Había querido mucho a sus padres adoptivos, los cuales cumplieron con su parte del trato diciéndole en todo momento que a sus padres biológicos los habían matado. Sólo en su lecho de muerte su madre le contó la verdad: la confesión que una santa le hizo a su hijo, el sacerdote, con la esperanza de que tanto él como su Dios la perdonaran.
«No me la he podido quitar de la cabeza en todos estos años, Colin. Cómo debió sentirse cuando te llevamos con nosotros. Intentaron decirme que era por el bien de todos. Intenté decirme que era lo correcto, pero sigo sin poder quitármela de la cabeza.»
Él no supo qué decirle.
«Teníamos tantas ganas de tener un hijo. Y el obispo nos aseguró que sin nosotros tu vida sería dura. Que nadie se ocuparía de ti. Pero sigo sin poder quitármela de la cabeza. Quiero decirle que lo siento. Quiero decirle que te eduqué bien, que te he querido como lo habría hecho ella. Quizás de esa manera pueda perdonarnos.»
Pero no había nada que perdonar. La culpable era la sociedad. La culpable era la Iglesia. No la hija de un granjero del sur de Georgia que no podía tener hijos. Ella no había hecho nada malo, y Michener le suplicaba a Dios con fervor que le concediera a su madre la paz.
Ya no solía pensar en el pasado, pero el orfanato se lo había recordado todo. El fétido aire persistía, y trató de desembarazarse del hedor con el frío viento que entraba por una ventanilla bajada. Aquellos niños nunca disfrutarían de un viaje a América, nunca sabrían lo que era el amor de unos padres que los querían. Su mundo estaba limitado por un muro de contención gris, en el interior de un edificio con barrotes de hierro donde no había luces y la calefacción era escasa. Allí morirían, solos y olvidados, amados únicamente por un puñado de monjas y un viejo sacerdote.
Michener encontró un hotel lejos de la piatsa Revolutiei y el concurrido barrio universitario, un establecimiento modesto cercano a un pintoresco parque. Las habitaciones eran pequeñas y limpias, con un mobiliario art d é co que parecía fuera de lugar. La suya incluía un lavabo que, sorprendentemente, tenía agua caliente; la ducha y el retrete eran compartidos y estaban al fondo del pasillo.
Sentado junto a la única habitación del cuarto, estaba dando buena cuenta de un pastel y una coca-cola light que había comprado para aguantar hasta la cena. A lo lejos, un reloj daba con gran estrépito las cinco de la tarde.
El sobre que Clemente le había entregado se hallaba encima de la cama. Sabía lo que se esperaba de él. Ahora que el padre Tibor había leído el mensaje, debía destruirlo sin leer su contenido. Clemente confiaba en que haría lo que le había pedido, y él nunca había fallado a su mentor, aunque siempre había considerado su relación con Katerina una traición. Había roto sus votos, desobedecido a la Iglesia y ofendido a su Dios. Para eso no había perdón, pero Clemente había dicho lo contrario.
– ¿Acaso crees que eres el único sacerdote que ha sucumbido?
– Lo cual no quita para que esté mal.
– Colín, el perdón es el sello de nuestra fe. Has pecado y deberías arrepentirte, pero eso no significa que eches a perder tu vida. Además, ¿tan malo fue?
Todavía recordaba la mirada de curiosidad que le dirigió al arzobispo de Colonia. ¿Qué estaba diciendo?
– ¿Tenías la sensación de que estaba mal, Colín? ¿Te decía el corazón que estaba mal?
La respuesta a ambas preguntas, entonces y ahora, era no. Había amado a Katerina, un hecho que no podía negar. Había aparecido en su vida justo después de que muriera su madre, en un momento en que estaba lidiando con el pasado. Había ido con él al centro de Kinnegad, y después habían dado un paseo por los acantilados rocosos que se alzaban sobre el mar de Irlanda. Lo había cogido de la mano y le había dicho que sus padres adoptivos lo habían querido y que había tenido suerte de contar con dos personas tan afectuosas. Y tenía razón, pero él no dejaba de pensar en su madre biológica. ¿Cómo podía ejercer tanta presión la sociedad como para que las mujeres sacrificaran a sus hijos por propia voluntad para poder continuar con su vida?
