Uno de los motivos por los que había ido allí eran el cetro y la corona, pues no esperaba encontrar más que huesos.
Sin embargo, las cosas habían dado un giro.
Reparó en unas hojas unidas que descansaban en el regazo del emperador. Se aproximó al estrado con cautela y vio un pergamino iluminado, la escritura y la decoración desvaídas, pero todavía legibles.
– ¿Alguien sabe latín? -preguntó.
Uno de los obispos asintió, y Otón le indicó que se acercara. Dos dedos de la enguantada mano izquierda del cuerpo señalaban un pasaje de la página.
El obispo ladeó la cabeza y lo estudió:
– Es el Evangelio de san Marcos.
– Leedlo.
– «¿Y qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo y perder su alma?»
Otón dirigió una penetrante mirada al cuerpo. El papa le había dicho que los símbolos de Carolus Magnus serían las herramientas ideales para recuperar el esplendor del Sacro Imperio romano. Nada dotaba al poder de más mística que el pasado, y él tenía delante un pasado glorioso. Eginardo había descrito a ese hombre como imponente, atlético, cuadrado de hombros, el pecho ancho como el de un corcel, de ojos azules, cabello castaño, semblante rubicundo, tremendamente activo, inmune a la fatiga, con una energía y unas dotes de mando que incluso estando en reposo, como era el caso, intimidaban al tímido y al inactivo. Ahora entendía la verdad que encerraban esas palabras.
Se le pasó por la cabeza la otra razón de su visita.
Echó un vistazo a la cripta.
Su abuela, que había fallecido hacía unos meses, le contó la historia que su abuelo, Otón I, le había relatado a ella. Algo que sólo sabían los emperadores: que Carolus Magnus había ordenado que lo enterrasen con ciertos objetos. Muchos estaban al tanto de la espada, el escudo y el fragmento de la Santa Cruz, pero lo del pasaje de san Marcos constituía una sorpresa.
Entonces lo vio. El verdadero motivo de su visita. En una mesa de mármol.
Se acercó, le tendió la antorcha a Von Lomello y clavó la vista en un pequeño libro cubierto de polvo. La tapa lucía un símbolo, uno que le había descrito su abuela.
Abrió el volumen con cuidado. En las páginas vio símbolos, dibujos extraños y un texto indescifrable.
– ¿Qué es, sire? -preguntó Von Lomello-. ¿Qué lengua es ésa?
Por regla general, no habría permitido semejante interrogatorio; los emperadores no admitían preguntas. Sin embargo, la dicha de haber encontrado aquello de cuya existencia le había hablado su abuela le produjo un inmenso alivio. El papa pensaba que las coronas y los cetros conferían poder, pero, de creer a su abuela, esas extrañas palabras y símbolos eran más poderosos incluso. De manera que le dio al conde la misma respuesta que su abuela le había dado a él:
– Es la lengua del cielo.
Malone escuchaba con escepticismo.
– Dicen que Otón le cortó las uñas, le sacó un diente, hizo sustituir la punta de la nariz por oro y después selló la tumba.
– Da la impresión de que no se cree usted la historia -observó él.
– A esa época no se la llamó los años oscuros en vano. ¿Quién sabe?
En la última página del libro Malone vio el mismo motivo que, según le había descrito ella, aparecía en el escudo encontrado en la tumba: una curiosa combinación de las letras «K», «R», «L» y «S», pero con algo más. Le preguntó al respecto.
– Es la firma completa de Carlomagno -contestó ella-. La «A» de Carolus se halla en el centro de la cruz. Un escriba añadiría las palabras a izquierda y derecha. Signum Caroli gloriosissimi regis: «La marca del más glorioso rey Carlos.»
– ¿Es éste el libro de la tumba?
– Sí.
Atlanta, Georgia
Stephanie vio que Edwin Davis se revolvía en su silla, a todas luces incómodo.
– Dime, Edwin -se oyó a Daniels por el altavoz-, ¿qué está pasando?
– Es complicado.
