Steve Berry - La Habitación de Ámbar

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La Habitación de Ámbar: краткое содержание, описание и аннотация

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La Habitación de Ámbar es uno de los mayores tesoros creados por el hombre. Las tropas alemanas que invadieron la Unión Soviética se hicieron con ella en 1941. Cuando los Aliados comenzaron los bombardeos fue ocultada y se convirtió en un misterio que perdura hasta nuestros días.
A la juez Rachel Cutler le encantan su trabajo y sus hijos, y mantiene una relación civilizada con su ex marido Paul. Todo cambia cuando su padre muere en misteriosas circunstancias, dejando pistas acerca de un secreto llamado 'la Habitación de Ámbar'. Desesperada por descubrir la verdad, Rachel viaja a Alemania seguida de cerca por Paul.
Enfrentados a asesinos profesionales en un juego traicionero, los dos chocan contra las fuerzas de la avaricia, el poder y la misma Historia.

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– Quizá tuvieras razón desde el principio -dijo Rachel-. Todo esto nos supera y deberíamos largarnos de aquí. Tenemos que pensar en María y Brent. -Lo miró-. Y en nosotros. -Le cogió la mano.

– ¿A qué te refieres?

Lo besó suavemente en los labios. Paul se quedó totalmente quieto. Entonces ella lo rodeó con los brazos y lo besó con fuerza.

– ¿Estás segura de lo que haces, Rachel? -preguntó cuando se separaron.

– No sé por qué soy tan hostil en ocasiones. Eres un buen hombre, Paul. No te mereces el daño que te he causado.

– No todo fue culpa tuya.

– Ya estamos otra vez. Siempre ayudando a sobrellevar las cargas. ¿No puedes dejar que me sienta culpable por una vez?

– Claro. Por mí encantado.

– Lo quiero. Y hay algo más que quiero.

El captó su mirada, comprendió y se levantó instantáneamente de la cama.

– Todo esto es muy raro. Llevamos separados tres años. Ya me he acostumbrado a ello. Pensé que ya habíamos acabado… de ese modo.

– Paul, por una vez en tu vida guíate por el instinto. No todo tiene por qué estar planificado. ¿Qué tiene de malo la lujuria a la antigua usanza?

El mantuvo su mirada.

– Quiero más que eso, Rachel.

– Y yo también.

Paul se dirigió hacia la ventana para poner distancia entre ellos. Apartó las cortinas, aunque solo fuera por ganar un poco de tiempo. Aquello iba demasiado rápido. Miró hacia la calle y pensó en lo mucho que había soñado con escuchar aquellas palabras. No había ido al juzgado el día en que se decidió su divorcio. Horas más tarde recibió el dictamen final a través del fax. Su secretaria lo depositó sobre la mesa sin decir ni pío. Él se negó a leerlo y lo tiró tal como estaba a la papelera. ¿Cómo podía la firma de un juez silenciar lo que su corazón le indicaba como correcto?

Se volvió.

Rachel estaba adorable, incluso con los cortes y arañazos del domingo anterior.

Sin duda formaban una pareja extraña, de principio a fin. Pero él la amaba y ella lo amaba. Juntos habían creado a dos niños a los que ambos adoraban. ¿Podían darse una segunda oportunidad?

Se volvió de nuevo hacia la ventana y trató de encontrar respuestas en la noche. Estaba a punto de regresar a la cama y rendirse cuando vio a alguien en la calle.

Alfred Grumer.

El Doktor caminaba con un paso firme y decidido. Parecía que acababa de salir por la entrada principal del Garni, dos plantas más abajo.

– Grumer sale -dijo.

Rachel saltó de la cama y se acercó para echar un vistazo.

– No dijo nada de salir.

Paul cogió su chaqueta y corrió hacia la puerta.

– Puede que recibiera la llamada de Margarethe. Sabía que estaba mintiendo.

– ¿Adonde vas?

– ¿Necesitas preguntarlo?

45

Paul precedió a Rachel a través de la entrada del hotel y viró en dirección a Grumer. El alemán les llevaba unos cien metros y recorría a buen paso la calle adoquinada rodeada por tiendas a oscuras y atareados cafés que seguían atrayendo clientes con la cerveza, la comida y la música. Las farolas iluminaban de forma regular la noche con su brillo amarillento.

– ¿Qué estamos haciendo? -preguntó Rachel.

– Descubrir cuál es su juego.

– ¿Y es una buena idea?

– Quizá no. Pero lo vamos a hacer de todos modos.

Ni dijo que también lo eximía de tomar una decisión importante. Se preguntó si Rachel no estaría simplemente sola, o asustada. Le preocupaba lo que ella había visto en Warthberg, donde había defendido al hijo de perra de Knoll, que la había abandonado a su suerte para que muriera. No le gustaba ser segundo plato de nadie.

