Suzanne y Loring aguardaron mientras el reactor se dirigía hacia la pista, rodeados por el aire caliente de los motores. Después se subieron al Mercedes y se marcharon. Justo en la salida del aeropuerto, Suzanne detuvo el coche a un lado de la carretera.
El elegante reactor recorrió la pista a toda velocidad y se elevó hacia el despejado cielo nocturno. La distancia enmascaraba cualquier sonido. Tres aviones comerciales rodaban por la pista. Dos llegaban y uno se preparaba para partir.
Se quedaron sentados, con el cuello inclinado hacia arriba y hacia la derecha.
– Es una lástima, drahá -susurró Loring.
– Al menos han tenido una velada agradable. Herr Fellner estaba entusiasmado con la Habitación de Ámbar.
– Me alegro de que haya podido verla.
El reactor se desvaneció en el cielo occidental. La altitud hizo invisibles sus luces de posición.
– ¿Has devuelto los bronces a los expositores? -preguntó Loring.
Ella asintió.
– ¿Las cajas de pino van bien cargadas?
– Por supuesto.
– ¿Cómo funciona el mecanismo?
– Un interruptor de presión, sensible a la altitud.
– ¿Y el compuesto?
– Potente.
– ¿Cuándo?
Suzanne consultó su reloj y calculó velocidad y tiempo. Según la velocidad de ascenso del reactor, alcanzaría los cinco mil pies justo…
A lo lejos, un brillante destello amarillo inundó el cielo durante un instante, como una estrella convertida en nova, cuando los explosivos que había colocado en las cajas de pino prendieron el combustible del reactor y desintegraron cualquier rastro de Fellner, Monika y los dos pilotos.
La luz se apagó.
La mirada de Loring permaneció clavada en la distancia, en el punto de la explosión.
– Qué lástima. Un avión de seis millones de dólares. -Se volvió lentamente hacia ella-. Pero es el precio que hay que pagar por tu futuro.
Jueves, 22 de mayo, 8:50
Knoll estacionó en el bosque, aproximadamente a medio kilómetro de la autopista. El Peugeot negro era de alquiler y lo había obtenido el día anterior en Nuremberg. Había pasado la noche a algunos kilómetros al oeste, en un pintoresco pueblo checoslovaco, con la intención de dormir bien, pues sabía que aquel día y su noche iban a ser arduos. Había tomado un desayuno ligero en una pequeña cafetería y se había marchado rápido para que nadie pudiera recordar nada acerca de él. Sin duda, Loring tenía ojos y oídos en toda aquella parte de la Bohemia.
Conocía bien la geografía local. En realidad ya se encontraba en territorio de Loring, pues la antigua hacienda familiar se extendía muchos kilómetros en todas direcciones. El castillo estaba situado hacia la esquina noroeste de la heredad, rodeado por densos bosques de abedules, hayas y chopos. La región de Sumava, al suroeste de Checoslovaquia, era una importante fuente maderera, pero los Loring nunca habían tenido necesidad de comercializar sus bosques.
Sacó la mochila del maletero y comenzó la caminata hacia el norte. Veinte minutos más tarde apareció el castillo Loukov. La fortaleza se encontraba encaramada sobre una elevación rocosa, muy por encima de las copas de los árboles, a menos de un kilómetro de distancia. Al oeste, el fangoso río Orlik se abría paso hacia el sur. Aquel punto ventajoso le ofrecía una vista muy clara de la entrada oriental del complejo, la empleada por los vehículos, y del portón occidental, usado en exclusiva por el personal y los camiones de entrega de mercancías.
