Steve Berry - La Habitación de Ámbar

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La Habitación de Ámbar: краткое содержание, описание и аннотация

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La Habitación de Ámbar es uno de los mayores tesoros creados por el hombre. Las tropas alemanas que invadieron la Unión Soviética se hicieron con ella en 1941. Cuando los Aliados comenzaron los bombardeos fue ocultada y se convirtió en un misterio que perdura hasta nuestros días.
A la juez Rachel Cutler le encantan su trabajo y sus hijos, y mantiene una relación civilizada con su ex marido Paul. Todo cambia cuando su padre muere en misteriosas circunstancias, dejando pistas acerca de un secreto llamado 'la Habitación de Ámbar'. Desesperada por descubrir la verdad, Rachel viaja a Alemania seguida de cerca por Paul.
Enfrentados a asesinos profesionales en un juego traicionero, los dos chocan contra las fuerzas de la avaricia, el poder y la misma Historia.

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Recorrió sigilosamente el oscuro camino y se detuvo al final de una entrada inclinada. Delante lo esperaba un pequeño patio interior. Lo rodeaban edificios de cinco épocas. El más alejado era una de las torres circulares del castillo. Desde su planta baja llegaba el sonido de voces, ollas y cazuelas al entrechocar. El aroma de la carne asada se mezclaba con el potente hedor procedente de los contenedores de basura que había al lado. Las cajas rotas de verduras y frutas se apilaban, junto con otras cajas mojadas de cartón, como si fueran bloques de construcción. El patio estaba limpio, pero sin duda se trataba de las laboriosas entrañas de aquel inmenso escenario: las cocinas, establos, sala de guardia, despensa y salazón de antaño, hoy el lugar donde los empleados se aseguraban de que el resto del lugar permaneciera inmaculado.

Se pegó a las sombras.

Las ventanas abundaban en las plantas superiores, cada una de las cuales podía ocultar un par de ojos que lo descubriera y diera la alarma. Necesitaba entrar sin levantar sospechas. Llevaba el estilete oculto en el brazo derecho, bajo una chaqueta de algodón. El regalo de Loring, la cz-75b, estaba asegurado en la sobaquera y en el bolsillo llevaba dos cargadores de repuesto. Cuarenta y cinco balas en total. Pero lo último que quería era esa clase de problema.

Se agazapó y avanzó a rastras los últimos metros, pegado siempre a la muralla de piedra. Superó el borde de la muralla y descendió hasta una estrecha pasarela. Corrió entonces hacia la puerta que se encontraba a diez metros de distancia. Probó el picaporte. Abierta. Entró. Lo recibió de inmediato el olor de productos frescos y el aire húmedo.

Se encontraba en un corto pasillo que se abría a una habitación a oscuras. Un grueso soporte octogonal de roble sostenía un techo bajo de vigas. Una pared quedaba dominada por un hogar apagado. El aire era gélido y el interior estaba atestado de cajas apiladas. Parecía tratarse de una vieja alacena que ahora se empleaba como almacén. Dos puertas conducían fuera. Una directamente enfrente, otra a la izquierda. Al recordar los sonidos y olores del exterior, concluyó que la puerta de la izquierda conduciría con toda probabilidad a la cocina. Necesitaba dirigirse hacia el este, de modo que escogió la puerta que tenía delante y pasó a otra sala.

Estaba a punto de proseguir su avance cuando oyó voces y movimiento procedente de la esquina que tenía delante. Regresó rápidamente al almacén. En vez de salir, decidió ocultarse tras uno de los muros formados por las cajas. La única luz artificial era una bombilla desnuda y suspendida de la viga central. Esperaba que las voces estuvieran meramente de paso; no quería matar, ni siquiera herir a ningún miembro del servicio. Bastante grave era ya lo que estaba haciendo, como para empeorar la vergüenza de Fellner con violencia.

Pero no dejaría de hacer lo que considerara necesario.

Se encogió tras una pila de cajones y apoyó la espalda contra la pared de piedra. Pudo echar un vistazo, gracias a la irregularidad de las pilas de material. El silencio quedaba roto únicamente por una mosca atrapada que zumbaba contra las ventanas.

La puerta se abrió.

– Necesitamos pepinos y perejil. Y si ves esas latas de melocotón, también -dijo una voz de hombre en checo.

Por suerte, ninguno de los dos tiró de la cadena que encendía la luz del techo, pues confiaban en la luz del ocaso que se filtraba por las sucias ventanas.

