Se hab ía quedado desconcertado por el frasco de vidrio hallado a comienzos de a ño. Cuando fundi ó el sello de cera y abri ó el papel enrollado, encontr ó, no un mensaje, sino trece filas de letras y s ímbolos. Cuando se los mostr ó al abate G élis, el cura de un pueblo vecino, éste le dijo que aquello era un criptograma, y que en alg ún lugar entre las letras aparentemente carentes de sentido se escond ía un mensaje. Todo lo que necesitaba era la clave matem ática para descifrarlo, pero al cabo de muchos meses de intentos no se encontraba m ás cerca de resolverlo. Quer ía saber no s ólo su significado, sino el motivo por el que hab ía sido dejado con tanto secreto. Evidentemente, su mensaje era de gran importancia. Pero se necesitar ía paciencia. Eso era lo que se dec ía a s í mismo cada noche despu és de fracasar una y otra vez en hallar la respuesta; y, si no otra cosa, al menos s í se mostraba paciente.
Agarr ó un martillo de mango corto y decidi ó ver si el grueso suelo de piedra pod ía ser partido. Cuanto m ás peque ños fueran los trozos, m ás f ácil ser ía quitarlos. Se dej ó caer de rodillas y descarg ó tres golpes sobre un extremo de la losa de noventa cent ímetros de largo. Inmediatamente aparecieron resquebrajaduras en toda su longitud. Nuevos golpes las convirtieron en grandes grietas.
Dej ó el martillo a un lado y utiliz ó una barra de hierro para hacer palanca y aflojar los trozos m ás peque ños. Luego introdujo la palanca bajo un fragmento largo y estrecho y forz ó el grueso pedazo, levant ándolo de su cavidad. Con el pie, lo empuj ó a un lado.
Entonces observ ó algo.
Solt ó la barra de hierro y acerc ó la l ámpara de petr óleo al descubierto subsuelo. Alarg ó la mano, quit ó con cuidado los residuos, y vio que estaba contemplando una bisagra. Se inclin ó un poco m ás, barriendo m ás polvo y restos, dejando al descubierto mayor cantidad de hierro oxidado, y manch ándose de or ín las puntas de los dedos.
La forma se iba perfilando.
Era una puerta.
Que conduc ía abajo.
Pero ¿Adónde?
Mir ó a su alrededor. Los dem ás hombres estaban enfrascados duramente en su trabajo, hablando entre s í. Dej ó a un lado la l ámpara y con calma repuso los trozos que acababa de quitar en la cavidad.
– El buen cura no quería que nadie supiera lo que había descubierto -dijo Claridon-. Primero el frasco de vidrio. Y ahora una puerta. Esa iglesia estaba llena de maravillas.
– ¿Adónde conducía la puerta? -quiso saber Stephanie.
– Ésa es la parte interesante. Lars nunca me lo contó todo. Pero después de leer su diario, ahora lo entiendo.
Saunière quit ó la última de las piedras de la puerta de hierro del suelo. Las puertas de la iglesia estaban cerradas, y el sol hac ía horas que se hab ía puesto. Durante todo el d ía no hab ía dejado de pensar en lo que yac ía bajo aquella puerta, pero no hab ía dicho ni una palabra de ello a los obreros, limit ándose a darles las gracias por su trabajo y explicando que ten ía intenci ón de tomarse unos d ías de descanso, de manera que no har ía falta que regresaran hasta la semana siguiente. Ni siquiera le hab ía contado a su preciosa amante lo que hab ía hallado, mencionando s ólo que despu és de la cena quer ía inspeccionar la iglesia antes de irse a la cama. La lluvia ahora acribillaba el tejado.
A la luz de la l ámpara de petr óleo, calcul ó que la puerta de hierro tendr ía poco m ás de noventa cent ímetros de longitud y unos cuarenta y cinco de ancho. Se encontraba a nivel del suelo, y no ten ía cerradura. Afortunadamente, su marco era de piedra, pero le preocupaban las bisagras, por lo que hab ía tra ído un recipiente de aceite de l ámpara. No era el mejor de los lubricantes, pero era todo lo que hab ía podido encontrar en tan poco tiempo.
Moj ó las bisagras con aceite y confi ó en que la adherencia producida por el paso del tiempo se aflojar ía. Meti ó entonces la punta de una barra de hierro bajo uno de los bordes de la puerta e hizo palanca hacia arriba.
Ning ún movimiento.
Presion ó con m ás fuerza.
Las bisagras empezaron a ceder.
Movi ó la barra, trabajando el oxidado metal, y luego aplic ó m ás aceite. Al cabo de varios intentos las bisagras gimieron y la puerta pivot ó, abri éndose y qued ándose fija, apuntando hacia el techo.
Encendi ó la linterna y la dirigi ó hacia la h úmeda abertura.
Una estrecha escalera bajaba unos cuatro o cinco metros hasta un basto suelo de piedra.
Sinti ó que una oleada de excitaci ón corr ía por su cuerpo. Hab ía o ído leyendas de otros curas sobre cosas que hab ían hallado. La mayor parte de ellas proced ían de la Revoluci ón, cuando los cl érigos ocultaron reliquias, iconos y decoraciones a los saqueadores republicanos. Muchas de las iglesias del Languedoc fueron v íctimas. Pero la de Rennes-le-Ch âteau se encontraba en un estado tal de deterioro que simplemente no hab ía nada que saquear.
Quiz ás todos se hab ían equivocado.
Prob ó el escal ón superior y decidi ó que hab ían sido excavados a partir de los cimientos de piedra de la iglesia. L ámpara en mano, se desliz ó hacia abajo, descubriendo al frente un espacio rectangular, excavado tambi én en la roca. Un arco divid ía la sala en dos partes. Entonces descubri ó los huesos. En las paredes exteriores se hab ían horadado unas cavidades como hornos, cada una de las cuales conten ía un ocupante esquel ético, junto con los restos de ropas, calzado, espadas y sudarios de entierro.
Alumbr ó con la linterna algunas de las tumbas cercanas y vio que cada una de ellas estaba identificada con un nombre cincelado. Todas eran de los D’Hautpoul. Las fechas iban desde el siglo xvi hasta el xviii. Cont ó las tumbas. En la cripta hab ía un total de veintitr és. Sab ía qui énes eran. Los se ñores de Rennes.
M ás all á del arco central, un cofre al lado de una marmita de hierro llam ó su atenci ón.
Dio un paso adelante, con la l ámpara en la mano, y qued ó sorprendido al descubrir que algo reflejaba la luz. Al principio pens ó que le enga ñaban sus ojos, pero enseguida comprendi ó que la visi ón era real.
Se inclin ó.
El recipiente de hierro estaba lleno de monedas. Levant ó una de ellas y vio que se trataba de monedas de oro francesas, muchas de ellas con una fecha: 1768. Ignoraba su valor, pero razon ó que deb ía de ser considerable. Era dif ícil decir cu ántas hab ía en el caldero, pero cuando prob ó su peso descubri ó que no pod ía mover ni un mil ímetro el recipiente.
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