– Decías que su marido estaba en Stod, en el hotel, con el grupo de McKoy.
– Sí, pero ningún rastro llega hasta aquí. Los aficionados no realizarán muchos progresos, como siempre ha sucedido.
– Fellner, Monika y Christian no son aficionados. Temo que hayamos estimulado demasiado su curiosidad.
Suzanne sabía de las conversaciones que Fellner había tenido con Loring a lo largo de los últimos días, conversaciones en las que aquel había mentido aparentemente al asegurar que desconocía el paradero de Knoll.
– Estoy de acuerdo. Esos tres están planeando algo. Pero puedes resolver el asunto con Pan Fellner cara a cara.
Loring se levantó del sofá.
– Esto es tan difícil, drahá… Me quedan muy pocos años.
– No pienso escuchar tonterías como esas -dijo ella rápidamente-. Tienes buena salud. Te quedan muchos años productivos por delante.
– Tengo setenta y siete. Seamos realistas.
A Suzanne le preocupaba la idea de que él muriera. Su madre había muerto cuando ella era demasiado joven como para sufrir. El dolor por la muerte de su padre fue bastante real y el recuerdo seguía siendo nítido. La pérdida del otro padre que había tenido en la vida sería más difícil.
– Mis dos hijos son buenos hombres. Llevan bien los negocios de la familia y cuando yo ya no esté todo eso les pertenecerá. Es su derecho de nacimiento. -Loring la miró-. El dinero es transparente. Obtenerlo provoca un claro cosquilleo. Pero si se invierte y maneja cuidadosamente, simplemente se rehace a sí mismo. Poca habilidad se necesita para perpetuar los millones en moneda contante y sonante. Esta familia sirve como demostración de ello. El grueso de nuestra fortuna se creó hace doscientos años y simplemente ha ido pasando de generación en generación.
– Creo que subestimas el valor que tú y tu padre tuvisteis en la difícil gestión durante las dos guerras mundiales.
– La política interfiere en ocasiones, pero siempre habrá refugios en los que invertir la moneda con seguridad. Para nosotros, fue América.
Loring regresó al sofá y se sentó en el borde.
Olía a tabaco amargo, como toda la habitación.
– El arte, sin embargo, drahá, es mucho más fluido. Cambia a medida que nosotros cambiamos, se adapta como nosotros lo hacemos. Lo que hace quinientos años era una obra maestra podría ser despreciado hoy.
»Pero, sorprendentemente, algunas formas de arte perduran durante milenios. Eso, querida mía, es lo que me excita. Tú comprendes esa excitación. La aprecias. Y debido a ello has sido la mayor alegría de mi vida. Aunque mi sangre no corra por tus venas, sí lo hace mi espíritu. No hay duda de que eres mi hija del alma.
Suzanne siempre lo había sentido así. La esposa de Loring había muerto hacía casi veinte años. No fue nada repentino ni inesperado. Un doloroso enfrentamiento contra el cáncer se la había llevado poco a poco. Sus hijos se habían marchado hacía décadas. Tenía pocos placeres aparte de su arte, la jardinería y la ebanistería. Pero sus articulaciones cansadas y los músculos atrofiados limitaban seriamente esas actividades. Aunque poseía miles de millones, residía en un castillo fortaleza y su nombre era reconocido en toda Europa, en gran medida ella era lo único que le quedaba a aquel anciano.
– Siempre me he visto como tu hija.
– Cuando yo ya no esté, quiero que tengas el castillo Loukov.
Suzanne guardó silencio.
– También te voy a legar ciento cincuenta millones de euros para que mantengas la hacienda, además de toda mi colección de arte, la pública y la privada. Por supuesto, solo tú y yo conocemos el alcance de la colección privada. También he dejado instrucciones para que heredes mi puesto en el club. Es mío y tengo derecho a hacer con él lo que me plazca. Quiero que mi silla la ocupes tú.
Aquellas palabras la conmocionaron. Se esforzó por hablar.
– ¿Qué hay de tus hijos? Son tus herederos legítimos.
