Steve Berry - La profecía Romanov

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La profecía Romanov: краткое содержание, описание и аннотация

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El 16 de julio de 1918 el Zar Nicolás II y toda la familia imperial son ejecutados a sangre fría, pero cuando en 1991 se inhuman sus restos se descubre que faltan los cadáveres de dos de los hijos del Zar. Hoy, tras la caída del comunismo, el pueblo rusa ha decidido democráticamente el regreso de la monarquía. Una Comisión especial queda a cargo de que el nuevo Zar sea escogido entre varios familiares distantes de Nicolás II. Cuando el abogado norteamericano Miles Lord es contratado para investigar a uno de los candidatos, se ve envuelto en una trama para descubrir uno de los grandes enigmas de la Historia: qué le sucedió realmente a la familia imperial. Su única pista es un críptico mensaje en los escritos de Rasputín que anuncia que aquel cruento capítulo no será el último en la leyenda de los Romanov.

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Por todas partes prendía el otoño: los picos y los valles ardían en oros, en naranjas, y una neblina humeante ascendía, rizada, de los valles mas profundos. Solo los pinos y los árboles de la princesa conservaban su viva fachada estival.

Cambiaron de plan en Dallas y cogieron un vuelo a Nashville. Desde allí, un enlace rápido los dejó en Asheville. De esto último hacía una hora. Lord se quedó sin dinero en Nashville y se vio obligado a utilizar la tarjeta de crédito, hecho del que esperaba no tener que arrepentirse, sabiendo, como sabía, que las anotaciones de las tarjetas podían localizarse por terceros. Pero es que también la compra de billetes de avión era susceptible de control. Lo único que cabía esperar era que la afirmación de Maxim Zubarev en el sentido de que contaban con la colaboración del FBI y del servicio de aduanas fuese pura baladronada. No podía afirmarlo con total seguridad, pero Lord estaba convencido de que los rusos actuaban con independencia del gobierno de Estados Unidos. Quizá hubiera alguna colaboración periférica, de poca importancia y encubierta, pero nada parecido a un esfuerzo generalizado por localizar a un abogado norteamericano y una acróbata rusa. Algo así, pensaba Lord, habría requerido una explicación más profunda. Y el riesgo de que él les contara a los norteamericanos lo que estaba ocurriendo, antes de que los rusos pudieran controlar la situación, era demasiado elevado. No, los rusos trabajaban solos, al menos por el momento.

El trayecto en dirección norte, a partir de Asheville, había sido agradable: pasando por la carretera del parque Blue Ridge, llegaron a la estatal 81, que los conducía a través de onduladas colinas y montañas de poca elevación. Génesis era una ciudad de postal, con edificios de ladrillo, madera y piedra local, lleno de extrañas galerías de arte, tiendas de regalos y anticuarios. En la calle central había toda una hilera de bancos, uno detrás del otro, bajo la protección de los frondosos sicómoros. El cruce central estaba dominado por una heladería; los restantes, por dos instituciones bancarias y un drugstore. Establecimientos franquiciados, casas de pisos y alojamientos turísticos empezaban a abundar según se alejaba uno del centro. Cuando cruzaron la ciudad, el sol ya estaba en su ocaso y el cielo iba pasando del azul resplandeciente a un salmón pálido, mientras los árboles y los picos de las montañas viraban al violeta. Era un sitio donde anochecía temprano, al parecer.

– Ya estamos -le dijo Lord a Akilina-. Ahora tenemos que averiguar quién es la Espina. O qué.

Iba a meterse en un almacén de artículos sanitarios para consultar la guía de teléfonos local cuando algo le llamó la atención. Era una placa de hierro forjado que colgaba en un costado de un edificio de ladrillo, de dos plantas. Algo más allá estaban los juzgados, en una plaza muy poblada de árboles. El texto decía, en letras negras: MICHAEL THORN. ABOGADO. Llamó la atención de Akilina sobre la placa y se lo tradujo.

– Igual que en Starodub -dijo ella.

También él lo había pensado.

Aparcó junto a la acera, una bocacalle más allá. Rápidamente desanduvieron el camino y entraron en el bufete, donde una secretaria les dijo que el señor Thorn estaba en el juzgado, buscando unas escrituras, pero que no tardaría en volver. Lord expresó su deseo de hablar con Thorn inmediatamente, y la mujer le indicó dónde podía encontrarlo.

