Steve Berry - La Habitación de Ámbar

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La Habitación de Ámbar es uno de los mayores tesoros creados por el hombre. Las tropas alemanas que invadieron la Unión Soviética se hicieron con ella en 1941. Cuando los Aliados comenzaron los bombardeos fue ocultada y se convirtió en un misterio que perdura hasta nuestros días.
A la juez Rachel Cutler le encantan su trabajo y sus hijos, y mantiene una relación civilizada con su ex marido Paul. Todo cambia cuando su padre muere en misteriosas circunstancias, dejando pistas acerca de un secreto llamado 'la Habitación de Ámbar'. Desesperada por descubrir la verdad, Rachel viaja a Alemania seguida de cerca por Paul.
Enfrentados a asesinos profesionales en un juego traicionero, los dos chocan contra las fuerzas de la avaricia, el poder y la misma Historia.

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– «Gloria solo en la cruz» -musitó.

– ¿Qué?

Paul señaló hacia arriba.

– La inscripción. «Gloria solo en la cruz». De los Gálatas 6:14.

Cruzaron el portal. Una señal identificaba el espacio que había más allá como el «Jardín del portero». Por fortuna, el jardín no estaba iluminado. Grumer se encontraba ahora al otro lado y ascendía apresuradamente unos amplios escalones de piedra, hasta entrar en lo que parecía una iglesia.

– No podemos entrar ahí -dijo Rachel-. ¿Cuánta gente podría haber a esta hora?

– Estoy de acuerdo. Busquemos otra entrada.

Estudió el patio y los edificios cercanos. Por todas partes se alzaban estructuras de tres plantas de fachada barroca y adornadas con arcos romanos, cornisas historiadas y estatuas que aumentaban el tono religioso de rigor. La mayoría de las ventanas estaba a oscuras. En las pocas que permanecían iluminadas, se podía ver bailar las sombras tras las cortinas echadas.

La iglesia en la que Grumer había entrado sobresalía desde el extremo opuesto del patio a oscuras. Sus torres gemelas simétricas estaban flanqueadas por una cúpula octogonal iluminada con mucha luz. Parecía casi un apéndice del edificio más alejado, que sería la parte frontal de la abadía y cuya fachada daba a Stod y al río sobre los puntos más altos del acantilado.

Paul señaló hacia el otro extremo del patio, más allá de la puerta. Allí había unas puertas dobles de roble.

– Quizá por ahí podamos entrar desde otro punto.

Avanzaron con cuidado sobre el patio adoquinado, dejando atrás alcorques con árboles y arbustos. Soplaba un viento fresco que provocaba un escalofrío. Paul intentó accionar el picaporte. Estaba abierto. Empujó la pesada hoja hacia dentro, con cuidado para minimizar cualquier posible crujido. Ante ellos se extendía un pasillo en uno de cuyos extremos resplandecían cuatro apliques incandescentes. Entraron. A medio camino del pasillo apareció una escalera ascendente con barandilla de madera. La ascensión quedaba amenizada por óleos de reyes y emperadores. Más allá de la escalera, si seguían avanzando por el mustio corredor, los esperaba otra puerta cerrada.

– La iglesia está en este nivel. Esa puerta debería conducir adentro – susurró.

El picaporte funcionó al primer intento. Paul abrió la puerta un poco, hacia sí. Un aire cálido inundó la frialdad del corredor. En ambas direcciones se extendía un pesado telón de terciopelo que formaba un angosto pasaje a izquierda y a derecha. La luz se filtraba a través de ranuras regulares realizadas en el telón y desde la parte inferior. Paul solicitó silencio con un gesto y entró en la iglesia seguido por Rachel.

Espió el interior a través de una de las ranuras en el telón. Unas luces anaranjadas dispersas iluminaban zonas concretas de la inmensa nave. La arquitectura explosiva, los frescos del techo y los coloridos estucos se combinaban en una sinfonía visual que casi resultaba abrumadora tanto en su profundidad como en su forma. Predominaban los caobas, rojos, grises y dorados. Unas pilastras acanaladas de mármol se elevaban hacia el techo abovedado, cada una adornada con elaboradas molduras que soportaban una diversidad de estatuas.

Su mirada se desvió hacia la derecha.

Una corona dorada enmarcaba el centro de un altar alto y enorme. Un gran medallón mostraba la inscripción «Non coronabiturm nisi legitime certaverit». «Sin causa justa no hay victoria», tradujo en silencio. De nuevo la Biblia. Timoteo 2:5.

