Todos se sentaron en los sillones neogóticos y en el sofá, que estaban orientados hacia la chimenea. Loring miró a McKoy.
– El mayordomo mencionó algo sobre una excavación el Alemania. El otro día leí un artículo al respecto. Sin duda debe requerir su constante atención. ¿Cómo es que están aquí y no allí?
– Porque allí no hay una mierda que encontrar.
La expresión de Loring delató curiosidad, nada más. McKoy habló a su anfitrión acerca de la excavación, los tres camiones, los cinco cuerpos y las letras en la arena. Mostró a Loring las fotografías que Alfred Grumer había tomado, junto con una más que él había sacado el día anterior, después de que Paul trazara las demás letras hasta formar «loring».
– ¿Tiene alguna explicación de por qué ese tipo moribundo escribió su nombre en la arena? -preguntó McKoy.
– No hay indicación de que lo hiciera. Como ha dicho, todo es mera especulación por su parte.
Paul guardaba silencio, satisfecho con que McKoy dirigiera la carga. Él valoraba las reacciones del checo. Aparentemente, Rachel también estudiaba al anciano y lo hacía con la expresión con que observaba al jurado durante un juicio.
– Sin embargo -dijo Loring-, entiendo que puedan pensar eso. Las pocas letras originales son bastante consistentes.
McKoy capturó la mirada de Loring con la suya.
– Pan Loring, déjeme ir al grano. La Habitación de Ámbar estaba en esa cámara y creo que usted o su padre estuvieron allí. Si conserva usted o no los paneles, ¿quién sabe? Pero pienso que sí llegaron a tenerlos.
– Aunque poseyera tal tesoro, ¿por qué lo admitiría abiertamente ante ustedes?
– No, no lo haría. Pero podría no gustarle que entregara toda esta información a la prensa. He firmado varios acuerdos de producción con agencias de noticias de todo el mundo. La excavación es un desastre evidente, pero esta información es la clase de dinamita que podría permitirme devolver al menos parte de lo que debo a los inversores. Supongo que a los rusos también les interesará mucho. Por lo que he oído, pueden ser, digamos, persistentes en la recuperación de tesoros perdidos…
– ¿Y pensó usted que podría estar dispuesto a pagar por el silencio?
Paul estaba estupefacto. ¿Extorsión? No tenía ni idea de que McKoy había acudido a Checoslovaquia para chantajear a Loring. Al parecer, Rachel era de su opinión.
– Espere, McKoy -dijo ella levantando la voz-. Nunca se habló para nada de extorsión.
– No queremos tener parte en esto -la apoyó Paul.
McKoy no pareció preocuparse.
– Ustedes dos deben seguir con el programa. Lo he pensado durante el camino. Este tío no va a llevarlos a ver la Habitación de Ámbar aunque la tenga. Pero Grumer está muerto. Y tenemos otros cinco muertos en Stod. Sus padres, el suyo, Chapaev, todos muertos. Hay cadáveres por todas partes. -McKoy perforó a Loring con la mirada-. Y creo que este hijo de puta sabe mucho más que la mierda que admite.
Una vena palpitaba en la sien del anciano.
– Es de una grosería extraordinaria para ser un invitado, Pan McKoy. ¿Ha venido a mi casa a acusarme de asesinato y robo? -La voz era firme, pero calmada.
– Yo no le he acusado de nada. Pero sabe mucho más de lo que está dispuesto a admitir. Su nombre lleva años ligado a la Habitación de Ámbar.
– Rumores.
– Rafal Dolinski -respondió McKoy.
Loring guardó silencio.
– Era un periodista polaco que se puso en contacto con usted hace tres años. Le envió el borrador de un artículo en el que estaba trabajando. Un buen tipo. Un hombre estupendo. Muy decidido. Unas semanas después voló por los aires en una mina. ¿Lo recuerda?
– No sé nada de eso.
– Una mina cerca de aquella en la que la jueza Cutler, aquí presente, estuvo a punto de palmar. Y eso si no es la misma.
– He leído algo acerca de esa explosión de hace unos días. Entonces no se me ocurrió conexión alguna.
