Se detuvo. Respiraba con dificultad.
Le llegó el eco de unos pasos.
Se acercaban.
En su dirección.
El aliento de Knoll se condensaba en el aire seco. Su llegada parecía cronometrada. Unos instantes más y le pondría las manos encima a aquella perra.
Dobló una esquina y se detuvo.
Solo silencio.
Interesante.
Aferró la cz y avanzó con cautela. El día anterior había estudiado aquella parte de la ciudad vieja en un plano obtenido en la oficina de turismo. Los edificios formaban manzanas interrumpidas por angostas calles adoquinadas y callejuelas aún más estrechas. Por todas partes se veían tejados de gran inclinación, ventanas abuhardilladas y arcadas adornadas con criaturas mitológicas. No era difícil perderse en aquella madriguera en la que todas las calles parecían iguales. Pero él sabía exactamente dónde estaba estacionado el Porsche de Danzer. Lo había encontrado el día anterior, en una misión de reconocimiento, pues sabía que tendría cerca un medio rápido de transporte.
Así que se dirigió en esa dirección, la misma hacia la que se habían encaminado desde el principio los pasos.
Se detuvo en seco.
De nuevo, solo silencio.
Ya no se oía el sonido de las suelas sobre los adoquines.
Avanzó con sumo cuidado y se asomó por una esquina. La calle era una línea recta y el único fulgor que rompía la oscuridad se encontraba en su extremo más alejado. A medio camino se veía una intersección. La calle de la derecha se extendía unos treinta metros y moría en lo que parecía la parte trasera de un establecimiento comercial. Justo a la derecha se encontraba un pequeño contenedor negro de basura y a la izquierda un bmw estacionado. Se trataba más de una callejuela que de una calle. Se acercó hasta allí y comprobó el coche. Cerrado. Levantó la tapa del contenedor. Vacío, excepto por algunos periódicos y bolsas de basura que olían a pescado podrido. Lo intentó con los picaportes del edificio. Cerrados.
Regresó a la calle principal con la pistola en la mano y viró hacia la derecha.
Suzanne esperó cinco minutos completos antes de salir arrastrándose de debajo del bmw. Se había podido esconder allí gracias a su pequeño tamaño. Sin embargo, por si acaso, había tenido la pistola de nueve milímetros en la mano. Knoll no había mirado debajo, al parecer satisfecho con que las puertas del coche estuvieran cerradas y la callejuela vacía.
Recuperó la bolsa de viaje del contenedor, donde la había escondido debajo de algunos periódicos. Un penetrante olor a pescado acompañó a la bolsa de cuero. Se guardó la Sauer y decidió usar otro camino para llegar a su coche. Quizá incluso tuviera que dejar aquel maldito trasto y alquilar otro por la mañana. Siempre podía regresar más tarde y recuperar el Porsche cuando todo se hubiera tranquilizado. El trabajo de un adquisidor era hacer lo que su empleador deseaba. Aunque Loring le había dicho que se encargara del asunto a su discreción, la situación con Knoll y el riesgo de llamar la atención estaban saliéndose de madre. Además, matar a su oponente se estaba demostrando mucho más difícil de lo que en un principio había imaginado.
Se detuvo en la callejuela, antes de llegar a la intersección, y escuchó durante algunos segundos.
No oyó paso alguno.
Se asomó y, en vez de volver a la derecha, como Knoll, tomó la izquierda.
Desde un umbral a oscuras surgió un puño que le golpeó en la frente. Su cabeza salió disparada hacia atrás antes de rebotar. El dolor la paralizó momentáneamente y una mano se cerró alrededor de su garganta. La levantaron del suelo antes de estamparla contra una pared húmeda de piedra. Una enfermiza sonrisa dominaba el rostro nórdico de Christian Knoll.
– ¿De verdad me crees tan imbécil? -dijo Knoll a unos centímetros de su cara.
– Vamos, Christian. ¿No podemos resolver esto? Mantengo lo que te dije en la abadía. Volvamos a tu habitación. ¿Te acuerdas de Francia? Fue bastante divertido.
