Steve Berry - La profecía Romanov

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El 16 de julio de 1918 el Zar Nicolás II y toda la familia imperial son ejecutados a sangre fría, pero cuando en 1991 se inhuman sus restos se descubre que faltan los cadáveres de dos de los hijos del Zar. Hoy, tras la caída del comunismo, el pueblo rusa ha decidido democráticamente el regreso de la monarquía. Una Comisión especial queda a cargo de que el nuevo Zar sea escogido entre varios familiares distantes de Nicolás II. Cuando el abogado norteamericano Miles Lord es contratado para investigar a uno de los candidatos, se ve envuelto en una trama para descubrir uno de los grandes enigmas de la Historia: qué le sucedió realmente a la familia imperial. Su única pista es un críptico mensaje en los escritos de Rasputín que anuncia que aquel cruento capítulo no será el último en la leyenda de los Romanov.

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Pero Yusúpov estaba dispuesto a llevarle la contraria al destino.

Envió a Kolya Maks y otros a Ekaterimburgo con órdenes de llevar a cabo el rescate a cualquier precio. Lo embargó la emoción cuando Maks consiguió infiltrarse hasta muy cerca de los hombres que vigilaban a la familia imperial. Pero fue prácticamente un milagro que Maks estuviera presente en la ejecución y que consiguiera salvar tanto a Alexis como a Anastasia, sacándolos del camión de transporte y volviendo a recogerlos donde los había dejado con vida, en un bosque. Sorprendentemente, las balas y las bayonetas habían respetado a Alexis. A Anastasia, un golpe en la cabeza, aplicado por el propio Maks, le había fracturado el cráneo, pero, por lo demás, el daño infligido no fue demasiado grande, porque el corpiño de diamantes y joyas la protegió de las balas. Tenía heridas de proyectil en una pierna, pero acabó recuperándose, con el tratamiento adecuado. Le quedó solamente una leve cojera, que la acompañó durante el resto de su vida.

Maks llevó a los dos chicos a una cabaña situada al oeste de Ekaterimburgo. Allí los aguardaban otros tres enviados de Yusúpov. Las órdenes de éste estaban claras: llevar a la familia al este. Pero no había familia: sólo dos adolescentes, muertos de miedo.

En los días posteriores al asesinato, Alexis no dijo una sola palabra. Permaneció sentado en un rincón de la cabaña. Comía y bebía de vez en cuando, pero el resto del tiempo se lo pasaba encerrado en sí mismo. Luego contó que la visión de los padres muertos a tiros, de la madre ahogándose en su propia sangre, de las bayonetas hincándose en el cuerpo de las hermanas, le había hecho perder la cabeza, y que lo único que podía hacer era repetirse mentalmente unas palabras que Rasputín le había dicho.

Tú eres el futuro de Rusia y tienes que sobrevivir.

A Maks lo había reconocido inmediatamente, de sus tiempos en la Corte Imperial. El fornido ruso tenía por misión transportar al zarevich en sus brazos, cuando a éste le fallaban las piernas por culpa de la hemofilia. No había olvidado el cariño con que Maks lo había tratado, y por eso cumplió sus indicaciones cuando le dijo que se estuviera quieto en el suelo.

Casi dos meses costó que los sobrevivientes completaran el trayecto hasta Vladivostok. Las semillas de la revolución iban más de prisa que ellos, pero no había casi nadie que tuviera la menor idea de cuál podía ser el aspecto físico de los jóvenes Romanov. Afortunadamente, el zarevich pasó por una temporada sin ataques de hemofilia, quitado un pequeño acceso cuando ya habían llegado.

Yusúpov ya tenía hombres esperando en la costa oriental rusa. En principio, había pensado mantener a la familia real en Vladivostok, hasta que fuera el momento adecuado, pero la dañina guerra civil iba inclinándose decididamente del lado de los Rojos. Los comunistas no tardarían en ocupar todos los resortes del poder. Y Yusúpov sabía qué era lo que había que hacer.

En la Costa Oeste norteamericana desembarcaban barcos y más barcos de emigrantes rusos. San Francisco era el principal puerto de entrada. Alexis y su hermana, junto con un matrimonio ruso contratado a tal efecto, subieron a bordo de uno de esos barcos en diciembre de 1918.