– Desde luego -respondió McKoy-. Creo que a la prensa le van a encantar todas estas conjeturas. Piense en ello, Loring. Tiene todo el aroma de una gran historia: financiero internacional, tesoro perdido, nazis, asesinatos. Por no mencionar a los alemanes. Si encontró usted la Habitación de Ámbar en su territorio, sin duda querrán recuperarla. Sería una excelente arma negociadora con los rusos.
Paul sintió la necesidad de intervenir.
– Señor Loring, quiero que sepa usted que Rachel y yo no sabíamos nada de esto cuando aceptamos venir aquí. Nuestra única preocupación es descubrir algo acerca de la Habitación de Ámbar, satisfacer la curiosidad generada por el padre de Rachel, nada más. Yo soy abogado y ella jueza. Nunca tomaríamos parte en un chantaje.
– No necesitan explicarse -replicó Loring, que se volvió hacia McKoy-. Quizá tenga usted razón: las especulaciones pueden ser un problema. Vivimos en un mundo en el que la percepción es mucho más importante que la realidad. Me tomaré esta situación más como una forma de seguro que como un chantaje. -Una sonrisa curvó los finos labios del anciano.
– Tómesela como le apetezca. Lo único que quiero yo es que me pague. Tengo un grave problema de liquidez y un montón de cosas que contar a un montón de gente. El precio del silencio aumenta a cada minuto que pasa.
La expresión de Rachel se endureció. Paul supuso que estaba a punto de explotar. McKoy no le había gustado desde el principio. Había sospechado de sus modales arrogantes y le había preocupado que las actividades de ellos se mezclaran con las de él. Paul casi podía oírlo: había sido él quien los había metido en aquel follón y era él quien debía resolverlo.
– ¿Podría hacer una sugerencia? -ofreció Loring.
– Por favor -respondió Paul con la esperanza de que se impusiera una cierta cordura.
– Me gustaría tener algo de tiempo para pensar en esta situación. Sin duda, no habrán pensado regresar ahora a Stod. Quédense a pasar la noche. Cenaremos juntos y después seguiremos hablando.
– Eso sería maravilloso -respondió McKoy rápidamente-. Ya estábamos pensando en buscar alguna habitación por la zona.
– Excelente. Haré que los mayordomos metan sus cosas.
Suzanne abrió la puerta del dormitorio.
– Pan Loring quiere verla en la Habitación de los Antepasados -le dijo en checo un mayordomo-. Debe utilizar usted los pasillos traseros. Evitar los salones principales.
– ¿Dijo por qué?
– Tenemos invitados para la noche. Podría estar relacionado con ellos.
– Gracias. Bajaré inmediatamente.
Cerró la puerta. Qué extraño: los pasillos traseros. El castillo estaba cruzado por pasadizos secretos que la aristocracia habían empleado en el pasado como medio de escape y que ahora usaba el personal al servicio del castillo. Su habitación estaba hacia la parte trasera del complejo, más allá de los salones principales y las zonas vivideras, a medio camino de la cocina y las áreas de trabajo, pasado el punto en que comenzaban los pasadizos secretos.
Salió del dormitorio y bajó dos plantas. La entrada más cercana de los pasillos ocultos se encontraba en una pequeña salita de la planta baja. Se acercó a una pared forrada de madera. Unas intrincadas molduras enmarcaban unas planchas exquisitamente teñidas de nogal libre de nudos. Sobre el hogar gótico encontró el interruptor, que estaba camuflado como parte de la decoración en forma de pergamino. Una sección de la pared junto a la chimenea se abrió como un resorte. Entró en el pasadizo y cerró el panel.
Aquella ruta laberíntica consistía en un pasaje angosto en el que apenas si cabía una persona y que viraba constantemente en ángulos rectos. Cada cierto trecho aparecía resaltada en la piedra la silueta de una puerta que conducía a un pasillo o una sala. Suzanne había jugado allí de niña a ser una princesa bohemia que huía de los invasores infieles que habían atravesado las murallas del castillo. Estaba bien familiarizada con su disposición.
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