Steve Berry - La Habitación de Ámbar

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La Habitación de Ámbar es uno de los mayores tesoros creados por el hombre. Las tropas alemanas que invadieron la Unión Soviética se hicieron con ella en 1941. Cuando los Aliados comenzaron los bombardeos fue ocultada y se convirtió en un misterio que perdura hasta nuestros días.
A la juez Rachel Cutler le encantan su trabajo y sus hijos, y mantiene una relación civilizada con su ex marido Paul. Todo cambia cuando su padre muere en misteriosas circunstancias, dejando pistas acerca de un secreto llamado 'la Habitación de Ámbar'. Desesperada por descubrir la verdad, Rachel viaja a Alemania seguida de cerca por Paul.
Enfrentados a asesinos profesionales en un juego traicionero, los dos chocan contra las fuerzas de la avaricia, el poder y la misma Historia.

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– Ese hijo de puta tiene lo que se merecía. ¿Hay algún motivo por el que no me invitaran ustedes?

Rachel se masajeó la cabeza.

– Tiene suerte de que no lo hiciéramos.

Paul gimió a unos metros de distancia. Ella se arrastró por el suelo de piedra. El estómago empezó a calmársele.

– Paul, ¿estás bien?

Paul se estaba frotando el lado izquierdo de la cabeza.

– ¿Qué ha sucedido?

– Knoll nos estaba esperando.

Rachel se acercó a él y le examinó la cabeza.

– ¿Cómo se ha hecho ese corte? -pregunto McKoy a Rachel.

– No es importante.

– Mire, señora, tengo arriba un alemán muerto y a la policía haciéndome mil preguntas. Ustedes dos aparecen desparramados por el suelo y va y me dice que no es importante. ¿Qué cojones está pasando aquí?

– Tenemos que llamar al inspector Pannik -dijo Paul.

– Estoy de acuerdo.

– Ejem, disculpen. Hola, ¿se acuerdan de mí? -dijo McKoy.

El monje ofreció a Rachel un paño húmedo. Ella lo colocó en la sien de Paul. La tela se empapó de sangre.

– Creo que te ha hecho un corte.

Paul llevó una mano al mentón de ella.

– ¿Qué te ha pasado?

Decidió ser sincera.

– Una advertencia. Knoll me dijo que nos volviéramos a casa y nos olvidáramos de todo esto.

McKoy se inclinó sobre ellos.

– ¿Olvidarse de qué?

– No lo sabemos -respondió ella-. Lo único que tenemos claro es que esa mujer mató a Chapaev y que Knoll mató a mi padre.

– ¿Cómo sabe eso?

Le contó lo que había sucedido.

– No pude oír todo lo que Grumer y la mujer hablaron en la iglesia -explicó Paul-. Solo algunas cosas sueltas. Pero un comentario, creo que de Grumer, mencionaba la Habitación de Ámbar.

McKoy negó con la cabeza.

– Nunca soñé siquiera con que las cosas llegaran tan lejos. ¿Pero qué coño he hecho?

– ¿A qué se refiere con «hecho»? -preguntó Paul.

McKoy permaneció en silencio.

– Responda -demandó Rachel.

Pero McKoy no soltó prenda.

McKoy se encontraba en la cámara subterránea. Su mente era un torbellino de aprensión. Miró los tres transportes oxidados. Volvió lentamente la cabeza hacia la antigua pared de piedra, en busca de un mensaje. Un viejo cliché, «si las paredes pudieran hablar», no dejaba de darle vueltas por la cabeza. ¿Podían aquellos muros contarle más de lo que ya sabía? ¿O más de lo que ya sospechaba? ¿Le explicarían por qué los alemanes habían introducido tres valiosos camiones en las profundidades de una montaña, para después dinamitar la única salida? ¿O no habían sido los alemanes los que habían sellado la cámara? ¿Podrían describir cómo un industrial checo había alcanzado la caverna años después, había robado su contenido y después había volado la entrada para sellarla? O quizá no supieran nada de nada. Silenciosas como las voces que a lo largo de los años habían tratado de abrir un camino, solo para encontrar la senda que conducía a la muerte.

Oyó pasos que se acercaban a su espalda desde la apertura de la galería exterior. La otra salida de la cámara seguía sellada por rocas y escombros y sus hombres aún no habían comenzado a excavar. No lo harían, como pronto, hasta el día siguiente. Consultó el reloj y vio que eran casi las once de la mañana. Se volvió para ver a Paul y Rachel Cutler aparecer de entre las sombras.

– No los esperaba tan pronto. ¿Qué tal esas cabezas?

