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Steve Berry: La búsqueda de Carlomagno

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Steve Berry La búsqueda de Carlomagno

La búsqueda de Carlomagno: краткое содержание, описание и аннотация

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Una civilización desconocida enterrada bajo el hielo de la Antártida esconde un misterio que Carlomagno dejó escrito. Un secreto revelador y de una gran importancia para la humanidad está a punto de ser descubierto… Cotton Malone intenta descubrir la verdad sobre su padre, que murió en un submarino que se perdió en el Antártida en los años 70. Pronto aparecen otros involucrados en la búsqueda: dos gemelas alemanas y un aliado del presidente de los EE.UU. Pero cada uno de ellos tiene sus propios motivos. Después de investigar pistas en un par de iglesias antiguas en Alemania y Francia descubren pruebas de una civilización desconocida y muy avanzada que vivía en la Antártida antes de que desapareciera cubierta por el hielo. Una novela trepidante, una búsqueda épica que llevará al lector desde Alemania, hasta Francia, EE.UU. y Antártida.

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Malone se metió en su coche y la siguió.

Wilkerson apuró su cerveza. Había visto que las cortinas de la ventana de la segunda planta se habían abierto cuando la mujer del funicular pasó por delante del restaurante.

Ciertamente, elegir el momento adecuado lo era todo.

Pensaba que no habría forma de encauzar a Malone.

Pero se equivocaba.

Stephanie estaba furiosa.

– No pienso formar parte de esto -le espetó a Edwin Davis-. Voy a llamar a Cotton. Despídeme, me importa una mierda.

– Ésta no es una visita oficial.

Ella lo miró con suspicacia.

– ¿El presidente no está al corriente?

Él negó con la cabeza.

– Es personal.

– Pues tendrás que decirme por qué.

Sólo había tratado directamente con Davis en una ocasión, y no se había mostrado muy comunicativo; a decir verdad, la había puesto en peligro. Sin embargo, al final se había dado cuenta de que el tipo no era tonto: tenía dos doctorados -uno en historia norteamericana y el otro en relaciones internacionales-, además de excelentes dotes organizativas. Siempre era cortés y campechano, como el propio presidente Daniels. Ella había visto que la gente tendía a subestimarlo, incluida ella misma. Tres secretarios de Estado lo habían utilizado para meter en cintura a sus renqueantes departamentos. En la actualidad trabajaba en la Casa Blanca, ayudando a la administración a concluir los últimos tres años de su segundo mandato.

Sin embargo, ahora, el burócrata de carrera estaba quebrantando reglas abiertamente.

– Creía que yo era la única disidente aquí -observó ella.

– No deberías haber puesto ese expediente en manos de Malone, pero cuando supe que lo habías hecho, decidí que necesitaba un poco de ayuda.

– ¿Para qué?

– Para una deuda que tengo.

– Y que ahora estás en situación de saldar, ¿no? Con tu poder y tus credenciales de la Casa Blanca.

– Algo por el estilo.

Ella suspiró.

– ¿Qué quieres que haga?

– Malone tiene razón: tenemos que averiguar qué fue del Holden y de sus oficiales. Si alguno sigue con vida, es preciso dar con él.

Malone siguió al peugeot. Montañas dentadas veteadas de nieve se alzaban hacia el cielo a ambos lados del camino. Se dirigía hacia el norte, alejándose de Garmisch, por una carretera que ascendía en zigzag. Altos árboles con el tronco negro formaban un pasillo majestuoso, sin duda a Baedeker le habría encantado describir el pintoresco paisaje. Tan al norte y en invierno oscurecía pronto: ni siquiera eran las cinco y la luz ya declinaba.

Cogió un mapa de la región del asiento del acompañante y reparó en que más adelante se encontraba el valle alpino de Ammerge-birge, que se extendía a lo largo de kilómetros a partir de los pies del Ettaler Mandl, un respetable pico de más de mil quinientos metros de altitud. Cerca del Ettaler Mandl había un pueblecito, y Malone redujo la velocidad cuando entró en él siguiendo al Peugeot.

Vio que su presa aparcaba de repente en un hueco ante un sólido edificio blanco de dos plantas regido por la simetría y lleno de ventanas de estilo gótico. En su centro se erguía una imponente cúpula flanqueada por dos torres de menor tamaño, todas ellas rematadas con cobre ennegrecido e inundadas de luz.

Un letrero de bronce anunciaba: «Monasterio de Ettal.»