El castillo resultaba impresionante. Un variado conjunto de torres y edificios se alzaba hacia el cielo tras las murallas rectangulares. Conocía bien su disposición. Las plantas inferiores eran principalmente salones de ceremonias y salas públicas de exquisita decoración, mientras que las superiores estaban tomadas por los dormitorios y otras zonas habitables. En algún sitio, oculta entre las estructuras de piedra, se encontraba una cámara con la colección privada, similar a la que Fellner y los otros siete miembros poseían. El truco estaba en dar con ella y descubrir el modo de entrar. Tenía una idea bastante aproximada de dónde se encontraría ese espacio, una conclusión a la que había llegado durante una de las reuniones del club mediante el estudio de la arquitectura. Pero tendría que buscar de todos modos. Y rápido. Antes de la mañana.
La decisión de Monika de permitir la invasión no lo había sorprendido. Haría lo que fuera para demostrar que ella tenía el control. Fellner había sido bueno con él, pero Monika iba a ser aún mejor. El anciano no viviría eternamente. Y aunque lo echaría de menos, las posibilidades que se le presentaban con Monika resultaban casi embriagadoras. Ella era dura, pero vulnerable. Estaba convencido de que podría dominarla y de que, al hacerlo, dominaría la fortuna que ella iba a heredar. Sí, era un juego peligroso, pero merecía la pena correr ese riesgo. El que Monika fuera incapaz de amar era una buena ayuda. Lo mismo le sucedía a él. Formaban una pareja perfecta. La lujuria y el poder eran todo el pegamento que necesitaban para que su vínculo fuera permanente.
Se quitó la mochila y buscó los prismáticos. Desde la seguridad de un denso grupo de álamos estudió el castillo de arriba abajo. El cielo azul delineaba a la perfección su silueta. Su mirada se desvió hacia el este. Dos coches ascendían la empinada carretera en dirección al castillo.
Coches de policía.
Interesante.
Suzanne puso un bollo de canela recién horneado en el plato de porcelana y añadió un poco de mermelada de frambuesa. Se sentó a la mesa en la que ya se encontraba Loring. Aquella sala era uno de los comedores más pequeños del castillo, reservado para la familia. Una de las paredes de alabastro estaba ocupada por expositores de roble llenos de copas del Renacimiento. Otra estaba cubierta por incrustaciones de piedras semipreciosas de Bohemia que delineaban iconos de santos checoslovacos. Ella y Loring desayunaban solos, como hacían todas las mañanas cuando ella estaba en casa.
– La prensa de Praga abre con la explosión -dijo Loring. Dobló el periódico y lo depositó sobre la mesa-. El artículo no propone teorías, solo indica que el avión explotó poco después del despegue y que todos sus ocupantes murieron. Sí nombran a Fellner, a Monika y a los pilotos.
Suzanne bebió un poco de café.
– Lo siento por Pan Fellner. Era un hombre respetable. Pero que Monika tenga buen viaje. Habría terminado siendo la destrucción de todos nosotros. Sus temeridades no tardarían en ser un problema.
– Creo que tienes razón, drahá.
Suzanne saboreó el bollo caliente.
– ¿Y van a acabar ya las muertes?
– Eso espero, desde luego.
– Es una parte de mi trabajo con la que no disfruto.
– Y me alegro de que así sea.
– ¿Disfrutaba mi padre con ello?
Loring la miró.
– ¿A qué viene eso?
– Anoche estuve pensando en él. Era muy cariñoso conmigo. Nunca sospeché que poseyera tales capacidades.
– Cariño, tu padre hacía lo que resultaba necesario. Como tú. Sois muy parecidos. Estaría orgulloso de ti.
Pero, en ese momento, ella no se sentía muy orgullosa de sí misma. El asesinato de Chapaev y de todos los demás… ¿Permanecerían las imágenes siempre en su mente? Temía que sí. ¿Y qué había de su propia maternidad? Siempre la había imaginado como parte de su futuro, pero tras el día anterior, quizá fuera necesario ajustar esa ambición. Las posibilidades que se abrían ahora eran infinitas y emocionantes. El hecho de que mucha gente hubiera muerto para hacerlas posibles era lamentable, pero no podía comerse la cabeza con ello. Ya no más. Era el momento de avanzar y al diablo la conciencia.
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