– Queremos respuestas, McKoy. Basta de largas -respondió Paul-. Estamos en esto nos guste o no, o le guste a usted o no. Ayer estuvo preguntándose qué había hecho. ¿A qué se refería?

– Así que no piensan seguir el consejo de Knoll y regresar a casa.

– ¿Deberíamos? -preguntó Rachel.

– Dígamelo usted, jueza.

– Deje de dar vueltas -terció Paul-. ¿Qué está sucediendo?

– Vengan aquí. -Cruzaron la cámara y se dirigieron hacia uno de los esqueletos embebidos en la arena-. No queda mucho de las ropas de estos tipos, pero por los restos los uniformes parecen de la Segunda Guerra Mundial. No hay duda de que el patrón de camuflaje es el de los marines estadounidenses. -Se agachó y señaló-. Esta vaina es la de una bayoneta M4, la empleada por la infantería de los Estados Unidos durante la guerra. No estoy seguro, pero creo que la cartuchera es francesa. Los alemanes no vestían uniformes americanos ni usaban equipo francés. Sin embargo, después de la guerra toda clase de fuerzas militares y paramilitares comenzaron a tirar de material estadounidense. La Legión Extranjera francesa. El ejército nacional griego. La infantería holandesa. -Señaló al otro lado de la cámara-. Uno de los esqueletos de ahí viste pantalones y botas sin bolsillos. Los soviets húngaros vestían así después de la guerra. La ropa. Los camiones vacíos. Y la cartera que encontró usted es el remache.

– ¿Qué remache? -preguntó Paul.

– Este lugar fue robado.

– ¿Cómo puede saber lo que llevaban estos hombres? -preguntó Rachel.

– Contrariamente a lo que puedan pensar, no soy un palurdo retrasado de Carolina del Norte. Soy un apasionado de la historia militar, que también es parte de mi preparación para estas excavaciones. Sé que tengo razón. Lo presentí el lunes. Esta cámara fue expoliada después de la guerra. No hay duda alguna. Estos pobres hombres eran ex militares, militares en activo o trabajadores vestidos con excedentes del ejército. Los abatieron una vez terminado el trabajo.

– Entonces, ¿todo lo que hizo con Grumer era teatro? -preguntó Rachel.

– Cono, no. Yo quería que esto estuviera lleno de obras, pero después de aquel primer vistazo el lunes, supe que teníamos un escenario expoliado. Simplemente no comprendí hasta ahora hasta qué punto había sido expoliado.

Paul señaló la arena.

– Ese es el cadáver de las letras. -Se inclinó y volvió a trazar la «O», la «I» y la «C» en la arena, separando las letras en la medida que lo recordaba-. Era más o menos así.

McKoy sacó las fotografías de Grumer del bolsillo.

Paul añadió entonces tres letras más («L», «R» y «N») entre los espacios y cambió la «C» por una «G». La palabra se convirtió en «LORING».

– Qué hijo de puta -dijo McKoy mientras comparaba la fotografía con el suelo-. Creo que tiene usted razón, Cutler.

– ¿Qué te hizo pensar en eso? -le preguntó Rachel.

– No se veía bien. Podría ser una «G» inconclusa. En cualquier caso, el nombre encaja. Tu padre llegaba a nombrarlo en una de sus cartas. -Paul sacó del bolsillo una hoja doblada-. La volví a leer hace poco.

McKoy estudió el párrafo manuscrito. Hacia la mitad, su atención se centró en el nombre de Loring.

Yancy me telefoneó la noche anterior al accidente. Había logrado localizar al viejo que tú mencionabas y cuyo hermano trabajaba en la hacienda Loring. Tenías razón. Nunca debería haberle pedido a Yancy que siguiera indagando mientras estaba en Italia.

McKoy lo miró a los ojos.

– ¿Cree que sus padres eran el blanco de esa bomba?

– Ya no sé qué pensar. -Paul señaló la arena-. Anoche, Grumer habló sobre Loring. Karol habló sobre él. Puede que incluso este pobre hombre estuviera hablando de él. Lo único que sé es que Knoll mató al padre de Rachel y que la mujer mató a Chapaev.

– Déjenme enseñarles algo -dijo McKoy. Los condujo hasta un mapa que había extendido cerca de uno de los tubos fluorescentes-. Esta mañana he realizado algunas lecturas con la brújula. La galería sellada se dirige hacia el nordeste. -Se inclinó y señaló-. Este es un mapa de la zona de 1943. Antes había una carretera pavimentada que corría paralela a la base de la montaña, en dirección nordeste.

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