Pero Rey Arturo le cerró el camino cuando le faltaban unos pasos para ponerse a salvo.
El primate se hallaba frente a él, a poco más de un metro de distancia, apestándolo con su nauseabundo olor. Tras una intensa mirada vino un gruñido en tono bajo. El gorila tenía el labio superior hinchado y abría la boca para mostrar unos colmillos tan largos como los dedos de Lord. Extendió el brazo lentamente hasta tocar la bolsa, como en una caricia.
Lord se quedó muy quieto.
El gorila le tocó el pecho con el dedo. No llegó a hacerle daño, pero hizo contacto con la piel de Lord. Era un gesto casi humano. Por un momento, Lord perdió un poco el miedo. Clavó la mirada en los brillantes ojos del animal y comprendió que ya no estaba en peligro.
Rey Arturo retiró el dedo y se alejó un poco.
También la hembra se había quitado de en medio, tras la reprimenda que acababa de ganarse.
El gran primate siguió apartándose, hasta dejar libre el camino que llevaba al portal. Lord se metió a rastras y la puerta metálica se cerró tras él.
– Nunca había visto reaccionar así a Rey Arturo -dijo la cuidadora, mientras echaba el cierre-. Es muy agresivo.
Lord, por entre los barrotes de la puerta, observó al gorila, que había vuelto a apoderarse del jersey. Al final, acabó perdiendo el interés y se alejó camino de un montón de fruta.
– Ahora, ¿harán ustedes el favor de explicarme qué hacen aquí?
– ¿Hay salida?
– No tan de prisa. Hay que esperar a que llegue la policía.
Lord pensó que eso no iba a ser posible. No había modo de saber hasta dónde alcanzaba la influencia de sus perseguidores. Vio que había una puerta de salida, cerrada, y más allá un vestíbulo visible a través de un cristal reforzado con alambre. Asió del brazo a Akilina y ambos echaron a andar en esa dirección.
– He dicho que vamos a esperar a la policía.
La mujer de uniforme les cortó el paso.
– Mire, estamos pasándolas muy mal. Unos cuantos hombres intentan matarnos y hace un rato he tenido que mirarle a los ojos a un gorila de ciento cincuenta kilos. Comprenderá que no me apetezca nada discutir.
La cuidadora, aún dubitativa, se apartó.
– Buena elección. Ahora, ¿dónde está la llave de esa puerta?
La empleada se buscó en el bolsillo y le entregó a Lord una arandela con una sola llave colgando. Akilina y Lord salieron de aquella habitación. Lord echó la llave a la puerta.
No tardaron en encontrar una salida que daba más allá de la zona de visita, hacia dos grandes cobertizos llenos de herramientas. Más adelante había un aparcamiento vacío. Según un cartel, todo aquello era zona reservada al personal del zoo. Sabiendo que no podían volver a la entrada principal, Lord se dirigió hacia el océano y la avenida que corría paralela a la costa. Quería salir de aquellos parajes cuanto antes, y se llevó una alegría al ver que se acercaba un taxi. Pararon el vehículo y se subieron. El conductor los dejó en el Golden Gate Park al cabo de diez minutos.
Entraron en el parque.
Frente a ellos se veía un campo de fútbol sin iluminar, con un pequeño estanque a la derecha. El parque se extendía varios kilómetros en todas direcciones. Los árboles y las praderas estaban en la sombra y no se percibían sus detalles. Se sentaron en un banco. Lord tenía los nervios destrozados. No sabía cuánto más podría soportar. Akilina le pasó el brazo por detrás y apoyó la cabeza en su hombro.
– Qué sorprendente, lo que hiciste con el gorila. Eres una trepadora nata.
– No creo que hubiera llegado a hacerme daño.
– Comprendo lo que quieres decir. También el macho podría haber pasado al ataque, pero no lo hizo. Llegó incluso a evitar que la hembra se lanzase.
Lord recordó los golpes de la bolsa contra la pared de piedra. La recogió del suelo húmedo. La farola que había sobre sus cabezas proporcionaba un resplandor naranja. No había nadie a la vista. Soplaba un aire frío, y Lord echó de menos su jersey.
