Steve Berry - El tercer secreto

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Fátima, Portugal, 1917. La Virgen María se aparece a tres niños y les hace tres revelaciones. Dos de ellas son hechas públicas: la primera presagia la II Guerra Mundial, la segunda, la conversión de Rusia. El tercer secreto es guardado bajo llave. En el año 2000 Juan Pablo II desvela finalmente el misterio: el atentado fallido contra el Papa. Pero algo indica que un mensaje mucho más importante sigue sumido en la oscuridad. En la actualidad, Clemente XV se adentra en la Riserva vaticana y estudia la caja de madera que alberga el tercer secreto. ¿Duda el nuevo pontífice de su autenticidad? Andrej Tibor, el sacerdote que lo tradujo, sabe la verdad.

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Pablo recompuso los papeles y, a continuación, introdujo ambos legajos en la caja de madera y cerró la tapa de golpe.

– Ponla en su sitio -musitó el Papa, los ojos fijos en el regazo. Trocitos de cera carmesí le moteaban la blanca sotana. Pablo se los sacudió como sí fueran una enfermedad-. Esto ha sido un error, no debería haber venido. -Luego pareció armarse de valor y recobró la compostura-. Cuando volvamos arriba, redacta una orden. Quiero que vuelvas a sellar la caja personalmente. Nadie volverá a entrar aquí so pena de excomunión. Sin excepciones.

Pero esa orden no afectaría al Papa, pensó Valendrea: Clemente XV podía entrar y salir de la Riserva a su antojo.

Y eso era precisamente lo que había hecho el alemán.

Valendrea sabía desde hacía tiempo de la existencia de la traducción al italiano de lo que escribió la hermana Lucía, pero hasta el día anterior no había sabido el nombre del traductor.

El padre Andrej Tibor.

Había tres preguntas que lo atormentaban.

¿Por qué Clemente XV no paraba de entrar en la Riserva ? ¿Por qué quería el Papa comunicarse con Tibor? Y, la más importante: ¿qué era lo que sabía el traductor?

En ese momento no tenía una sola respuesta.

Aunque quizás los próximos días, entre Colin Michener, Katerina Lew y Ambrosi, averiguara la respuesta de los tres interrogantes.

SEGUNDA PARTE

14

Bucarest, Rumanía

Viernes, 10 de noviembre

11:15

Michener bajó unos escalones metálicos y pisó el aceitoso asfalto del aeropuerto de Otopeni. El avión de British Airways en el que había llegado desde Roma estaba medio lleno, y era uno de los cuatro únicos aparatos que utilizaban la terminal.

En Rumanía ya había estado una vez, cuando trabajaba en la secretaría de Estado a las órdenes del entonces cardenal Volkner, en el departamento de Relaciones con los Estados, la sección internacional que se ocupaba de las actividades diplomáticas.

Las Iglesias vaticana y rumana llevaban décadas enfrentadas por un conflicto: el traspaso durante la Segunda Guerra Mundial de propiedades católicas a la Iglesia ortodoxa, entre las cuales se incluían monasterios poseedores de una antigua tradición latina. La libertad religiosa volvió con la caída de los comunistas, pero el debate relativo a la propiedad persistió, y en varias ocasiones católicos y ortodoxos habían protagonizado violentos choques. Juan Pablo II inició un diálogo con el gobierno rumano tras el derrocamiento de Ceausescu, e incluso realizó una visita oficial. Pero el progreso era lento. El mismo Michener había tomado parte en algunas negociaciones posteriores, y recientemente el gobierno había hecho algunos movimientos. Alrededor de dos millones de católicos frente a veintidós millones de ortodoxos componían el país, y sus voces comenzaban a oírse. Clemente había dejado claro que quería hacerles una visita, pero esa disputa impedía que se planteara el viaje.

Aquel asunto era otro aspecto más de la complicada política que parecía acaparar los días de Michener. La verdad es que ya no era un sacerdote: era un ministro de gobierno, un diplomático y un confidente personal, todo lo cual terminaría cuando Clemente exhalara el último suspiro. Tal vez entonces pudiera volver a ser sacerdote. Lo cierto es que nunca había trabajado en una congregación; quizás ser misionero supusiera un desafío. El cardenal Ngovi le había hablado de Kenia. Puede que África fuera un excelente refugio para un ex secretario del Papa, sobre todo si Clemente moría antes de nombrarlo cardenal.