La mujer se bajó del coche y desapareció tras un arco.

Malone aparcó y fue detrás de ella.

El aire era mucho más frío aquí que en Garmisch, lo que confirmaba que se hallaban a mayor altitud. Debería haber cogido un abrigo más grueso, pero no soportaba esa clase de prendas. La imagen estereotipada del espía con gabardina era ridícula; demasiado restrictiva. Se metió las enguantadas manos en los bolsillos del chaquetón y asió con la derecha la pistola. La nieve crujía bajo sus pies mientras seguía un camino de hormigón que conducía hasta un claustro del tamaño de un campo de fútbol rodeado de más edificios barrocos. La mujer subía a buen paso por un sendero empinado que desembocaba a las puertas de una iglesia. La gente entraba y salía.

Malone echó a correr para alcanzarla, hendiendo un silencio interrumpido únicamente por el golpeteo de las suelas contra el helado pavimento y la llamada de un cuco lejano.

Entró en la iglesia por un portal gótico coronado por un intrincado tímpano en el que se distinguían escenas bíblicas. Sus ojos se clavaron de inmediato en la cúpula, en unos frescos que representaban lo que a todas luces era el cielo. Los muros interiores cobraban vida con estatuas de estuco, querubines y complejos motivos, todos ellos en vivas tonalidades doradas, rosas, grises y verdes, que titilaban como si se hallasen en continuo movimiento. Ya había visto iglesias de estilo rococó antes, la mayoría tan recargadas que el edificio se perdía, pero no era ése el caso: allí lo ornamental parecía supeditado a la arquitectura.

La gente pululaba por el lugar, en los bancos había algunas personas sentadas. La mujer a la que seguía estaba a unos quince metros a su derecha, al otro lado del púlpito, y se dirigía hacia otro tímpano esculpido.

Entró y cerró una pesada puerta de madera tras de sí.

Él se detuvo a sopesar sus opciones.

No tenía elección.

Avanzó hacia la puerta y agarró la manija de hierro. Su mano derecha se aferraba a la pistola, que mantenía oculta en el bolsillo.

Accionó la manija y abrió con cuidado la puerta.

Tras ella se abría una estancia más pequeña, cuyo techo abovedado sostenían esbeltas columnas blancas. Las paredes lucían más decoración rococó, si bien no tan llamativa. Tal vez fuera la sacristía. Una pareja de altos armarios y dos mesas eran los únicos muebles. Junto a una de las mesas había dos mujeres: la del funicular y otra.

– Bienvenido, Herr Malone -saludó la desconocida-. Le estaba esperando.

OCHO

Maryland 12.15 horas

La casa estaba desierta, en los bosques circundantes no había una alma, y sin embargo el viento seguía susurrando su nombre.

«Ramsey.»

Se detuvo.

No era una voz, sino más bien un murmullo que arrastraba el invernal viento. Había entrado en la casa por una puerta trasera que estaba abierta y se hallaba en un espacioso salón salpicado de muebles con la tapicería de un color marrón sucio. Las ventanas de la pared opuesta enmarcaban un paisaje de extensos prados. Seguía teniendo las piernas heladas, el oído fino. Se dijo que no había oído su nombre.

«Langford Ramsey.»

¿De verdad era una voz o tan sólo su imaginación, que se embebía del espeluznante entorno?

Había ido en coche a la campiña de Maryland directamente desde la reunión del club Kiwanis, solo y sin uniforme. Su puesto de jefe de inteligencia de la Marina requería una apariencia más discreta, razón por la cual solía evitar la vestimenta y el conductor oficiales. Fuera, nada en la fría tierra indicaba que alguien hubiese puesto un pie en ella recientemente, y la alambrada se había oxidado hacía tiempo. La casa era un laberinto con añadidos evidentes, muchas de las ventanas tenían los cristales hechos añicos, y en el tejado había un boquete que no tenía pinta de que lo estuvieran reparando. Siglo XIX, supuso él. Sin duda en su día la estructura había sido una elegante casa de campo que ahora estaba condenada a convertirse en una ruina.

El viento seguía soplando. Según los partes meteorológicos, la nieve por fin se dirigía al este. Escrutó el piso de madera para ver si había alguna huella en la mugre, pero tan sólo distinguió sus propias pisadas.

Algo se rompió o cayó en el otro extremo de la casa. ¿Un cristal? ¿Algo metálico? Era difícil de decir. Ya bastaba de tonterías.

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