– Y serán quienes reciban el grueso de mi riqueza. Esta hacienda, mis obras de arte y el dinero ni se acercan a cuanto poseo. Ya he discutido esto con ellos dos y ninguno ha puesto objeción alguna.
– No sé qué decir.
– Di que me harás sentir orgulloso y que todo esto seguirá adelante.
– De eso no hay duda.
Loring sonrió y le apretó suavemente la mano.
– Siempre me has hecho sentir orgulloso. Eres una buena hija. Ahora, sin embargo, debemos hacer una última cosa para garantizar la seguridad de aquello por lo que hemos trabajado tan duro.
Suzanne comprendió. Lo había sabido desde la mañana. No había más que un modo de resolver su problema.
Loring se puso en pie, se acercó al escritorio y marcó lentamente un número de teléfono. Se realizó la conexión con Burg Herz.
– Franz, ¿qué tal estamos hoy?
Se produjo una pausa mientras Fellner hablaba al otro extremo de la línea. Loring tenía el rostro contraído. Suzanne sabía que aquello le resultaba muy difícil. Fellner no era solo su competidor, sino también un amigo de muchos años.
Pero aquello era necesario.
– Necesito hablar contigo, Franz. Es de vital importancia… No, me gustaría enviarte mi avión para que habláramos esta noche. Por desgracia, no tengo modo de dejar el país. Puedo tener el avión allí en una hora y devolverte a casa para la medianoche. Sí, por favor, trae a Monika, esto también la concierne. Y a Christian… Oh, ¿todavía no sabes nada de él? Qué pena. Tendrás el avión en tu aeródromo para las cinco y media. Nos vemos enseguida.
Loring colgó y lanzó un suspiro.
– Es una lástima. Franz insiste en mantener la charada hasta el final.
Praga, República Checa
18:50
El elegante reactor dorado y gris rodó por la pista de aterrizaje hasta detenerse. Los motores comenzaron a disminuir sus revoluciones. Suzanne aguardaba junto a Loring, bajo las pálidas luces de la noche, mientras unos operarios acercaban la escalerilla de metal a la puerta abierta. Franz Fellner salió el primero, vestido con traje oscuro y corbata. Monika apareció tras él con un jersey blanco de cuello alto, un blazer ajustado azul marino y unos vaqueros ceñidos. Típico, pensó Suzanne. Una vil mezcolanza de castidad y sexualidad. Y aunque Monika Fellner acababa de salir de un reactor privado multimillonario en uno de los principales aeropuertos metropolitanos de Europa, su rostro reflejaba el desprecio de alguien que visita los barrios bajos.
Suzanne solo era dos años menor que ella, que hacía dos años había empezado a asistir a las reuniones del club, sin pretender ocultar en ningún momento que algún día sucedería a su padre. Todo le había resultado siempre muy sencillo.
La vida de Suzanne había sido radicalmente diferente.
Aunque había crecido en la hacienda Loring, siempre se había esperado de ella que trabajara duro, que estudiara duro, que robara duro. Se había preguntado muchas veces si Knoll no sería un factor de división entre ellas. Monika había dejado claro muchas veces que consideraba a Christian de su exclusiva propiedad. Hasta hacía unas pocas horas, cuando Loring le había dicho que el castillo Loukov sería algún día suyo, Suzanne nunca había considerado una vida como la de Monika Fellner. Pero esa realidad estaba ahora al alcance de su mano y no podía sino preguntarse qué pensaría la querida Monika de saber que pronto sería su igual.
Loring se acercó y dio la mano a Fellner. Después abrazó a Monika y le dio un leve beso en la mejilla. Fellner saludó a Suzanne con una sonrisa y un educado asentimiento, lo adecuado en un miembro del club que se dirigía a un adquisidor.
El trayecto hasta el castillo Loukov en el Mercedes de Loring fue agradable y relativamente tranquilo. Se habló de política y de negocios. La cena los esperaba en el comedor cuando llegaron. Mientras se servía el segundo plato, Fellner preguntó en alemán:
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