– Franz, te estoy contando todo esto como muestra de buena fe. Por desgracia, permití que la presente situación se me escapara de las manos. El intento de Suzanne por matar a Christian y su enfrentamiento de ayer en Stod son un ejemplo de a qué podría llegar todo esto. Podríamos atraer atenciones indeseadas sobre nosotros, por no hablar del club. Había pensado que, si supieras la verdad, podríamos detener este duelo. No hay nada que encontrar en lo referente a la Habitación de Ámbar. Lamento lo sucedido con Christian. Sé bien que Suzanne no quería hacerlo. Actuó siguiendo mis órdenes, unas órdenes que en su momento consideré necesarias.
– Yo también lamento lo que ha sucedido, Ernst. No voy a mentir y a decir que me alegro de que tengas los paneles. Los quería yo. Pero una parte de mí se alegra de que estén intactos y a salvo. Siempre temí que los soviéticos los localizaran. No son mejores que los gitanos a la hora de preservar un tesoro.
– Mi padre y yo pensábamos igual. Los soviéticos permitieron un deterioro tal del ámbar que es casi una bendición que los alemanes lo robaran. ¿Quién sabe lo que habría sucedido si el futuro de la Habitación de Ámbar hubiera estado en manos de Stalin o de Jruschev? Los comunistas estaban mucho más preocupados por la construcción de bombas que por la preservación de la herencia.
– ¿Está proponiendo una especie de tregua? -preguntó Monika.
Suzanne casi sonrió ante la impaciencia de aquella zorra. Pobrecita. En su futuro no se vislumbraba el descubrimiento de la Habitación de Ámbar.
– Eso es exactamente lo que deseo. -Loring se volvió-. Suzanne, si me haces el favor…
Ella se levantó y se dirigió hacia la esquina más alejada del estudio. Dos cajas de pino descansaban sobre el suelo de parqué. Las llevó cogidas por unas asas de cuerda hasta el asiento que ocupaba Franz Fellner.
– Los dos bronces que tanto has admirado todos estos años -explicó Loring.
Suzanne abrió la tapa de una de las cajas. Fellner levantó la vasija del lecho de viruta de cedro y la admiró bajo la luz. Suzanne conocía bien las piezas. Siglo x. Ella misma las había liberado de un hombre de Nueva Delhi que las había robado en una aldea del sur de la India. Todavía se encontraban entre los objetos perdidos más codiciados por aquel país, pero llevaban cinco años a buen recaudo en el castillo Loukov.
– Suzanne y Christian pelearon duro por conseguirlas -dijo Loring.
Fellner asintió.
– Otra batalla perdida.
– Ahora son tuyas. Es una disculpa por lo sucedido.
– Herr Loring, perdóneme -dijo Monika en voz baja-. Pero yo soy ahora la que toma las decisiones relativas al club. Los bronces antiguos son interesantes, pero a mí no me entusiasman del mismo modo. Me estoy preguntando cuál sería el mejor modo de resolver este asunto. La Habitación de Ámbar ha sido durante mucho tiempo uno de los premios más buscados. ¿Se va a hablar de todo esto a los demás miembros?
Loring frunció el ceño.
– Preferiría que el asunto quedara entre nosotros. El secreto ha permanecido a salvo mucho tiempo y cuantos menos lo conozcan, mejor. Sin embargo, dadas las circunstancias, me plegaría a tu decisión, querida. Confío en que los demás miembros mantengan la información en secreto, como es el caso de todas las demás adquisiciones.
Monika se recostó en su silla y sonrió, al parecer satisfecha con la concesión.
– Hay otro asunto que quería tratar -dijo entonces Loring, esta vez dirigiéndose específicamente a Monika-. Como ya ha sucedido con tu padre y contigo, aquí las cosas también cambiarán, antes o después. He dejado instrucciones en mi testamento para que, cuando yo no esté,
Suzanne herede este castillo, mis colecciones y mi puesto en el club. También le he legado dinero suficiente para encargarse de forma adecuada de cualquier necesidad.
Suzanne disfrutó de la mirada de asombro y derrota que invadió el rostro de Monika.
– Será el primer adquisidor que alcanza la posición de miembro. Es todo un logro, ¿no creéis?