¿Por qué había de ser necesario?
Apuró lo que le quedaba de la coca-cola y fijó la vista de nuevo en el sobre. Su más viejo y querido amigo, un hombre que había estado a su lado media vida, tenía problemas.
Tomó una decisión. Era hora de hacer algo.
Echó mano del sobre y sacó el papel azul. Estaba escrito en alemán, de puño y letra de Clemente.
Padre Tibor:
Estoy al corriente del cometido que llevó a cabo para el Santísimo y Reverendísimo Juan XXIII. El primer mensaje que me envió me produjo un gran desasosiego. «¿Por qué miente la Iglesia?», me preguntaba usted. Yo no tenía ni idea de a qué se refería. La segunda vez que se puso en contacto conmigo hizo que cayera en la cuenta del dilema ante el que se ve. Le he echado un vistazo a la copia del tercer secreto que me envió junto con la primera nota y he leído su traducción muchas veces. ¿Por qué se ha guardado estas pruebas? Incluso después de que Juan Pablo revelara el tercer secreto, por su parte sólo hubo silencio. Si lo que me ha enviado es verdad, ¿por qué no dijo nada en su día? Hay quien diría que es usted un farsante, alguien a quien no hay que creer, pero yo sé que eso no es cierto. ¿Por qué? No lo puedo explicar. Lo único que sé es que le creo. Le envío a mi secretario, un hombre de confianza. Puede contarle al padre Michener lo que desee, y él me transmitirá sólo a mí sus palabras. Si no tiene una respuesta, dígaselo así. Entiendo que esté furioso con su Iglesia, pues también yo pienso de forma similar, pero hay muchas cosas a tener en cuenta, como usted bien sabe. Me gustaría pedirle que le devolviera esta nota y el sobre al padre Michener. Le agradezco toda la ayuda que se digne a prestarme. Que Dios esté con usted, padre.
Clemente.
PP Servus Servorum Dei.
La firma era el sello oficial del Papa: Pastor de Pastores, Siervo de los Siervos de Dios. La forma de Clemente de firmar todos los documentos oficiales.
Michener se sentía mal por haber abusado de la confianza de Clemente, pero era evidente que estaba pasando algo. Al parecer el padre Tibor había impresionado al Papa lo bastante para enviar a su secretario a que evaluara la situación. «¿Por qué se ha guardado estas pruebas?»
¿Qué pruebas?
«Le he echado un vistazo a la copia del tercer secreto que me envió junto con la primera nota y he leído su traducción muchas veces.»
¿Se encontrarían ambas cosas en la Riserva ? ¿En la caja de madera que Clemente no paraba de abrir?
Imposible de decir.
Seguía sin saber nada.
Así que devolvió la hoja azul al sobre, fue hasta el baño del fondo del pasillo y lo hizo todo trizas, tirando a continuación de la cadena para que desaparecieran los pedazos.
Katerina oyó a Michener cruzar el entarimado del piso de arriba. Su mirada siguió el sonido por el techo mientras se iba debilitando por el pasillo.
Había ido en pos de él desde Zlatna hasta Bucarest, decidiendo que era más importante saber dónde se hospedaba que tratar de averiguar lo que había sucedido con el padre Tibor. No le sorprendió que él evitara el centro y se dirigiera directamente a uno de los hoteles de menor categoría de la ciudad. Asimismo eludió el despacho del nuncio apostólico, próximo a Centru Civic , cosa que tampoco la sorprendió, ya que Valendrea había dejado claro que ésa no era una visita oficial.
Cuando atravesaba el centro, le entristeció ver que la misma monotonía orwelliana seguía presente en bloque tras bloque de pisos de ladrillo amarillo, los cuales nacieron después de que Ceausescu arrasara la historia de la ciudad para dejar sitio a sus imponentes complejos. Se suponía que su sola envergadura transmitiría magnificencia, de manera que daba lo mismo que los edificios fueran poco prácticos, caros y superfluos. El Estado decretó que la población sabría apreciarlos: los ingratos fueron a la cárcel y a los que tuvieron suerte les pegaron un tiro.
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