Apartó las incertidumbres de su vida según se encaminaba a la terminal. Notaba que se hallaba a mayor altitud. El lúgubre aire era frío: unos cinco grados, había explicado el piloto justo antes de aterrizar. El cielo estaba cubierto de un denso remolino de nubes bajas que impedían que el sol tocara la tierra.

Entró en el edificio y se dirigió hacia el control de pasaportes. Llevaba poco equipaje, tan sólo una bolsa, pues esperaba estar no más de un día o dos, e iba vestido de manera informal, con unos vaqueros, un suéter y una chaqueta, en cumplimiento de la petición de Clemente de que fuera discreto.

Su pasaporte del Vaticano le permitió entrar en el país sin necesidad de pagar el habitual visado. Luego alquiló un baqueteado Ford Fiesta en el mostrador de Eurodollar, nada más salir de la aduana, y un empleado le indicó cómo llegar a Zlatna. Su dominio del idioma era lo bastante bueno para entender la mayor parte de lo que el pelirrojo le dijo.

No le entusiasmaba la idea de conducir solo por uno de los países más pobres de Europa. La investigación que había realizado la noche anterior había revelado varias notas oficiales que advertían de los ladrones y aconsejaban tener precaución, sobre todo de noche y en el campo. Habría preferido contar con la ayuda del nuncio apostólico en Bucarest: algún empleado podía hacerle de conductor y guía, pero Clemente había rechazado la idea. De forma que se subió al coche alquilado, salió del aeropuerto y al final dio con la autopista y se dirigió al noroeste, hacia Zlatna, a toda velocidad.

Katerina se encontraba en el lado oeste de la plaza, los adoquines deformes, muchos inexistentes. La gente entraba y salía, con preocupaciones más vitales: comida, calefacción, agua. El ruinoso suelo era la menor de sus pesadumbres.

Había llegado a Zlatna hacía dos horas y se había pasado otra recabando toda la información posible acerca del padre Andrej Tibor. Tenía cuidado con las pesquisas, ya que los rumanos eran curiosos. Según los datos que Valendrea le había proporcionado, el avión de Michener aterrizaría algo después de las once de la mañana, y él tardaría dos horas largas en recorrer los casi ciento cincuenta kilómetros que lo separaban de Zlatna. Por su reloj era la una y veinte de la tarde, así que, suponiendo que el vuelo no se hubiese retrasado, estaría allí en breve.

Le resultaba extraño y reconfortante a un tiempo volver a estar en casa. Había nacido y crecido en Bucarest, pero había pasado gran parte de su infancia al otro lado de los Cárpatos, en Transilvania. Para ella ésa no era una región novelesca poblada por vampiros y hombres lobo, sino Erdély, un lugar donde abundaban los bosques, las ciudadelas y la gente campechana. La cultura era una mezcla de Hungría y Alemania, aderezada con un toque cíngaro. Su padre era descendiente de los colonos sajones que en el siglo XII fueron allí para defender los pasos de montaña de los invasores tártaros. Los descendientes de aquellos centroeuropeos resistieron a toda una serie de déspotas húngaros y monarcas rumanos, todo para que al final de la Segunda Guerra Mundial los masacraran los comunistas.

Los padres de su madre eran gitanos, y los comunistas fueron cualquier cosa menos amables con ellos, despertando un odio colectivo similar al que Hitler sentía hacia los judíos. Al ver Zlatna, con sus casas de madera, sus balcones tallados y su estación de ferrocarril de estilo turco, recordó la aldea de sus abuelos. Zlatna se libró de los terremotos de la región y sobrevivió a la dictadura de Ceausescu; pero el hogar de sus abuelos no corrió la misma suerte. Al igual que las dos terceras partes de los pueblos del país, el de ellos fue aniquilado de forma sistemática, los vecinos relegados a grises edificios de pisos comunales. Los padres de su madre incluso tuvieron que afrontar la vergüenza de derruir su propia casa. «Un modo de combinar la experiencia campesina con la eficiencia marxista», rezaba el plan. Y, tristemente, fueron pocos los rumanos que lloraron la pérdida de las aldeas gitanas. Ella recordaba ir a ver después a sus abuelos a aquel piso frío e impersonal, las lúgubres habitaciones grises desprovistas del espíritu afectuoso de sus antepasados, la esencia de la vida extirpada de su alma. Que era de lo que se trataba. Más tarde, en Bosnia, se lo denominó «limpieza étnica». A Ceausescu le gustaba decir que era un paso hacia el «progreso». Ella lo llamaba demencia. Y las cosas y los sonidos de Zlatna resucitaban todos esos recuerdos desagradables.

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