Steve Berry - La profecía Romanov

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El 16 de julio de 1918 el Zar Nicolás II y toda la familia imperial son ejecutados a sangre fría, pero cuando en 1991 se inhuman sus restos se descubre que faltan los cadáveres de dos de los hijos del Zar. Hoy, tras la caída del comunismo, el pueblo rusa ha decidido democráticamente el regreso de la monarquía. Una Comisión especial queda a cargo de que el nuevo Zar sea escogido entre varios familiares distantes de Nicolás II. Cuando el abogado norteamericano Miles Lord es contratado para investigar a uno de los candidatos, se ve envuelto en una trama para descubrir uno de los grandes enigmas de la Historia: qué le sucedió realmente a la familia imperial. Su única pista es un críptico mensaje en los escritos de Rasputín que anuncia que aquel cruento capítulo no será el último en la leyenda de los Romanov.

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– En un sitio muy bonito, poblado de árboles de la princesa. Mañana os lo enseñaré.

– ¿Por qué nos mintió usted antes? -preguntó Akilina.

Thorn permaneció un momento en silencio.

– Porque estoy muerto de miedo. Voy al Rotary Club los martes y a pescar los sábados. Aquí, la gente me confía sus adopciones, sus compras inmobiliarias, sus divorcios, y yo ayudo a todo el mundo. Pero ahora lo que me piden es que gobierne una nación.

Lord comprendió muy bien lo que le decía aquel hombre desde el otro lado de la habitación. No le envidió la tarea.

– Pero es que usted puede ser el catalizador que dé solidez a esa nación. Ahora, la gente recuerda al Zar con cariño.

– Eso es lo que me preocupa. Mi bisabuelo era un hombre difícil. Lo he estudiado con mucho detalle, y los historiadores no lo tratan demasiado bien. Y menos a mi bisabuela. Me preocupa la lección que se desprende de su fracaso. ¿Está Rusia verdaderamente dispuesta a regresar a la autocracia?

– No me parece a mí que nunca haya salido de ella -dijo Akilina.

Thorn tenía la mirada perdida en la distancia.

– Quizá tengas razón.

Lord captó la solemnidad que había en el tono del abogado. Thorn parecía estar sopesando cada palabra, cada sílaba, expresándose con gran cuidado.

– Estaba pensando en los hombres que os persiguen -dijo-. Por mi mujer. Tengo que asegurarme de que no le pasará nada. Ella no tiene nada que ver con todo esto.

– ¿Fue un matrimonio de conveniencia? -le preguntó Lord.

Thorn asintió.

– Sí, fueron Yusúpov y mi padre quienes me la encontraron. Procede de una devota familia ortodoxa, con vestigio de sangre real. Lo bastante, dadas las circunstancias, para superar cualquier objeción. Su familia llegó aquí en los años cincuenta, procedente de Alemania. Huyeron de Rusia tras la revolución. La quiero mucho. Hemos tenido una buena vida juntos.

Había algo más que Lord deseaba saber:

– ¿Contó alguna vez Yusúpov lo que se hizo con los cadáveres? Iosif Maks nos relató lo sucedido hasta el momento que su padre recogió a Alexis y Anastasia en el bosque, a la mañana siguiente de la ejecución. Pero Kolya salió aquel día…

– Eso no es verdad.

– Fue lo que nos contó su hijo.

– Salió, pero no tras recoger a Alexis y Anastasia. Volvió a la Casa para Usos Especiales. No salió con los dos muchachos hasta pasados tres días.

– ¿Tuvo algo que ver con el modo en que se deshicieron de los cuerpos?

Thorn asintió.

– He leído un montón de especulaciones y de relatos espurios. ¿Llegó a contar Yusúpov lo que verdaderamente ocurrió?

Thorn asintió.

– Sí, sí. Claro que lo contó.

44

Kolya Maks regresó a Ekaterimburgo a eso de las doce del mediodía. Antes había dejado a salvo a Alexis y Anastasia, en una casa de los alrededores, y había conseguido regresar sin que nadie se hubiera percatado de sus idas y venidas. Le dijeron que Yurovsky también había vuelto a Ekaterimburgo, y que había comunicado al Soviet Regional del Ural el cumplimiento de las ejecuciones. El comité recibió con agrado la noticia y la cursó a Moscú, con detalle del éxito.

