conformidad con el juramento que los une.»

Malone estuvo escuchando mientras Christl traducía el texto en latín y luego preguntó:

– ¿Cuándo fue escrito?

– Entre 814, cuando murió Carlomagno, y 840, cuando murió Eginardo.

– Imposible: habla de las órbitas del sol y la luna y de su relación. Esas nociones astronómicas aún no se habían desarrollado; por aquel entonces se habrían considerado herejía.

– Eso es cierto en el caso de los que vivían en Europa occidental, pero la situación era distinta para quienes vivían en otras partes del planeta y no estaban oprimidos por la religión.

Malone seguía siendo escéptico.

– Deje que lo sitúe en un contexto histórico -pidió ella-. Los dos hijos mayores de Carlomagno fallecieron antes que él; el tercero, Luis el Piadoso, heredó el Imperio carolingio. Los hijos de Luis se pelearon con su padre y también entre sí. Eginardo sirvió a Luis con lealtad, igual que hizo con el emperador, pero estaba tan harto de las luchas intestinas que se apartó de la corte y pasó el resto de sus días en una abadía que le regaló Carlomagno. Fue durante esa época cuando escribió su biografía de Carlomagno y -sostuvo en alto el antiguo volumen- este libro.

– En el que relataba un gran viaje, ¿no? -preguntó Malone.

Ella asintió.

– ¿Quién dice que es real? Suena a fantasía pura y dura.

Christl Falk negó con la cabeza.

– Su Vida de Carlomagno es una de las obras más afamadas de todos los tiempos, todavía se imprime. Eginardo no era conocido por escribir ficción, y se tomó muchas molestias para ocultar estas palabras.

Malone seguía sin estar convencido.

– Sabemos muchas cosas acerca de las obras de Carlomagno -dijo ella-, pero poco de sus creencias íntimas. Hasta nosotros no ha llegado nada fiable al respecto. Sí sabemos que le encantaban las historias y las epopeyas de la Antigüedad. Con anterioridad a su época, los mitos se conservaban oralmente; él fue el primero en ordenar que se pusieran por escrito, y sabemos que Eginardo supervisó el proceso. Pero Luis, tras heredar el trono, destruyó todos esos textos debido a su contenido pagano. La destrucción de esos escritos debió de disgustar a Eginardo, de manera que se aseguró de que este libro sobreviviera.

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