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Steve Berry: La búsqueda de Carlomagno

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Steve Berry La búsqueda de Carlomagno

La búsqueda de Carlomagno: краткое содержание, описание и аннотация

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Una civilización desconocida enterrada bajo el hielo de la Antártida esconde un misterio que Carlomagno dejó escrito. Un secreto revelador y de una gran importancia para la humanidad está a punto de ser descubierto… Cotton Malone intenta descubrir la verdad sobre su padre, que murió en un submarino que se perdió en el Antártida en los años 70. Pronto aparecen otros involucrados en la búsqueda: dos gemelas alemanas y un aliado del presidente de los EE.UU. Pero cada uno de ellos tiene sus propios motivos. Después de investigar pistas en un par de iglesias antiguas en Alemania y Francia descubren pruebas de una civilización desconocida y muy avanzada que vivía en la Antártida antes de que desapareciera cubierta por el hielo. Una novela trepidante, una búsqueda épica que llevará al lector desde Alemania, hasta Francia, EE.UU. y Antártida.

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Se desabrochó el abrigo, sacó una Walther automática y se dirigió hacia la izquierda. El pasillo que tenía delante estaba a oscuras, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Caminó despacio hasta el final del corredor.

Volvió a oír algo. Arañazos. A la derecha. Luego algo más. Metal contra metal. Procedía de la parte trasera de la casa.

Al parecer, eran dos.

Enfiló el pasillo con cautela y decidió que un ataque relámpago tal vez le diera ventaja, sobre todo teniendo en cuenta que, quienquiera que fuese, seguía anunciando su presencia con un continuo tap-tap-tap.

Tomó aire, amartilló el arma e irrumpió en la cocina. En la encimera, a unos tres metros, había un perro. Se trataba de un cruce de gran tamaño, las orejas redondeadas, el pelaje pardo, de un color más claro por debajo, el morro y el cuello blancos.

El animal soltó un gruñido. A la vista quedaron unos colmillos puntiagudos. Mantenía los cuartos traseros en tensión.

Se oyó un ladrido procedente de la parte de delante de la casa. ¿Dos perros?

El que estaba en la encimera se bajó de un salto y salió disparado por la puerta de la cocina.

Él corrió a la parte delantera de la casa y llegó justo cuando el otro animal salía por una ventana abierta. Exhaló un suspiro. «Ramsey.»

Fue como si la brisa se hubiese tornado vocales y consonantes que a continuación pronunciara. No claramente ni en voz alta, tan sólo allí.

¿O tal vez no?

Se obligó a pasar por alto algo tan absurdo y salió del salón delantero, enfiló un pasillo y dejó atrás más habitaciones con muebles cubiertos con fundas y papel pintado abombado debido al paso del tiempo. Vio un viejo piano sin tapar. Los cuadros proyectaban un vacío fantasmagórico desde sus fundas de tela. Se preguntó cómo serían y se detuvo para echar un vistazo a unos cuantos: grabados en sepia de la guerra civil. Uno era de Monticello; otro, del monte Vernon.

En el comedor vaciló e imaginó a grupos de hombres blancos dos siglos antes dándose un atracón de filetes y bizcocho templado. Tal vez después se sirvieran whiskies con soda en el salón y se jugara una partida de bridge mientras un brasero caldeaba el aire dejando un olor a eucaliptus. Naturalmente, los antepasados de Ramsey estarían fuera, congelándose en los barracones de los esclavos.

Recorrió con la mirada un largo pasillo y se sintió atraído por una estancia del fondo. Comprobó el suelo, pero el polvo era lo único que cubría la madera.

Se detuvo al llegar al final, ante la puerta.

Por una lúgubre ventana se disfrutaba de otra vista de la desnuda pradera. Los muebles, al igual que en las otras habitaciones, estaban todos tapados a excepción de un escritorio. Madera de ébano, vetusta y deslucida, la marquetería recubierta de una capa de polvo gris azulado. De las paredes color topo colgaban cornamentas de ciervos, y unas sábanas marrones protegían lo que al parecer eran estanterías. En el aire flotaban motas de polvo.

«Ramsey.»

Pero no lo decía el viento.

Tras identificar el origen, fue directo a una silla y le quitó la funda, levantando otra nube neblinosa. En el ajado asiento vio una grabadora con una cinta a la mitad.

Agarró la pistola con más fuerza.

– Ya veo que has encontrado mi fantasma -dijo una voz.

