De pronto cayó otra cuerda desde arriba. En seguida comprendió para qué era. Alargó el brazo y la agarró por el extremo. Las granadas de Yurovsky, al parecer, no habían hecho demasiados estragos. Asió el trozo que tenía más cercano y se encontró tirando de carne humana. Era Nicolás. Maks se quedó mirando al mutilado Zar, cuyo rostro apenas resultaba reconocible. Recordó a aquel hombre como era. Esbelto de cuerpo, con la mandíbula cuadrada, con una barba impresionante, con los ojos muy expresivos.
Ató el cuerpo con la cuerda e hizo señal de que lo izaran. Pero la tierra no parecía dispuesta a soltar su presa. Salió agua a borbotones de aquel cascarón vacío. Cedieron los músculos y la carne. Y Nicolás II volvió a caer en la charca.
El agua helada empapaba el rostro y el cabello de Maks.
La otra soga volvió a bajar. Maks acercó el cadáver y esta vez apretó más firmemente la atadura, contra la carne del torso que se desgarraba.
Sólo al tercer intento lograron sacar al Zar del pozo.
Luchando contra las náuseas, Maks repitió la operación otras ocho veces. Les llevó horas terminar, con el frío, la oscuridad y la podredumbre haciéndolo todo más difícil. Hubo de volver tres veces a la superficie, para calentarse un poco junto al fuego, porque estaba helado hasta los huesos. Cuando lo izaron, la última vez, el sol ya estaba alto en el horizonte y había nueve cuerpos mutilados sobre la hierba húmeda.
Un compañero le pasó una manta a Maks. Olía a buey, pero le vino muy bien.
– Vamos a enterrarlos aquí mismo -dijo uno de los soldados.
Yurovsky negó con la cabeza.
– No en este barro. Se descubriría con mucha facilidad el lugar de enterramiento. Tenemos que llevarlos a otro sitio. A estos malditos demonios hay que taparlos para siempre. Estoy harto de verles la puñetera cara. Acercad los carros. Vamos a llevarlos a otro sitio.
Trajeron las endebles carretas de madera desde donde las habían dejado. Las ruedas rebotaban en el suelo de barro endurecido. Maks permaneció envuelto en la manta, junto a Yurovsky, esperando que se acercaran los demás con las carretas.
Yurovsky no movía un músculo, ni apartaba la vista de los hinchados cuerpos.
– ¿Dónde podrán estar los dos que faltan?
– Aquí, desde luego, no -dijo Maks.
La mirada del judío se posó en él con la velocidad y la puntería de un proyectil:
– Esperemos que esto no acabe creándonos algún problema.
Maks sopesó la posibilidad de que aquel hombre de cuello corto, embutido en una chaqueta de cuero negro, pudiera saber más de lo debido. En seguida lo descartó. Esos dos cadáveres desaparecidos bien podían costarle la vida a Yurovsky. No era cosa que pudiera pasar por alto.
– No veo por qué -dijo Maks-. Están muertos, ¿no? Eso es lo que cuenta. Los cadáveres no harían más que confirmarlo.
El comandante se acercó a una de las mujeres muertas.
– Me temo que esto no es lo último que vamos a saber de los Romanov.
Maks no dijo nada. El comentario no requería respuesta.
Los nueve cuerpos fueron arrojados a las carretas. Luego los cubrieron con una manta, que ataron por debajo. Luego, todos descansaron unas horas y comieron pan negro con jamón de ajo. Era ya media tarde cuando salieron con rumbo al nuevo sitio. El camino era una masa de barro informe, con las rodadas desmoronadas. El día antes había corrido la voz de que el Ejército Blanco se escondía en los bosques. Había expedicionarios rojos registrando la zona, con instrucciones de matar a cualquier lugareño con que tropezasen en la zona restringida. La esperanza era que la gente, ante ese peligro, prefiriera quedarse en casa, dejándolos a ellos terminar su trabajo.
No habían recorrido tres kilómetros cuando se le rompió el eje a una de las carretas. Yurovsky, que iba detrás, en coche, dio orden de que se detuviera la procesión.
Las otras dos carretas no estaban en mejor estado.