– Fui a la universidad, estuve en el Ejército, ejercí como gobernador y senador de Estados Unidos. Creo que podré con ello.
– Necesito hacer esto solo.
– Si de mí dependiera, Edwin, te diría que adelante, sin problemas, pero Diane está de los nervios y los servicios de inteligencia de la Marina hacen preguntas que no podemos responder. Normalmente dejaría que los niños resolvieran esto a porrazo limpio en el cajón de arena, pero ya que me han hecho salir al jardín a poner orden, quiero saberlo. ¿De qué va todo esto?
Por el trato que Stephanie había tenido con el viceconsejero de Seguridad Nacional, que no era mucho, Davis siempre parecía transmitir tranquilidad y placidez, pero no en ese momento. Tal vez a Diane McCoy le habría gustado ser testigo del nerviosismo que mostraba, pero Stephanie no estaba disfrutando con el espectáculo.
– Operación «Salto de altura» -dijo Davis-. ¿Qué sabe al respecto?
– Muy bien, me has pillado -admitió el presidente-. Primer asalto para ti.
Davis guardaba silencio.
– Estoy esperando -añadió Daniels.
1946 fue un año de victoria y recuperación. La segunda guerra mundial había terminado y el mundo no volvería a ser el mismo. Los que antes eran enemigos pasaron a ser amigos; los que eran amigos, rivales.
Norteamérica cargó con una nueva responsabilidad, tras tornarse líder mundial de la noche a la mañana. La ofensiva soviética dominaba el panorama político y había comenzado la guerra fría. Sin embargo, desde el punto de vista militar, la Marina norteamericana estaba siendo desmantelada, pieza a pieza. En las grandes bases de Norfolk, San Diego, Pearl Harbor, Yokosuka y Quonset Point todo era pesimismo; destructores, acorazados y portaaviones iban a parar a aguas mansas de puertos remotos. La Armada americana se estaba convirtiendo de prisa en la sombra de lo que había sido tan sólo un año antes.
En medio de semejante caos, el jefe de operaciones navales firmó una increíble serie de órdenes destinadas a forjar el Proyecto de Expansión en la Antártida, que se desarrollaría durante el verano antártico de diciembre de 1946 a marzo de 1947. El nombre en clave era «Salto de altura» y la operación requería que doce barcos y varios miles de hombres se dirigieran al círculo polar antártico para entrenar personal y probar materiales en zonas frías; consolidar y extender la soberanía norteamericana sobre la mayor zona aprovechable del continente antartico; determinar si era factible establecer y mantener bases en el Antártico e investigar posibles emplazamientos; desarrollar técnicas para establecer y mantener bases aéreas en el hielo, prestando especial atención a la aplicabilidad de dichas técnicas a operaciones en Groenlandia, donde, según decían, las condiciones físicas y climatológicas se parecían a las de la Antártida, y ampliar los conocimientos existentes sobre aspectos hidrográficos, geográficos, geológicos, meteorológicos y electromagnéticos.
Los contralmirantes Richard H. Cruzen y Richard Byrd, este último el afamado explorador al que se conocía como el almirante del Antártico, fueron nombrados comandantes de la misión. La expedición se dividiría en tres secciones. El grupo central incluía tres cargueros, un submarino, un rompehielos, el buque insignia de la expedición y un portaaviones, la embarcación a bordo de la cual iba Byrd, y establecería la Pequeña América TV en la plataforma de hielo de la bahía de las Ballenas. A ambos lados se hallaban los grupos este y oeste. El grupo este, constituido en torno a un petrolero, un destructor y un buque nodriza de hidroaviones, avanzaría hacia la longitud cero. El grupo oeste contaría con una composición similar y se dirigiría hacia las islas Balleny para después continuar hacia el oeste rodeando la Antártida hasta unirse con el grupo este. Si todo salía según lo previsto, rodearían la Antártida y al cabo de unas pocas semanas se sabría más de ese gran continente desconocido de lo que había aportado un siglo de exploración previa anterior.
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