Steve Berry - La profecía Romanov

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El 16 de julio de 1918 el Zar Nicolás II y toda la familia imperial son ejecutados a sangre fría, pero cuando en 1991 se inhuman sus restos se descubre que faltan los cadáveres de dos de los hijos del Zar. Hoy, tras la caída del comunismo, el pueblo rusa ha decidido democráticamente el regreso de la monarquía. Una Comisión especial queda a cargo de que el nuevo Zar sea escogido entre varios familiares distantes de Nicolás II. Cuando el abogado norteamericano Miles Lord es contratado para investigar a uno de los candidatos, se ve envuelto en una trama para descubrir uno de los grandes enigmas de la Historia: qué le sucedió realmente a la familia imperial. Su única pista es un críptico mensaje en los escritos de Rasputín que anuncia que aquel cruento capítulo no será el último en la leyenda de los Romanov.

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Doce deben morir para que la resurrección sea completa.

Repasó el número de muertos. Cuatro el primer día, incluyendo a Artemy Bely. El guarda de la Plaza Roja. El compañero de Pashenko. Iosif y Vassily Maks. Hasta ahora, todo lo dicho por el starets se había cumplido.

¿Quiénes faltaban por morir?

*

Hayes miraba a Khrushchev retorcerse en su asiento. El antiguo comunista, ministro del gobierno durante muchos años, muy bien situado y mejor relacionado, estaba nervioso. Hayes sabía bien que los rusos llevaban siempre sus emociones a flor de piel. Si se sentían felices, lo manifestaban con una exuberancia que a veces resultaba aterradora. Si estaban tristes, su desesperación alcanzaba las mayores profundidades. Iban, por naturaleza, de un extremo al otro, sin detenerse casi nunca en el punto medio; y Hayes había ya aprendido, tras casi veinte años de trato con ellos, que la franqueza y la lealtad eran muy importantes atributos. Lo malo era que podían pasar años antes de que un ruso empezara a confiar en otro ruso, y muchos más en un extranjero.

En aquel momento, Khrushchev estaba comportándose de un modo especialmente ruso. Veinticuatro horas antes era todo confianza y seguridad y estaba totalmente convencido de que Lord no tardaría en caer en sus manos. Ahora estaba serio y taciturno y llevaba sin decir prácticamente nada desde la noche antes, en el zoo, cuando se percataron de que no había modo de seguir a su presa, y él comprendió que tendría que explicarles todo aquello a los miembros de la Cancillería Secreta, a quienes, además, no les había parecido buena idea, en principio, que dejaran escapar a Lord para luego seguirlo.

Se hallaban en la segunda planta del consulado, solos en el despacho de Vitenko, con la llave echada. Al otro lado del hilo estaban los miembros de la Cancillería, reunidos en el estudio de su local moscovita. Nadie estaba contento con la situación actual, pero nadie criticaba abiertamente las medidas tomadas.

– Qué le vamos a hacer -decía Lenin, por teléfono-. ¿Quién iba a predecir la intervención de un gorila?

– Rasputín -dijo Hayes.

– Ah, señor Lincoln, está usted empezando a hacerse cargo de nuestra preocupación -dijo Brezhnev.

– Estoy empezando a pensar que sí, que definitivamente Lord anda detrás de un descendiente de Alexis o de Anastasia. Un heredero del trono de los Romanov.

– Parece ser -dijo Stalin-que nuestros peores miedos se han hecho realidad.

– ¿Alguien tiene idea de dónde pueden haber ido? -preguntó Lenin.

Hayes llevaba horas haciéndose esa pregunta.

– He contratado a una compañía de investigación de Atlanta para que tenga vigilado su apartamento. Si pasa por allí, lo tendremos localizado. Y esta vez no lo dejaremos escapar.

– Eso está muy bien -dijo Brezhnev-. Pero ¿y si se encamina directamente al sitio en que lo esté esperando el supuesto heredero?