– Quedaos aquí y vigilad -ordenó Yurovsky-. Voy a ir al pueblo a conseguir una camioneta.
La oscuridad los envolvía ya cuando regresó el comandante. Trasladaron los cadáveres a la camioneta y reanudaron el viaje. El vehículo tenía un faro averiado, y el otro apenas si llegaba a perforar la negrura total de la noche. Las ruedas no lograban evitar ni un solo bache del camino enlodado. En diversas ocasiones tuvieron que situar planchas de madera en el suelo, para poder seguir adelante, y ello hizo aún más lenta la marcha. Cuatro veces se atascaron en el barro, y cuatro veces tuvieron que sacar la camioneta a costa de penosísimos esfuerzos.
Hicieron un alto de una hora para descansar.
El 17 de julio se convirtió en 18 de julio.
Estaban a punto de dar las cinco de la mañana cuando las ruedas volvieron a atascarse en el barro, esta vez sin remedio. No hubo esfuerzo humano que lograra aflojar la presa de la tierra. Tampoco los ayudó mucho el extremado cansancio de que todos eran víctimas, por los esfuerzos de las cuarenta y ocho horas anteriores.
– Esta camioneta ya anduvo todo lo que tenía que andar -dijo al fin uno de los soldados.
Yurovsky miró al cielo. No faltaba mucho para que amaneciera.
– Llevo tres días conviviendo con los cadáveres de sus apestosas majestades. Ya está bien. Los enterraremos aquí mismo.
– ¿En el camino?-preguntó uno de ellos.
– Exactamente. Es el sitio ideal. Con todo este barro, nadie podrá percatarse de los hoyos que hagamos.
Sacaron las palas y cavaron una fosa común de unos tres por tres metros, por dos de profundidad. A ella arrojaron los cuerpos, quemándoles antes las caras con ácido sulfúrico, para evitar toda posterior identificación. Rellenaron la fosa con ramas, cal y planchas de madera. Luego liberaron la camioneta de su atasco y la hicieron pasar varias veces sobre el lugar de enterramiento. Cuando por fin terminaron, había desaparecido toda huella de la fosa.
– Estamos a unos veinte kilómetros al noroeste de Ekaterimburgo -dijo Yurovsky. - Desde el punto en que el ferrocarril cruza el camino, hay unos doscientos metros en dirección a la fábrica de Isetsk. Recordad este sitio. Aquí descansará para siempre nuestro glorioso Zar.
*
Lord captó la emoción en el rostro de Thorn.
– Allí los dejaron. En el barro. Y allí siguieron hasta 1979. Entonces se contó que uno de los miembros de la partida de búsqueda, cuando empezaron a cavar y tropezaron con las planchas de madera, dijo: «Ojalá no encuentre nada aquí.» Pero sí que encontraron algo. Nueve esqueletos. Mi familia.
Thorn tenía los ojos puestos en la alfombra. Se oyó pasar un coche por la calle. Finalmente, el abogado dijo:
– He visto fotos de los huesos colocados en mesas de laboratorio. Me avergüenza que los hayan expuesto como curiosidades de museo.
– No lograron ni ponerse de acuerdo sobre dónde enterrarlos -dijo Akilina.
Lord recordó la polémica que durante años se mantuvo. Ekaterimburgo pretendía que la familia real recibiera sepultura en el mismo sitio donde había sido ejecutada. San Petersburgo aducía que era menester enterrar al Zar y su familia en la Catedral de Pedro y Pablo, con todos los demás Zares. Pero el debate no era sólo cuestión de protocolo. Las autoridades de Ekaterimburgo veían una posible fuente de ingresos en el hecho de que el último Zar estuviera enterrado en sus alrededores. Y lo mismo podía afirmarse de San Petersburgo. Y, como acababa de decir Thorn, la contienda se prolongó durante cerca de ocho años y, mientras, los restos de la familia imperial permanecieron en cajas de metal en un laboratorio siberiano. Fue San Petersburgo quien acabó imponiéndose, cuando una comisión nombrada por el gobierno decidió que los nueve esqueletos tenían que ser enterrados junto a los demás Romanov. Fue uno más de los grandes fracasos de Yeltsin, que tratando de no ofender a nadie, acabó irritando a todo el mundo.
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