– Aquí -dijo el otro hombre.

Los dos se dirigieron al lado opuesto de la habitación. Knoll oyó cómo echaban al suelo una caja de cartón y abrían la tapa.

– ¿Sigue contrariado Pan Loring?

Knoll echó un vistazo. Uno de los hombres vestía el uniforme requerido a todo el personal de Loring: pantalones marrones, camisa blanca y corbata negra estrecha. El otro llevaba el conjunto de chaqueta de mayordomo del servicio. Loring presumía a menudo de que él mismo había diseñado aquellos uniformes.

– Él y Pani Danzer se han pasado el día muy callados. La policía ha venido esta mañana para hacer preguntas y presentar sus condolencias. Pobres Pan Fellner y su hija… ¿La viste anoche? Era toda una belleza.

– Yo les serví bebidas y pastel en el estudio, después de la cena. Ella era deliciosa. Y rica. Qué desperdicio. ¿Tiene alguna idea la policía de lo que sucedió?

Ne. El avión simplemente explotó cuando volvían a Alemania. Todos los ocupantes murieron.

Las palabras golpearon a Knoll en la cara. ¿Había oído bien? ¿Habían muerto Fellner y Monika?

Lo inundó la rabia.

Había explotado un avión con Monika y Fellner a bordo. Solo una explicación tenía sentido. Ernst Loring había ordenado aquella acción y Suzanne había sido el mecanismo. Danzer y Loring habían ido a por él y habían fracasado, de modo que habían matado al anciano y a Monika. ¿Pero por qué? ¿Qué estaba sucediendo? Sintió ganas de extraer el estilete, apartar los cajones y hacer pedazos a aquellos dos hombres, para vengar con su sangre la de sus antiguos empleadores. ¿Pero de qué le valdría eso? Se obligó a calmarse. A respirar lentamente. Necesitaba respuestas. Necesitaba saber por qué. Se alegró de estar allí. La razón de todo lo ocurrido, de todo lo que podía ocurrir, se encontraba dentro de las antiguas murallas que lo rodeaban.

– Coge esas cajas y vamos -dijo uno de los hombres.

Los dos se marcharon en dirección a la cocina y todo quedó de nuevo en silencio. Salió de su escondite tras las cajas. Tenía los brazos en tensión y las piernas le cosquilleaban. ¿Era eso emoción? ¿Pesar? No se creía capaz de tales cosas. ¿O se trataba más bien de la oportunidad perdida con Monika? ¿O del hecho de que de repente se había quedado sin trabajo y que su vida planeada había quedado patas arriba? Expulsó aquella sensación de su cerebro y salió del almacén a través del pasillo interior. Viró a izquierda y derecha hasta que encontró una escalera espiral. Su conocimiento de la geografía del castillo le indicaba que debía subir al menos dos plantas antes de llegar a lo que se consideraba la planta principal.

Se detuvo al llegar arriba. Una hilera de ventanas emplomadas se abría a otro patio. Al otro lado del mismo, en la planta superior de la torre rectangular que se alzaba frente a él, a través de unas ventanas aparentemente abiertas para dejar pasar el aire nocturno, vio a una mujer. Su cuerpo caminaba de un lado a otro. La situación de la habitación era similar a la de su propio dormitorio en Burg Herz. Silenciosa. Apartada de las zonas principales. Pero segura. De repente, la mujer se colocó frente al rectángulo abierto, extendió los brazos y cerró las ventanas hacia dentro.

Vio claramente el rostro aniñado y los ojos traviesos.

Suzanne Danzer.

Bien.

54

Knoll logró entrar a los pasillos ocultos más fácilmente de lo que había esperado. Había esperado oculto tras una puerta entreabierta hasta que había visto que una sirvienta abría un panel oculto en uno de los pasillos de la planta baja. Supuso que se encontraba en el ala sur del edificio occidental. Necesitaba cruzar hacia el bastión más alejado y dirigirse hacia el nordeste, donde se hallaban las salas públicas.

Entró en el pasadizo y avanzó rápidamente, con la esperanza de no toparse con más miembros del servicio. Las horas tardías parecían disminuir las probabilidades de que eso sucediera. Los únicos que se desplazaban ahora eran las doncellas, que se aseguraban de que se satisficieran todas las necesidades de los invitados para pasar la noche. El húmedo pasillo estaba repleto de conductos de aire, tuberías de agua y tubos eléctricos. El camino lo iluminaban bombillas desnudas.

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