– ¿Qué es tan importante como para que tengas que matarme? -Cerró aún más su presa.
– Si te lo digo, ¿me dejarás marchar?
– No estoy de humor, Suzanne. Tengo órdenes de hacer lo que me plazca y creo que sabes lo que me place.
Tengo que conseguir tiempo, pensó ella.
– ¿Quién estaba en la iglesia?
– Los Cutler. Parece que siguen muy interesados. ¿Me haces el favor de iluminarme al respecto?
– ¿Y yo qué sé lo que quieren?
– Creo que sabes mucho más de lo que estás dispuesta a admitir. – Apretó aún más.
– Vale, vale, Christian. Se trata de la Habitación de Ámbar.
– ¿Qué pasa con ella?
– En esa cámara es donde Hitler la escondió. Tenía que asegurarme de ello, por eso estoy aquí.
– ¿Asegurarte de qué?
– Ya conoces el interés de Loring. La está buscando, igual que Fellner. Disponemos de información que vosotros desconocéis.
– ¿Como cuál?
– Sabes que no puedo decírtelo. Esto no es justo.
– ¿Lo justo es volarme por los aires? ¿Qué está pasando, Suzanne? Esta no es una misión ordinaria.
– Te propongo un trato. Volvamos a tu habitación. Hablaremos después. Te lo prometo.
– Ahora mismo no me siento muy amoroso.
Pero las palabras tuvieron el efecto deseado. La mano alrededor de su garganta se relajó lo suficiente como para que Suzanne pudiera darse la vuelta y, al alejarse de la pared, propinarle un fuerte rodillazo en la entrepierna.
Knoll se desplomó por el dolor.
Ella volvió a patearlo entre las piernas, clavándole el tacón de la bota en las manos, con las que trataba de protegerse. Su adversario cayó al empedrado y Suzanne aprovechó para escapar corriendo.
Una agonía cegadora castigaba la entrepierna de Knoll. Las lágrimas se le agolpaban en los ojos. Aquella puta había vuelto a hacerlo. Era rápida como una gata. Se había relajado solo un segundo para reafirmar su presa. Pero no había necesitado más para golpear.
Mierda.
Levantó la vista y vio a Danzer desaparecer calle abajo. El dolor era terrible. Le costaba respirar, pero probablemente pudiera dispararle una vez. Buscó la pistola en el bolsillo, pero se detuvo.
No hacía falta.
Al día siguiente se ocuparía de ella.
Miércoles, 21 de mayo, 1:30
Rachel abrió los ojos. La cabeza le palpitaba por el dolor. Tenía el estómago revuelto, como si se hubiera mareado a bordo de un barco. Su jersey olía a vómito. Le dolía la barbilla. Trazó con cuidado el rastro de sangre y recordó el pinchazo del cuchillo.
Sobre ella había un hombre vestido con la casulla parda de un monje. Su rostro era viejo y arrugado, y la miraba atentamente a través de unos ojos acuosos. Ella estaba apoyada contra la pared, en el pasillo en el que Knoll la había atacado.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó al hombre.
– Díganoslo usted -dijo Wayland McKoy.
Rachel miró más allá del monje y trató de enfocar la mirada.
– No puedo verlo, McKoy.
El hombretón se acercó.
– ¿Dónde está Paul?
– Aquí está; sigue fuera de combate. Le han dado un golpe muy feo en la cabeza. ¿Está usted bien?
– Sí. Pero tengo un dolor de cabeza espantoso.
– No me extraña. Los monjes oyeron algunos disparos en la iglesia. Encontraron a Grumer y después a ustedes dos. Las llaves de su habitación los llevaron al Garni y yo vine corriendo.
– Necesitamos un médico.
– Este monje es médico. Dice que su cabeza está bien. No hay brecha.
– ¿Qué hay de Grumer? -preguntó.
– Le estará dando el coñazo al diablo, probablemente.
– Fueron Knoll y la mujer. Grumer vino aquí para verse de nuevo con ella y Knoll lo mató.
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