A la izquierda había dos personas, Grumer y la mujer rubia de aquella mañana. Miró por encima del hombro.

– Está aquí-vocalizó a Rachel-. Grumer está hablando otra vez con ella.

– ¿Puedes oír? -le susurró Rachel al oído.

Paul negó con la cabeza y señaló hacia la izquierda. El estrecho pasillo que tenían delante los llevaría más cerca de donde estaban los dos conspiradores. El telón de terciopelo quedaba lo bastante cerca del suelo para ocultarlos de la vista. Una pequeña escalera de madera se elevaba al final y ascendía hacia lo que seguramente sería el coro. Concluyó que aquel pasadizo cortinado lo usarían los acólitos que servían en la misa. Avanzaron de puntillas. Otra ranura le permitió mirar. Se asomó con cautela, perfectamente rígido ante el terciopelo. Grumer y la mujer estaban cerca del altar de un mecenas. Había leído algo sobre aquella adición, realizada en muchas iglesias europeas. Los católicos de la Edad Media se sentaban en lo alto del altar y solo pasivamente experimentaban la cercanía de Dios. Los creyentes contemporáneos, gracias a las reformas litúrgicas, demandaban una participación más activa. Por tanto, se habían erigido altares para la gente en las iglesias antiguas. El nogal del podio y el altar concordaban con las hileras de bancos vacíos.

Él y Rachel estaban ahora a unos veinte metros de Grumer y la mujer, cuyos susurros eran difíciles de oír en el mudo vacío del edificio.

Suzanne lanzó una mirada severa a Alfred Grumer, que mostraba hacia ella una actitud sorprendentemente hosca.

– ¿Qué ha sucedido hoy en la excavación? -preguntó Grumer en inglés.

– Uno de mis colegas apareció y se puso impaciente.

– Está atrayendo muchísima atención hacia este asunto.

No le gustaba el tono del alemán.

– No tuve elección. Me vi obligado a resolverlo tal y como se presentaba.

– ¿Tiene mi dinero?

– ¿Tiene mi información?

Herr Cutler encontró una cartera en la cámara. Es de 1951. Alguien entró allí después de la guerra. ¿No es lo que quería usted?

– ¿Dónde está la cartera?

– No he podido hacerme con ella. Quizá mañana.

– ¿Y las cartas de Borya?

– No he tenido modo de obtenerlas. Tras lo sucedido esta mañana, todo el mundo está alerta.

– ¿Dos fallos y quiere cinco millones de euros?

– Usted quería información sobre el lugar y sobre las fechas. Se la he suministrado. También eliminé las pruebas en la arena.

– Eso lo hizo usted por su cuenta. Como un modo de aumentar el precio de sus servicios. La realidad es que no tengo prueba alguna de nada de lo que me ha contado.

– Hablemos de la realidad, Margarethe. Y esa realidad es la Habitación de Ámbar, ¿correcto?

Suzanne no respondió.

– Tres transportes pesados alemanes, vacíos. Una cámara subterránea sellada. Cinco cuerpos, todos con un disparo en la cabeza. Una fecha de entre 1951 y 1955. Esa es la cámara en la que Hitler escondió la habitación y alguien la robó. Yo diría que ese alguien fue el empleador de usted. En caso contrario, ¿por qué tantas molestias?

– Especulaciones, Herr Doktor.

– Ni siquiera ha parpadeado ante mi insistencia en los cinco millones de euros. -La voz de Grumer tenía un tono pagado de sí mismo que le gustaba cada vez menos.

– ¿Hay algo más? -preguntó.

– Si recuerdo correctamente, durante los años sesenta circuló una historia muy extendida referente a que Josef Loring había colaborado con los nazis. Pero después de la guerra consiguió forjar buenos contactos con los comunistas checoslovacos. Estupendo truco, vaya que sí. Supongo que sus fábricas y fundiciones eran alicientes poderosos para las amistades duraderas. Se decía, creo, que Loring había encontrado el escondrijo donde Hitler había ocultado la Habitación de Ámbar. Las gentes de esta zona juraban que Loring la visitó varias veces con equipos para excavar con discreción las minas, antes de que el Gobierno se hiciera con el control. Imagino que en una encontró los paneles de ámbar y los mosaicos florentinos. ¿Se trataba de nuestra cámara, Margarethe?

Herr Doktor, ni admito ni niego nada de lo que ha dicho, aunque a la lección de historia no le falta atractivo. ¿Qué hay de Wayland McKoy? ¿Ha terminado su actual aventura?

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