Pero los hombres a quienes Yurovsky había ahuyentado de la mina de los Cuatro Hermanos, la noche antes, los hombres mandados por Peter Ermakov le estaban contando a todo el mundo dónde se hallaban los cadáveres de la familia real. Se hablaba de los corpiños de joyas y se decía que muchos hombres estaban dispuestos a aventurarse de nuevo en los bosques. Nada de ello era sorprendente: en la ocultación de los cuerpos había participado demasiada gente como para que hubiera la menor posibilidad de secreto.

Maks se presentó a Yurovsky a media tarde. Él y otros tres hombres habían recibido instrucciones de acudir al pueblo y ponerse a las órdenes del comandante.

– Van a volver allí -les dijo Yurovsky-. Ermakov está dispuesto a salirse con la suya.

Se oía en la distancia el cañoneo de la artillería.

– Los Blancos están a unos días de aquí. Puede que sea cuestión de horas, incluso. Tenemos que sacar esos cuerpos de la mina -a Yurovsky se le estrecharon los ojos-. Sobre todo, teniendo en cuenta el problema numérico que tenemos.

Maks y los otros tres comprendieron lo que quería decir. Nueve cadáveres, en lugar de los once previstos.

Yurovsky encargó a dos de los hombres que requisaran queroseno y ácido sulfúrico del primer vendedor que los tuviera disponibles. Maks recibió orden de subirse al coche y Yurovsky y él salieron de la localidad por la carretera de Moscú. La tarde había refrescado y estaba algo lúgubre, oculto el sol, que lució por la mañana, tras una densa nube del mismo color gris de las pistolas.

– Tengo entendido que al oeste de aquí hay minas inundadas de agua -dijo Yurovsky, durante el viaje-. A ellas arrojaremos los cadáveres, con piedras atadas a los pies, para que se hundan. Pero antes los quemaremos y los desfiguraremos con ácido. Aunque los encuentren, nadie podrá identificarlos. En estos parajes, no hay agujero donde no se tropiece uno con un par de cadáveres.

A Maks no le encantaba la idea de extraer nueve cadáveres ensangrentados del fondo de la mina de los Cuatro Hermanos. Recordó que Yurovsky había lanzado granadas de mano por el pozo abajo, y un escalofrío le recorrió la espina dorsal, ante la perspectiva de lo que podían encontrarse allí.

A veintitantos kilómetros al oeste de Ekaterimburgo se les averió el coche. Yurovsky, tras soltar unas cuantas imprecaciones contra el motor, echó a andar el primero. A siete u ocho kilómetros encontraron tres pozos profundos, los tres llenos de agua. Eran las ocho de la tarde cuando regresaron al pueblo, habiendo hecho una parte del viaje a pie y otra a lomos de cabalgaduras proporcionadas por un campesino. A la mina de los Cuatro Hermanos no volvieron hasta poco después de las doce de la noche del 18 de julio, transcurridas veinticuatro horas de la debacle de la noche anterior.

Les llevó varias horas iluminar el profundo pozo y prepararse. Maks permaneció a la escucha mientras cada uno de los tres hombres que habían venido con Yurovsky expresaba su deseo de que no fuera a él a quien le tocara bajar. Cuando todo estuvo en orden, Yurovsky dijo:

– Kolya, baja tú a buscarlos.

A Maks se le pasó por la cabeza objetar algo, pero con ello no haría sino manifestar debilidad, y eso era lo último que debía hacer en presencia de aquellos hombres. Se había ganado su confianza. Y, lo que era aún más importante: se había ganado la confianza de Yurovsky, y eso era algo que le iba a hacer falta en los días venideros. Sin decir palabra, se ató un cabo a la cintura y dos hombres lo fueron bajando por el pozo. La arcilla negra era aceitosa al tacto. El aire estaba impregnado de un olor bituminoso, con mezcla de moho y liquen. Pero también había otro olor, más penetrante y más asqueroso. Una pestilencia que ya antes había percibido. El olor de la carne pudriéndose.

A unos cinco metros de profundidad, el haz de su linterna alumbró una charca. En la temblorosa luz vio un brazo, una pierna, la parte trasera de una cabeza. Pidió a los de arriba que dejasen de bajarlo. Ya estaba muy cerca del fondo.

– Un poco más. ¡Basta! -gritó.

Su bota derecha hizo contacto, luego se sumergió. El agua estaba helada. Le recorrió el cuerpo un escalofrío, cuando se le fueron hundiendo las piernas. Afortunadamente, el agua sólo le llegaba a la cintura. Permaneció de pie, entre escalofrío y escalofrío, y volvió a pedir a sus compañeros que dejaran de bajarlo.

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