Malone redujo la velocidad.
– No, no es así: la mayor parte de las veces tropezamos con las cosas.
Ella negó con la cabeza.
– Las mayores revelaciones humanas empezaron con una teoría sencilla: mire la evolución. Sólo después de que Darwin formulara sus ideas empezamos a reparar en cosas que reforzaban su teoría. Copérnico propuso una forma radicalmente distinta de entender el sistema solar, y cuando por fin miramos nos dimos cuenta de que tenía razón. Con anterioridad a los últimos cincuenta años nadie creía en serio que pudiera habernos precedido una civilización avanzada, se consideraba un disparate, de manera que la prueba se pasó por alto sin más.
– ¿Qué prueba?
Ella sacó del bolsillo el libro de Eginardo.
– Ésta.
Marzo de 800. Carlomagno se dirige al norte desde Aquisgrán. Nunca antes se ha aventurado al mar Gálico en esta época del año, cuando los gélidos vientos del norte azotan la costa y la pesca es pobre. Sin embargo, insiste en emprender el viaje. Tres soldados y yo lo acompañamos, y el trayecto dura la mayor parte del día. Una vez allí, el campamento se monta al otro lado de las dunas, en el lugar de costumbre, el cual ofrece escasa protección frente a un fuerte temporal. A los tres días de llegar se avistan velas, y pensamos que los barcos son daneses o forman parte de la flota sarracena que amenaza el imperio por el norte y el sur. Pero al cabo el rey grita alborozado y espera en la playa mientras los barcos alzan los remos y unas embarcaciones de menor tamaño reman hacia la costa portando a los observadores. Al frente está Uriel, que reina en el Tártaro. Lo acompañan Rafael, el ángel de las almas de los hombres, y Raguel, el que toma venganza del mundo de las luminarias, y Miguel, destinado a los mejores de los hombres y el caos, y Saraquiel, nombrado para los espíritus. Visten gruesos mantos, pantalones y botas de pieles. Llevan el rubio cabello cortado y peinado con esmero. Carlomagno da un fuerte abrazo a cada uno de ellos. El rey hace numerosas preguntas que Uriel contesta. Al rey se le permite subir a los barcos, que están hechos de resistente madera y calafateados con brea, y él admira su solidez. Nos dicen que se construyen lejos de su tierra, donde crecen árboles en abundancia. Aman el mar y lo conocen mucho mejor que nosotros. Miguel despliega para el rey mapas de lugares cuya existencia nosotros ignoramos y nos revelan cómo se guían sus barcos. Miguel nos muestra un hierro puntiagudo que descansa en una madera que flota en una concha de agua e indica el camino por el mar. El rey quiere saber cómo puede ser, y Miguel le explica que el metal es atraído a una dirección concreta y señala al norte. Se gire donde se gire la concha, la punta de hierro siempre encuentra esa dirección. La visita dura tres días, y Uriel y el rey hablan largo y tendido. Yo trabo amistad con Rafael, que hace las veces de consejero de Uriel, como hago yo con el rey. Rafael me habla de su tierra, donde conviven el fuego y el hielo, y yo le digo que me gustaría ver ese lugar.
– Los «observadores» es el nombre que Eginardo dio a las gentes de la civilización uno -aclaró ella-. También los llama «santos». Tanto él como Carlomagno creían que venían del cielo.
– ¿Quién dice que no eran sino otra cultura cuya existencia ya conocemos?
– ¿Conoce alguna sociedad que utilizara un alfabeto o un idioma similar al que vio en el libro de Dorothea?
– Ésa no es una prueba concluyente.
– ¿Existía alguna sociedad de navegantes en el siglo IX? Sólo la vikinga, pero éstos no eran vikingos.
– No sabe quiénes eran.
– No, no lo sé, pero sí sé que Carlomagno ordenó que enterrasen con él el libro que Dorothea le enseñó a usted. Al parecer era lo bastante importante como para mantenerlo apartado de todo el mundo salvo de los emperadores. Eginardo se tomó muchas molestias para esconderlo. Basta con decir que contiene información adicional que explica el verdadero motivo por el cual los nazis fueron a la Antártida en 1938 y por el cual nuestros padres volvieron en 1971.