Yusúpov, por su parte, salió de Rusia en abril del año siguiente, con su mujer y una hija de cuatro años. Se pasó los cuarenta y ocho años siguientes viajando por Europa y América. Escribió un libro y defendió su reputación periódicamente, a fuerza de querellas por difamación e injurias, cada vez que, a su entender, alguna película o alguna publicación lo retrataban de modo inexacto. Cara al público, siguió siendo un rebelde, desafiante y orgulloso de sí mismo, sosteniendo que la muerte de Rasputín había sido una medida correcta, dadas las circunstancias. No aceptó responsabilidad alguna por los hechos posteriores, ni por nada de lo ocurrido en Rusia. En privado, no le ocurría lo mismo. Le daban arrebatos de cólera cada vez que hablaba de Lenin y, luego, de Stalin. Lo que él había pretendido, al matar a Rasputín, era liberar a Nicolás II del yugo germano que representaba su Alejandra, pero también garantizar la supervivencia de la Rusia imperial. Y lo que ocurrió, tal como Rasputín había predicho, fue que las aguas del Neva se enrojecieron con la sangre de los nobles. Los Romanov murieron indiscriminadamente.

Rusia se acabó.

Nació la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

*

– ¿Qué ocurrió tras la llegada de Alexis y Anastasia a Estados Unidos? -preguntó Lord.

Thorn ocupaba el sofá situado frente a las ventanas. Akilina se había encaramado a la cama. Había escuchado con creciente asombro el relato de Thorn, que iba llenando los huecos en lo que ya ellos sabían. También Lord estaba asombrado.

– Ya había aquí otras dos personas. Yusúpov los había enviado por delante, para que buscasen un refugio seguro. Una de estas personas había visitado el este de Estados Unidos y los Apalaches. Conocía los árboles de la princesa y pensó que su nombre estaba lleno de significado. De modo que los dos chicos fueron trasladados primero a Asheville y luego más al norte, a Génesis. Los instalaron con la misma pareja rusa que había hecho con ellos el viaje en barco. Se eligió el apellido Thorn porque era bastante corriente en la zona. Se convirtieron en Paul y Anna Thorn, hijos de Karel e Ilka Thorn, pareja eslava procedente de Lituania. En aquella época hubo millones de personas que entraron como inmigrantes en Estados Unidos. Nadie se fijó demasiado en aquellos cuatro. Hay una gran comunidad eslava en Boone. Y por aquel entonces no había nadie en este país que supiera nada de la familia imperial.

– ¿Fueron felices? -preguntó Akilina.

– Muy felices. Yusúpov había invertido muchísimo en la bolsa norteamericana, y los dividendos sirvieron para sufragar la adaptación al nuevo modo de vida. Se tomaron todas las medidas para ocultar la riqueza. Los Thorn vivían con sencillez, sin contactar con Yusúpov más que por intermediarios. Tuvieron que pasar décadas para que Yusúpov llegase a hablar con mi padre.

– ¿Cuántos años vivieron?

– Anastasia murió en 1922, de neumonía. Lo peor fue que le faltaban unas semanas para casarse. Yusúpov había por fin encontrado un buen candidato, desde el punto de vista de la monarquía, salvo por el detalle de que su árbol genealógico era más bien un arbusto. Alexis se había casado el año anterior. Tenía dieciocho años, y la preocupación era que su enfermedad acabase por superarlo. En aquella época no había nada que pudiera aliviar la hemofilia. Se concertó su boda con la hija de uno de los colaboradores de Yusúpov. La joven, mi abuela, sólo tenía dieciséis años, pero cumplía con todos los requisitos para ser Zarina. Una vez arreglados los papeles de inmigración, los casó un sacerdote ortodoxo en una cabaña, no lejos de aquí. El sitio sigue siendo de mi propiedad.

– ¿Cuántos años más vivió Alexis? -preguntó Lord.

– Sólo tres. Pero tuvo tiempo de engendrar a mi padre, que nació con buena salud. La hemofilia sólo la transmiten las mujeres a los varones. Más adelante, Yusúpov diría que también en ello había intervenido el destino. Si Anastasia hubiera vivido más que Alexis, y si hubiera tenido un hijo, la maldición podría haberse prolongado. Pero concluyó con su muerte, y mi abuela tuvo un hijo varón.

Lord sintió una extraña punzada de tristeza. El recuerdo de cuando le dijeron que su padre había muerto. Una curiosa mezcla de dolor y alivio, combinada con algo de añoranza. Apartó de sí tal sentimiento y preguntó:

– ¿Dónde están enterrados?

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