Se acercaron andando a los juzgados del condado de Dillsboro, un edificio de ladrillo y piedra, con el pórtico de columnas y la cúpula elevada que suelen adornar este tipo de instalaciones legales en el sur de Estados Unidos. Una placa de bronce, junto a la puerta principal, señalaba que el edificio se terminó de construir en 1898. Lord no conocía muchos juzgados, porque su práctica legal se limitaba a las salas de juntas y las instituciones financieras de las principales ciudades norteamericanas o de las capitales de Europa del Este. De hecho, nunca había actuado ante los tribunales. Pridgen & Woodworth tenía cientos de abogados que se ocupaban de ello. Él era un negociador de acuerdos. El hombre entre bastidores. Hasta la semana anterior, cuando se vio proyectado al centro del escenario.

Encontraron a Michael Thorn en el sótano donde se guardaban las escrituras, encorvado sobre un volumen de colosal tamaño. A la cruda luz de las lámparas fluorescentes, Lord vio que Thorn era un hombre de mediana edad y ya escaso pelo. Bajo y fornido, pero no grueso. Tenía muy acusado el caballete de la nariz, los pómulos altos, el rostro, sin duda, más juvenil de lo que a su edad correspondía.

– ¿Michael Thorn? -le preguntó Lord.

El hombre levantó la cabeza y sonrió.

– Ése soy yo.

Lord le dijo quién era y luego le presentó a Akilina. No había nadie más en aquel recinto sin ventanas.

– Acabamos de llegar de Atlanta.

Lord le enseñó su tarjeta del colegio de abogados de Georgia y utilizó la misma frase que le había funcionado en el banco de San Francisco.

– Estoy aquí por un asunto sucesorio en que es parte un familiar de la señorita Petrovna.

– Cualquiera diría que la práctica legal no es lo único a que usted se dedica -dijo Thorn, señalando con un gesto las huellas de golpes que Lord aún tenía en la cara.

Reaccionó con rapidez:

– Me gusta practicar el boxeo de vez en cuando, como aficionado, los fines de semana. La última vez me dieron bastante más de lo que di.

Thorn sonrió.

– ¿En qué puedo serle útil, señor Lord?

– ¿Hace muchos años que tiene usted bufete aquí?

– Toda mi vida -dijo Thorn, con un toque de orgullo en la voz.

– Es una ciudad preciosa. No la conocía. Usted, por consiguiente, se ha criado aquí, ¿verdad?

El rostro de Thorn expresó cierta curiosidad.

– ¿A qué vienen tantas preguntas, señor Lord? Creí entender que estaba usted aquí por una herencia. ¿Quién es el fallecido? Seguro que lo conozco.

Lord extrajo del bolsillo la Campana del Infierno. Se la tendió a Thorn y se quedó esperando a que éste reaccionara de algún modo.

Thorn observó la campana por fuera y por dentro, sin fijarse demasiado.

– Impresionante. ¿Es oro macizo?

– Creo que sí. ¿Puede usted leer la inscripción?

Thorn alcanzó sus gafas, que tenía en la repisa de lectura, y miró atentamente el exterior de la campana.

– Unas letras muy pequeñas, ¿no?

Lord no dijo nada. Se limitó a mirar a Akilina, que tenía los ojos clavados en Thorn.

– Lo siento, pero está en algún idioma extranjero. No sé cuál. El caso es que no puedo leerlo. Me temo que el inglés es mi único medio de comunicación, y aún hay quien dice que no se me da especialmente bien.

– Quien resista hasta el fin se salvará -dijo Akilina, en ruso.

Thorn se quedó mirándola un momento. Lord no llegó a ninguna conclusión en cuanto a su modo de reaccionar. Podía ser sorpresa, pero también que no hubiera comprendido ni una palabra. Lo miró a los ojos.

– ¿Qué es lo que acaba de decir? -preguntó Thorn.

– Quien resista hasta el fin se salvará.

– Evangelio según san Mateo -dijo Thorn-. Pero ¿qué tiene eso que ver con lo que sea que estemos tratando aquí?

– ¿Tienen esas palabras algún significado para usted? -le preguntó Lord.

Thorn le devolvió la campana.

– ¿Qué es lo que quiere usted, señor Lord?

– Sé que le puede resultar extraño, pero tengo que hacerle unas pocas preguntas más. ¿Tendrá usted la amabilidad de permitírmelo?

Thorn se quitó las gafas.

– Proceda.

– ¿Hay muchos Thorn aquí en Génesis?

– Tengo dos hermanas, pero no viven aquí. Hay otras familias Thorn, una de ellas muy grande, pero no nos tocamos nada.

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