– Paul, hay algo que deberías saber.

Grumer seguía delante y aún avanzaba con rapidez. Él no perdía un paso.

– ¿Qué?

– Justo antes de la explosión de la mina me volví y vi que Knoll tenía un cuchillo.

Paul se detuvo y se la quedó mirando.

– Tenía un cuchillo en la mano. Justo entonces, el techo de la galería cedió.

– ¿Y me lo cuentas ahora?

– Ya lo sé. Debería haberlo hecho antes. Pero tenía miedo de que no te quedaras, o de que se lo contaras a Pannik y él interfiriera.

– Rachel, ¿es que estás loca? Esto es importante, joder. Y tienes razón, nunca me hubiera quedado, ni hubiera permitido que te quedaras. Y no me digas que tú puedes hacer lo que te salga de las narices. – Miró rápidamente hacia la derecha. Grumer había doblado una esquina-. Mierda. Vamos.

Comenzó a correr y la chaqueta se le abrió con el aire. Rachel le seguía el paso. La calle comenzó a empinarse. Alcanzaron la esquina en la que había estado Grumer y se detuvieron. A la izquierda había un konditorei cerrado, con una marquesina que doblaba la esquina. El Doktor cruzaba una pequeña plaza construida alrededor de una fuente decorada con geranios. Todo (las calles, las tiendas y las plantas) reflejaba la limpieza maníaca del orgullo cívico alemán.

– Debemos permanecer atrás -dijo Paul-. Pero aquí está oscuro y eso nos ayudará.

– ¿Adonde va?

– Parece que nos dirigimos hacia la abadía. -Consultó su reloj. Las diez y veinticinco de la noche.

Delante de ellos, Grumer desapareció de repente hacia la izquierda, tras una hilera de setos negros. Se acercaron sigilosamente y vieron una pasarela de hormigón que se perdía en la negrura. Una señal en un poste anunciaba: «Abadía de los Siete Pesares de la Virgen.» La flecha señalaba hacia delante.

– Tenías razón. Va a la abadía -dijo Rachel.

Empezaron a ascender por el camino de piedra, que tenía anchura suficiente para permitir el paso de cuatro personas. Trazaba un empinado recorrido a través de la noche, en dirección al acantilado de roca pelada. A medio camino pasaron junto a una pareja que caminaba cogida del brazo. Llegaron a una curva pronunciada. Paul se detuvo. Grumer seguía delante y caminaba a buen paso.

– Ven aquí-le dijo a Rachel mientras le pasaba un brazo por el hombro y la acercaba-. Si mira para atrás no verá más que a una pareja que pasea. A esta distancia no puede vernos la cara.

Caminaban lentamente.

– No te vas a escapar tan fácilmente -señaló Rachel.

– ¿A qué te refieres?

– A la habitación. Sabes hacia dónde nos dirigíamos.

– No pienso escaparme.

– Solo necesitabas tiempo para pensar y esta pequeña carrera te lo ha dado.

Paul no discutió. Ella tenía razón. Necesitaba pensar, pero no en ese momento. Grumer era su principal preocupación presente. La ascensión lo estaba cansando. Sus pantorrillas y muslos se tensaban. Se creía en forma, pero las carreras de cinco kilómetros que se daba en Atlanta solían ser sobre tierra llana. Nada ni remotamente parecido a aquella pendiente asesina.

El camino llegó arriba y Grumer desapareció de la vista.

La abadía había dejado de ser un edificio remoto. Allí la fachada ocupaba lo que dos campos de fútbol y ascendía de forma pronunciada desde el acantilado. Las murallas se elevaban desde una cimentación de piedra abovedada. Brillantes focos de vapor de sodio, ocultos en la base boscosa, bañaban con su luz la piedra coloreada. Tres plantas de ventanas altas y de múltiples maineles resplandecían bajo la luz.

Delante de ellos vieron un portón iluminado con edificios a ambos lados. Dos bastiones flanqueaban esta puerta principal. Más allá se distinguía un jardín en parte velado por las sombras. Cincuenta metros más adelante, Grumer desaparecía a través del portal abierto. A Paul le preocupaban las luces brillantes que rodeaban la puerta. Las palomas arrullaban desde algún punto más allá del fulgor. No había a nadie a la vista.

Abrió el camino y echó un vistazo a las esculturas de los apóstoles Pedro y Pablo, que descansaban sobre sus pedestales de piedra ennegrecida. A ambos lados, santos y ángeles convivían con peces y sirenas. Un escudo de armas decoraba el centro del portal: dos llaves doradas con un fondo azul regio. Sobre el gablete se alzaba una enorme cruz cuya inscripción se veía claramente gracias a los proyectores: «Absit gloriari nisi in cruce».

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