Loring entró.
– Está exactamente igual que en el Palacio de Catalina. Diez por diez metros, con un techo de siete metros y medio.
Monika había mantenido el control mejor que su padre.
– ¿A esto venían todos los juegos con Christian?
– Os estabais acercando demasiado. Se ha mantenido en secreto durante más de cincuenta años, y no iba a permitir una escalada que podía terminar con la intervención de los gobiernos ruso y alemán. No hay ni que decir cuál sería su reacción.
Fellner cruzó hasta la esquina más alejada de la cámara, admirando la maravillosa mesa de ámbar encajada en la unión de dos paneles inferiores. Después se acercó a uno de los mosaicos florentinos. La piedra coloreada estaba pulimentada y enmarcada en bronce dorado.
– Nunca llegué a creer las historias. Una aseguraba que los soviéticos habían salvado los mosaicos antes de la llegada de los nazis al Palacio de
Catalina. Otra decía que se habían encontrado los restos entre las ruinas de Königsberg y que los bombardeos de 1945 los habían reducido a cenizas.
– La primera historia es falsa. Los soviéticos no fueron capaces de salvar los cuatro mosaicos. Trataron de desmantelar uno de los paneles de ámbar superiores, pero se descompuso. Decidieron dejar el resto, incluidos los mosaicos. Sin embargo, la segunda historia sí es cierta. Fue una ilusión planeada por Hitler.
– ¿A qué te refieres?
– Hitler sabía que Göring quería los paneles de ámbar. También era consciente de la lealtad que Erich Koch profesaba a Göring. Por eso el Führer ordenó personalmente el traslado de los paneles de Königsberg y envió un destacamento especial de las SS para realizar la transferencia, en caso de que Göring presentara dificultades. Qué extraña la relación entre estos dos. Una completa desconfianza mutua acompañada de una total dependencia. Solo al final, cuando Bormann logró socavar a Göring, se volvió Hitler contra él.
Monika se dirigió hacia las ventanas, que consistían en tres juegos de veinte paños cada uno. Llegaban desde el suelo hasta media altura y cada una estaba coronada por una media luna. Las hojas inferiores eran en realidad puertas dobles talladas de forma que semejaran ventanas. Tras los paneles se veía luz y lo que parecía un jardín.
Loring reparó en su interés.
– La habitación esta totalmente encerrada entre muros de piedra. El espacio no es visible siquiera desde el exterior. Encargué que pintaran un mural y perfeccionamos la luz hasta obtener la ilusión de estar en el exterior. La sala original se abría al gran patio del Palacio de Catalina, de modo que escogí un ambiente del siglo xix, en concreto de cuando se amplió el patio y se cerró con una verja. -Loring se acercó a Monika-. La reproducción de la forja es exacta. La hierba, arbustos y flores se realizaron usando como modelo algunos dibujos contemporáneos a lápiz. Es un trabajo bastante notable. Es como estar en la segunda planta del palacio. ¿Puedes imaginarte los desfiles militares que se sucedían con frecuencia, o a los nobles que se deleitaban por la noche, mientras una banda tocaba a lo lejos?
– Muy ingenioso. -Monika se volvió hacia la Habitación de Ámbar-. ¿Cómo han podido reproducir los paneles con tal exactitud? El verano pasado estuve en San Petersburgo y visité el Palacio de Catalina. La Habitación de Ámbar restaurada estaba casi concluida. Ya tenían las molduras, resaltes, las ventanas, las puertas y muchos de los paneles. Es un buen trabajo, pero no hay comparación.
Loring se dirigió al centro de la sala.
– Es muy sencillo, cariño: la gran mayoría de lo que ves es el original, no una reproducción. ¿Conoces la historia?
– En parte -dijo Monika.