La abadía surgió ante sus ojos, aún iluminada en medio de la interminable noche.
– Aparque allí -pidió ella, y Malone así lo hizo.
No los seguía nadie.
Christl Falk abrió la portezuela.
– Deje que le enseñe lo que, estoy segura, Dorothea no le enseñó.
Washington, D. C. 20.20 horas
A Ramsey le encantaba la noche. Diariamente cobraba vida alrededor de las seis de la tarde, sus mejores ideas y sus acciones más determinantes siempre se fraguaban con la oscuridad. Dormir era necesario, aunque por regla general no necesitaba más de cuatro o cinco horas, lo justo para descansar el cerebro, pero no tanto como para perder el tiempo. Además, la noche le brindaba privacidad, ya que era mucho más fácil saber si a alguien le interesaban los asuntos de uno a las dos de la madrugada que a las dos de la tarde. Ésa era la razón de que sólo se reuniera con Diane McCoy de noche.
Vivía en una modesta casa adosada de Georgetown que le alquilaba a un viejo amigo al que le gustaba tener de inquilino a un almirante con cuatro estrellas. Efectuaba un barrido electrónico de las dos plantas en busca de dispositivos de escucha al menos una vez al día…, especialmente antes de que lo visitara Diane.
Había tenido la suerte de que Daniels la nombrara viceconsejera de Seguridad Nacional. Sin duda estaba cualificada, era licenciada en relaciones internacionales y economía internacional y políticamente se relacionaba tanto con la izquierda como con la derecha. Había llegado de Asuntos Exteriores como parte de la reestructuración del año anterior, cuando la carrera de Larry Daley se truncó bruscamente. A él le caía bien Daley, un individuo sobornable, pero Diane era mejor: lista, ambiciosa y determinada a mantenerse durante más de los tres años que quedaban del último mandato de Daniels.
Por suerte, él podía proporcionarle esa oportunidad. Y ella lo sabía.
– Las cosas se han puesto en marcha -informó Ramsey.
Estaban a sus anchas en el estudio, con el fuego crepitando en la chimenea de ladrillo. Fuera había menos de tres grados bajo cero. Todavía no había nevado, pero no faltaba mucho para que lo hiciera.
– Dado que no sé mucho de esas cosas -contestó McCoy-, intuyo que serán buenas.
Él sonrió.
– Y lo tuyo, ¿cómo va? ¿Puedes concertar la cita?
– El almirante Sylvian no ha desaparecido aún. Está hecho polvo por el accidente de moto, pero se espera que se recupere.
– Conozco a David: estará fuera de combate durante meses y no querrá que su cargo quede desatendido durante ese tiempo. Presentará la dimisión. -Hizo una pausa-. Eso si no se muere antes.
McCoy sonrió: era una rubia apacible con pinta de competente y unos ojos que irradiaban seguridad en sí misma. A Ramsey le gustaba eso de ella. Modesta en apariencia, sencilla, serena y, sin embargo, peligrosa como un demonio. Se sentó, la espalda bien recta, un whisky con soda en la mano.
– Me atrevo a pensar que puedes hacer que Sylvian muera -observó.
– Y si es así, ¿qué?
– Que serías un hombre merecedor de respeto.
Él rompió a reír.
– El juego al que estamos a punto de jugar carece de reglas y tiene un único objetivo: ganar. Así que quiero estar seguro con Daniels. ¿Va a cooperar?
– Eso dependerá de ti. Sabes que no es admirador tuyo, pero también estás cualificado para el puesto. Suponiendo, como es natural, que haya una vacante que cubrir.
Él captó su recelo. El plan inicial era sencillo: eliminar a David Sylvian, ocupar su cargo en la Junta de Jefes de Estado Mayor, servir tres años y comenzar con la fase dos. Pero había algo que tenía que saber:
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