Ésa era otra posibilidad que Hayes había estado sopesando. Tenía contactos en los cuerpos encargados de imponer el cumplimiento de la ley. El FBI. El servicio de aduanas. La DEA. Podían servirle para seguir de modo encubierto los pasos de Lord, sobre todo si utilizaba tarjetas bancarias o de crédito en su viaje. Sus contactos tendrían acceso a datos que él nunca podría conseguir. Pero meterlos en la función lo obligaría a enredarse con personas a quienes prefería mantener a una distancia de respeto. Sus millones estaban seguros bajo la protección de una verdadera montaña de cobertura suiza, y tenía intención de disfrutar de todos esos dólares -y unos cuantos millones más que pensaba conseguir-en los años venideros. Llegado el momento, dejaría el bufete, llevándose la cantidad de siete cifras que le garantizaba el contrato de recompra de acciones. Los demás socios querrían, seguramente, que mantuviera alguna relación con ellos, aunque sólo fuera para no quitar su nombre de la placa y del membrete de las cartas, garantizándose así la fidelidad de los clientes que él había ido consiguiendo a lo largo del tiempo. Y él aceptaría, desde luego, si le pagaban un razonable estipendio anual -lo suficiente, digamos, para vivir modestamente en un palacio de Europa-. Todo iba a ser perfecto. De modo que ni por asomo pensaba darle a nadie la oportunidad de fastidiárselo. Mintió, pues, en su respuesta a Brezhnev:

– Me quedan teclas que tocar. Aquí también hay gente disponible, como la tienen ustedes en Rusia.

En realidad, nunca había necesitado de esa gente, y no tenía idea de dónde podía encontrarla; pero sus compinches rusos no tenían por qué saberlo.

– No creo que sea problema.

Khrushchev lo miró a los ojos. El altavoz permanecía en silencio, mientras, al parecer, sus interlocutores rusos esperaban que se les dijera algo más.

– Estoy convencido de que Lord se pondrá en contacto conmigo -dijo Hayes.

– ¿En qué se basa? -le preguntó Khrushchev.

– No tiene motivo para no confiar en mí. Sigo siendo su jefe, y yo tengo contactos en el gobierno ruso. No le queda más remedio que llamarme, sobre todo si, en efecto, localiza a alguien. Yo seré la primera persona a quien querrá contárselo. Él sabe muy bien lo que se juegan nuestros clientes, y lo que todas estas novedades significarían para ellos. Me llamará.

– Pues hasta ahora no lo ha hecho -dijo Lenin.

– Porque estaba en la línea de fuego y en movimiento. Y también porque hasta ahora no tiene nada que aportar que demuestre la utilidad de sus esfuerzos. Aún sigue buscando. Dejémoslo. Luego se pondrá en contacto conmigo. Estoy seguro.

– Sólo nos quedan dos días para contener esto -dijo Stalin-. Afortunadamente, una vez elegido Baklanov será difícil anular su nombramiento, sobre todo si manejamos con tiento las relaciones públicas. Si algo de esto llega a conocimiento del público, lo único que tenemos que hacer es presentarlo como un nuevo bulo lanzado por los conspiradores. Nadie se lo tomará en serio.

– No necesariamente -dijo Hayes-. Las pruebas de ADN pueden demostrar el nexo con Nicolás y Alejandra, porque el código genético de los Romanov está ya catalogado. También yo opino que la situación puede controlarse, pero necesitamos cadáveres por herederos, no seres humanos vivos, y quiero decir cadáveres que nunca aparezcan. Hay que quemarlos.

– ¿Puede hacerse? -quiso saber Khrushchev.

Hayes no estaba muy seguro de que sí, pero sabía lo que estaba en juego, para él y para los demás, de manera que dio la respuesta correcta:

– Por supuesto.

42

Génesis, Carolina del Norte

16:15

Lord miraba el paisaje desde su puesto de conductor, admirando con renovado interés las densas acumulaciones de árboles que se alzaban a ambos lados de la empinada carretera. Eran de corteza gris claro, con manchas más oscuras, y las largas hojas mostraban un verde muy intenso. Había visitado la zona varias veces con anterioridad, en excursiones de fin de semana, y se había fijado en los sicómoros comunes, las hayas y los robles. Pero siempre había pensado que aquellos otros árboles tan tupidos eran una variedad del álamo. Ahora sabía lo que eran.

– Ahí tienes los árboles de la princesa -dijo, señalando-. Anoche leí que en esta época del año es cuando los grandes sueltan la semilla. Un solo árbol pone en circulación unos veinte millones de semillas. Se comprende que los vea uno por todas partes.

– ¿Has estado aquí antes? -le preguntó Akilina.

– He estado en Asheville, que dejamos atrás hace un rato, y en Boone, que está algo más al norte. Esto es zona de esquí, en invierno, muy importante, y en verano se está de maravilla.

– Me recuerda Siberia. Cerca de donde vivía mi abuela. Había montes bajos y bosques como éste. El aire era limpio y fresco, igual que aquí. Me encantó.

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