– Entonces seguramente sabrás que los paneles se encontraban en un estado deplorable cuando los nazis los robaron en 1941. Los artesanos prusianos originales habían unido el ámbar a los tableros de roble con una tosca masilla de cera de abeja y savia. Conservar intacto el ámbar en tales condiciones es como tratar de preservar un vaso de agua durante doscientos años. Por mucho cuidado que se tenga, el agua terminará derramándose o se evaporará. Aquí sucede lo mismo. El roble se expandió y se contrajo durante dos siglos, y en algunas partes se pudrió. La calefacción con hornos secos, la mala ventilación y el clima húmedo de los alrededores de Tsarskoe Selo no hicieron sino empeorar las cosas. El roble variaba con las estaciones, la masilla terminó por cuartearse y el ámbar empezó a desprenderse. Casi el treinta por ciento había desaparecido cuando llegaron los nazis. Otro diez por ciento se perdió durante el robo. Cuando mi padre los encontró, los paneles se encontraban en un estado lamentable.
– Siempre pensé que Josef sabía más de lo que reconocía -dijo Fellner.
– No te puedes imaginar la decepción de mi padre cuando por fin dio con ellos. Se había pasado siete años buscando, imaginando su belleza, recordando la majestad que había contemplado al verlos en San Petersburgo, antes de la Revolución Rusa.
– Estaban en esa caverna de Stod, ¿no? -preguntó Monika.
– Correcto, querida. En esos tres camiones alemanes estaban los cajones. Mi padre los encontró en el verano de 1952.
– ¿Pero cómo? -preguntó Fellner-. Los rusos no dejaban de buscarlos, al igual que muchos coleccionistas privados. Entonces todos querían la Habitación de Ámbar y nadie creía que hubiera sido destruida. Josef estaba bajo el yugo comunista. ¿Cómo pudo lograr una hazaña tal? Y lo que es más importante, ¿cómo logró mantenerla en secreto?
– Mi padre estaba muy cerca de Erich Koch. El gobernador prusiano le confió que Hitler quería llevar los paneles al sur, fuera de la Unión Soviética ocupada, antes de que llegara el Ejército Rojo. Koch era léala Göring, pero no idiota. Cuando Hitler ordenó la evacuación obedeció y, al principio, no le dijo nada a Göring. Pero los paneles solo llegaron hasta la región de Harz, donde fueron escondidos en las montañas. Koch termino por decírselo todo a su amigo, pero ni siquiera él sabía exactamente dónde estaban escondidos. Göring localizó a cuatro soldados del destacamento de evacuación. Se rumoreó que los había torturado, pero que no le habían dicho nada acerca del paradero de los paneles. -Loring sacudió la cabeza-. Hacia el final de la guerra, Göring estaba bastante mal de la cabeza. Koch le tenía un miedo cerval y ese fue uno de los motivos de que dispersara en Königsberg piezas de la Habitación de Ámbar: bisagras de puertas, picaportes de bronce, teselas de los mosaicos… De ese modo quería telegrafiar un falso mensaje de destrucción no solo a los soviéticos, sino también a Göring. Pero esos mosaicos eran reproducciones en las que los alemanes llevaban trabajando desde 1941.
– Nunca acepté la historia de que el ámbar había ardido en los bombardeos de Königsberg -dijo Fellner-. Toda la ciudad habría olido a cigarro de incienso.
Loring soltó una risita.
– Es cierto. Nunca entendí cómo nadie había reparado en ello. En ningún informe sobre el bombardeo se hacía mención alguna de olores extraños. Imaginad veinte toneladas de ámbar quemadas lentamente. Su olor se habría extendido a lo largo de kilómetros y habría persistido varios días.
Monika acarició con cuidado una de las paredes pulimentadas.
– Carece de la fría pomposidad de la piedra. Es casi cálido al tacto. Y mucho más oscuro de lo que imaginaba. Desde luego, es más oscuro que los paneles restaurados en el Palacio de Catalina.
– El ámbar se oscurece con el tiempo -dijo su padre-. Aunque se corte en rebanadas, se pula y se vuelva a pegar, sigue envejeciendo. La Habitación de Ámbar del siglo xviii sería mucho más brillante que esta de hoy en día.
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