Ramsey se volvió y descubrió a un hombre en la puerta. De baja estatura, cuarenta y tantos años, el rostro redondo y la tez tan blanca como la nieve que se avecinaba. El cabello, negro y ralo, alisado, lucía mechones plateados.

Y sonreía. Como siempre.

– ¿A qué viene tanto teatro, Charlie? -preguntó Ramsey mientras se guardaba el arma.

– Es mucho más divertido que decir «hola», y me encantaron los perros. Creo que les gusta esto.

Llevaban quince años trabajando juntos y Ramsey ni siquiera sabía cuál era su verdadero nombre. Sólo lo conocía como Charles C. Smith hijo, con énfasis en lo de «hijo». Una vez preguntó por Smith padre y el otro le largó una historia familiar durante media hora que sin duda era una patraña.

– ¿De quién es este sitio? -inquirió Ramsey.

– Ahora, mío. Lo compré hace un mes. Pensé que un refugio en el campo sería una buena inversión. Me estoy planteando acondicionarlo y alquilarlo. Lo voy a llamar «Bailey Mill».

– ¿Acaso no te pago lo suficiente?

– Hay que diversificar, almirante. No se puede vivir dependiendo sólo de un cheque. Bolsa, propiedades, ésa es la manera de estar preparado para la vejez.

– Arreglar esto costará una fortuna.

– Ya que lo mencionas, debido a una subida anticipada del precio del carburante, a unos gastos de desplazamiento más altos de lo previsto y a un incremento general de los costes, vamos a experimentar un ligero aumento de tarifas. Aunque es nuestra firme intención impedir que se disparen los gastos y seguir proporcionando un extraordinario servicio de atención al cliente, nuestros accionistas exigen que mantengamos un margen de beneficios aceptable.

– Vaya una sarta de gilipolleces, Charlie.

– Además, este sitio me ha costado una fortuna, y necesito más dinero.

Sobre el papel, Smith era un asalariado que realizaba servicios de vigilancia especializada en el extranjero, donde la legislación en materia de intervenciones telefónicas era laxa, en particular en Asia Central y Oriente Próximo, así que a Ramsey le importaba un bledo lo que cobrara.

– Mándame la factura. Y ahora, escucha: ha llegado el momento de actuar.

Se alegraba de que todo el trabajo preliminar se hubiese realizado a lo largo del año anterior. Los informes estaban listos; los planes, desarrollados. Sabía que acabaría presentándose la oportunidad, no cuándo ni cómo, tan sólo que se presentaría.

Y así había sido.

– Empieza por el objetivo principal, tal y como hemos hablado, y luego ve al sur por los dos siguientes.

Smith se cuadró, burlón.

– Entendido, capitán Sparrow, nos haremos a la mar y navegaremos viento en popa.

Ramsey no le hizo el menor caso al muy idiota.

– No nos pondremos en contacto hasta que estén todos liquidados. Limpiamente, Charlie. Limpiamente.

– Si no queda satisfecho, le devolvemos su dinero. La satisfacción del cliente es nuestra máxima prioridad.

Algunas personas sabían componer canciones, escribir novelas, pintar, esculpir o dibujar. Smith mataba, y lo hacía con un talento inigualable. Y si no fuera porque Charlie Smith era el mejor asesino que conocía, Ramsey se habría cargado a ese imbécil hacía tiempo.

Con todo, decidió dejar absolutamente clara la gravedad de la situación, de manera que amartilló la Walther y encañonó a Smith al rostro. Le sacaba más de quince centímetros, así que Ramsey bajó la mirada y espetó:

– No la fastidies. Me trago tus bobadas y te dejo desvariar, pero no se te ocurra fastidiarla.

Smith levantó las manos fingiendo rendirse.

– Por favor, señorita Escarlata, no me pegue. Por favor, no me pegue… -dijo en un tono agudo y coloquial, un burdo remedo de Butterfly McQueen.

A Ramsey no le hacía gracia esa clase de humor, así que siguió apuntándolo con la pistola.

Smith rompió a reír.

– Vamos, almirante, anímate.

Ramsey se preguntó qué haría perder la calma a ese tipo mientras se metía el arma bajo el abrigo.

– Tengo una pregunta -dijo Smith-. Importante. Algo que debo saber.

Su interlocutor quedó a la espera.

– ¿Bóxers o slips?

Ya había tenido bastante. Ramsey dio media vuelta y salió de la habitación. Smith volvió a reír.

– Venga, almirante, ¿bóxers o slips? ¿O acaso eres de esos a los que les gusta ir sueltos? La CNN dice que el diez por ciento de los hombres no usa ropa interior. Ése soy yo: siempre suelto.

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