Ni Fellner ni Monika dijeron nada. El anciano parecía cautivado por la pieza de bronce.
– Ernst -dijo tras depositar la vasija en su caja-, considero el asunto zanjado. Es lamentable que las cosas se hayan deteriorado de este modo, pero ahora lo comprendo. Creo que yo hubiera hecho lo mismo que tú, dadas las circunstancias. Suzanne, tienes mis felicitaciones.
La adquisidora agradeció el gesto con un asentimiento.
– Respecto a cómo comunicárselo a los miembros, déjeme considerar la situación -dijo Monika-. Para la reunión de junio tendré una respuesta para ustedes sobre el modo de proceder.
– Eso es todo lo que puede pedir un hombre viejo, querida. Esperaré tu decisión. -Loring miró a Fellner-. Muy bien. ¿Queréis quedaros esta noche?
– Creo que será mejor que regresemos a Burg Herz. Por la mañana tengo asuntos pendientes. Pero te puedo asegurar que el viaje ha merecido todas las molestias. Sin embargo, antes de irnos… ¿podría ver una última vez la Habitación de Ámbar?
– Por supuesto, viejo amigo. Por supuesto.
El camino de vuelta al aeropuerto Ruzyné de Praga fue silencioso. Fellner y Monika se sentaban en el asiento trasero del Mercedes. Loring ocupaba el del pasajero, junto a Suzanne. Varias veces Suzanne miró a Monika a través del espejo retrovisor. La muy zorra mantenía una expresión tensa. Era evidente que no la había gustado que los dos varones hubieran dominado la conversación. Franz Fellner, desde luego, no era un hombre que fuera a soltar fácilmente las riendas del poder y Monika no era de las mujeres a las que les gustara compartir nada.
– Debo pedirle disculpas, Herr Loring -dijo Monika a medio camino.
El aludido se volvió hacia ella.
– ¿Por qué, querida?
– Por mi brusquedad.
– En absoluto. Recuerdo la época en que mi padre me entregó su puesto en el club. A él, como a tu padre, le costó mucho dejarlo. Pero si te sirve de consuelo, al final se retiró por completo.
– Mi hija es impaciente. Como lo era su madre -dijo Fellner.
– Como eres tú, Franz.
Fellner lanzó una risita.
– Quizá.
– Supongo que le hablaréis a Christian de todo esto -dijo Loring a su colega.
– De inmediato.
– ¿Dónde está?
– Pues, sinceramente, no lo sé. -Fellner se volvió hacia Monika-. ¿Y tú, liebling?
– No, padre. No sé nada de él.
Llegaron al aeropuerto un poco antes de la medianoche. El reactor de Loring esperaba ya en la pista, repostado y listo para partir. Suzanne se detuvo junto al aparato. Los cuatro salieron del coche y Suzanne abrió el maletero. El piloto del avión bajó las escalerillas metálicas del reactor. Suzanne señaló las dos cajas de pino, que el piloto sacó y llevó hasta una compuerta de carga abierta.
– Las piezas están muy bien empaquetadas -dijo Loring por encima del estruendo de los motores-. Deberían llegar en perfecto estado.
Suzanne entregó un sobre a Loring.
– Aquí van unos papeles de registro que he preparado. Están certificados por el ministerio. Serán útiles si a los oficiales de aduanas les da por investigar al aterrizar.
Fellner se lo guardó en el bolsillo.
– No suelo tener inspecciones.
Loring sonrió.
– Ya lo supongo. -Se volvió hacia Monika y le dio un abrazo-. Me alegro de verte, querida. Espero con ansiedad nuestros duelos en el futuro, como sin duda lo hará Suzanne.
Monika asintió y besó el aire sobre las mejillas de Loring. Suzanne guardó silencio. Conocía bien su papel. El trabajo de un adquisidor era actuar, no hablar. Un día sería miembro del club y esperaba que entonces su propio adquisidor se comportara de un modo similar. Monika le dirigió una mirada rápida y desconcertante antes de subir las escalerillas. Fellner y Loring se dieron la mano antes de que el primero subiera al avión. El piloto cerró las compuertas de carga, subió a bordo y cerró el portón tras él.
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