Abrió la cremallera de la bolsa.
– Cuando Rey Arturo se puso a estamparla contra la pared, sólo pensé en el Fabergé.
Sacó el huevo de la bolsa de terciopelo. Se le habían roto tres de sus patas y había muchos diamantes sueltos. Akilina hizo cuenco con las manos y recogió todos aquellos restos preciosos. El huevo estaba rajado por el centro, abierto como una toronja.
– Está hecho polvo -dijo-. Era un objeto de valor incalculable. Por no decir que la rotura puede traer como resultado el fin de nuestra búsqueda.
Se quedó mirando la hendidura abierta en semejante obra de arte. Se le estaba revolviendo el estómago. Dejó la bolsa de terciopelo y, suavemente, acarició el Fabergé con el dedo, en la esperanza de averiguar lo que había dentro. Algo blanco y fibroso, como una especie de material de embalaje. Extrajo una pizca y descubrió que era algodón, tan compactado que resultaba difícil arrancar algo como muestra. Siguió tanteando, con la esperanza de acabar localizando el mecanismo de alzada de los tres diminutos retratos.
Ahondó con la punta del dedo.
Algo duro, sin duda.
Y suave.
Se situó mejor con respecto a la luz de la farola y siguió buscando con el dedo.
Captó un destello de oro con algo grabado en la superficie.
Letras.
Agarró el huevo con ambas manos y partió la corteza de oro, como si hubiera sido una granada.
Hayes vio que Orleg y Párpado Gacho salían del zoo por la puerta principal. Khrushchev y él habían esperado pacientemente en el aparcamiento durante diez minutos. El rastreador que le habían colocado a Lord en el coche -un artilugio diminuto, del tamaño de un botón- había funcionado perfectamente. El consulado poseía una buena cantidad de estos aparatos, reminiscencia de la guerra fría, durante la cual San Francisco fue un punto neurálgico de recogida de información dentro de la región de California, tan importante en lo referente a la informática y la defensa.
Había dejado escapar a Lord como medio para localizar a Akilina Petrovna, en cuyas manos, pensaba Hayes, se debía de hallar lo que fuera que hubiese encontrado Lord tanto en la tumba de Kolya Maks como en la caja de seguridad. La capacidad de seguimiento de su presa les había permitido mantenerse a una distancia prudencial, mientras Lord se iba abriendo paso por el tráfico vespertino. A Hayes le pareció extraño el lugar de la cita, pero se dijo que Lord habría preferido un sitio público. Llamar la atención era precisamente lo que menos necesitaba Hayes.
– No me gusta nada la cara que traen -dijo Khrushchev.
Tampoco a Hayes, pero se lo calló. Estaba más o menos tranquilo, porque la pantalla LCD que tenía delante seguía emitiendo pitidos, lo que quería decir que no habían perdido a Lord. Apretó un botón y la ventanilla trasera del Lincoln bajó con un zumbido. Orleg y Párpado Gacho se detuvieron al lado.
– Saltó al foso de los gorilas -dijo Orleg-. Tratamos de seguirle, pero una de esas puñeteras bestias nos cerró el camino. Además, tampoco era cosa de montar el espectáculo. Lo que tenemos que hacer es seguirlo otra vez.
– Muy prudente por vuestra parte -dijo Hayes-. La señal sigue siendo fuerte.
Se volvió hacia Zubarev.
– ¿Procedemos?
Abrió la puerta y los ocupantes se bajaron del coche, en la oscuridad de la noche. Orleg se hizo con la pantalla LCD y todos se le acercaron. En la distancia se oían unas sirenas, cada vez más cerca.
– Alguien ha llamado a la policía. Tenemos que poner fin a todo esto cuanto antes -dijo Hayes-. No estamos en Moscú. Aquí, la policía hace un montón de preguntas.
La entrada principal del zoo estaba sin vigilar, de modo que pudieron entrar en seguida. Había un montón de gente en torno al recinto de los gorilas. El rastreador que llevaba Orleg seguía indicando la presencia de Lord en las cercanías.
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