– ¿Quieres que recemos por él?
No era algo que pudiera perjudicar a nadie.
– A lo mejor sirve de algo, padre. Luego, ¿podría usted indicarme el mejor camino para llegar al parque zoológico?
Lord abrió los ojos, con miedo a que le aplicasen una nueva descarga eléctrica, o le volvieran a tapar la nariz con cinta aislante. No sabía cuál de las dos cosas era peor. Pero se dio cuenta de que no seguía atado al asiento. Estaba tendido sobre el suelo de madera, boca abajo, con los pies y las piernas abiertos. Habían cortado sus ataduras y éstas colgaban de las patas y los brazos del sillón. No estaba a la vista ninguno de sus torturadores. Sólo tres lámparas iluminaban el despacho, además de la luz crepuscular que filtraban las opacas cortinas de los ventanales.
El dolor que le produjeron las descargas eléctricas al recorrerle el cuerpo había sido tremendo. Orleg se había deleitado en ir cambiando el punto de contacto. Empezó por la frente, luego pasó al pecho, finalmente al escroto, que ahora le dolía tanto por el golpe de Párpado Gacho como por acción de los cables eléctricos. Era una sensación como la del agua fría al entrar en contacto con un diente muy dañado: lo suficientemente fuerte como para hacerle perder el sentido. Pero Lord hizo todo lo posible por aguantar, por no dejarse ir, por mantenerse alerta. No podía desmayarse y dejárselo todo a Akilina. Una cosa era que hubiese por ahí algún mítico heredero de los Romanov, y otra, muy distinta, era Akilina.
Intentó incorporarse, pero tenía entumecida la pierna derecha y no lograba mantenerse en pie. Los números de su reloj tanto le parecían enfocados como desenfocados. Cuando por fin logró verlos, comprobó que eran las cinco y cuarto de la tarde. Faltaban cuarenta y cinco minutos para la cita con Akilina.
Abrigaba la esperanza de que no la hubiesen localizado. El hecho de que él aún estuviera vivo quizá fuera confirmación del fracaso de sus enemigos. Lo más probable era que Akilina hubiera seguido sus instrucciones, tras haber llamado por teléfono a las tres y media, sin conseguir hablar con él.
Había sido una imbecilidad por su parte confiar en Filip Vitenko, creyendo además que los miles de kilómetros que separaban San Francisco de Moscú serían protección suficiente. Al parecer, quienquiera que fuese el interesado en averiguar lo que estaba haciendo Lord poseía los contactos suficientes como para saltarse las fronteras. Lo cual implicaba una relación gubernamental a alto nivel. Decidió que no volvería a cometer ese error. De ahora en adelante sólo confiaría en Akilina y en Taylor Hayes. Su jefe tenía buenos contactos. Quizá bastaran para poner arreglo a lo que sucedía.
Pero había que empezar por el principio. Lo primero que tenía que hacer era salir del consulado.
Lo más probable era que Orleg y Párpado Gacho anduvieran cerca, quizá en el exterior. Trató de recordar lo ocurrido antes de que perdiera el sentido. Lo único que le venía a las mientes era la electricidad recorriéndole el cuerpo, en cantidad suficiente como para acelerar al máximo los latidos de su corazón. Mirándole a los ojos, había captado en ellos todo lo que Orleg estaba disfrutando. Lo último que recordaba, antes de perder el conocimiento, era a Párpado Gacho apartando al inspector y diciendo que ahora le tocaba a él.
Intentó de nuevo incorporarse. Una ola de vértigo le recorrió el cerebro.
Se abrió de golpe la puerta. Entraron Párpado Gacho y Orleg.
– Muy bien, señor Lord. Ya está usted despierto -dijo Orleg, en ruso.
Lo levantaron del suelo de un tirón. De inmediato, la habitación empezó a darle vueltas y las náuseas invadieron su estómago. Los ojos se le pusieron en blanco, y pensó que iba a desmayarse, pero en ese momento le hizo impacto en la cara un golpe de agua fría. Al principio, la sensación era igual que la producida por las descargas eléctricas; pero el voltaje servía para quemar, y el agua le supuso un alivio. Pronto empezó a salir de su aturdimiento.
Enfocó la vista en los dos nombres.
Párpado Gacho lo sostenía en pie. Delante de él se hallaba Orleg, con una jarra vacía en la mano.
– ¿Sigue usted con sed? -le preguntó el inspector, con sarcasmo.
– Que te den por el culo -logró decir Lord.
Orleg le golpeó violentamente el húmedo rostro con el dorso de la mano. El dolor del golpe le avivó los sentidos. Notó el sabor de la sangre en sus labios, y sólo pensó en liberarse y matar al hijo de puta aquel.
– Desgraciadamente -dijo Orleg-, el cónsul general no es partidario de que se mate a nadie en sus oficinas. Así que hemos tenido que prepararle a usted un viajecito. Me dicen que por aquí cerca hay un desierto. El lugar ideal para enterrar un cuerpo. A mí, como vivo en el frío, me vendrá bien un poco de aire seco y caliente.
Orleg se acercó a Lord.
– Tenemos un coche esperando en la parte trasera. No se le ocurra armar lío. No hay nadie que pueda oír sus gritos de socorro, y si hace un solo ruido le rajo la garganta. Si fuera por mi gusto, lo mataría aquí mismo. Ahora mismo. Pero las órdenes están para ser obedecidas, ¿no le parece a usted?
Como si le hubiera brotado de la mano, sacó a relucir un cuchillo largo y curvo, evidentemente recién afilado. El policía se lo pasó a Párpado Gacho, que se lo puso en la garganta a Lord, por el lado opuesto al filo.
– Le sugiero que ande despacito y en línea recta.
La advertencia no impresionó a Lord. Seguía medio grogui por efecto de la tortura y apenas se tenía en pie. Pero estaba tratando de reunir la energía suficiente para estar dispuesto en cuanto se le presentara una ocasión.
Llevado casi en volandas por Párpado Gacho, llegaron a una zona de secretariado en que no había nadie. Tras bajar por una escalera, se dirigieron a la parte de detrás de la planta baja, pasado un rectángulo de despachos, todos ellos vacíos y a oscuras. Lord pudo ver, por las ventanas, que el día estaba ya sometiéndose a la noche.
Era Orleg quien abría la marcha. Se detuvo ante una puerta de madera que tenía un cerco muy trabajado. Orleg descorrió el pestillo y abrió. Fuera se oía el ruido de un motor en marcha, y Lord pudo ver la puerta trasera de una berlina negra, abierta; el humo del escape desplazaba la neblina, elevándola hasta rebasar el techo del edificio. El inspector hizo seña a Párpado Gacho de que procediera a trasladar su carga.
– Stoi -dijo una voz, desde detrás. Alto.
Filip Vitenko se abrió paso hasta Orleg.
– Le he dicho, inspector, que este hombre no volvería a ser objeto de violencia.
– Y yo le he dicho a usted, señor diplomático, que no se meta en lo que no le importa.
– Su señor Zubarev se ha marchado. Aquí, la máxima autoridad soy yo. Acabo de hablar con Moscú y me han dicho que obre según mi parecer.
Orleg empuñó al enviado por las solapas de la chaqueta y lo estampó contra la pared.
– ¡Xaver! -gritó Vitenko.
Lord oyó que alguien corría por el pasillo adelante. Luego, un individuo más fuerte que un roble se lanzó contra Orleg. Aprovechando el segundo de conmoción, Lord pudo meterle el codo en el estómago a Párpado Gacho. El hombre poseía una musculatura lisa y fuerte, pero Lord le localizó el hueco de las costillas y empujó con todas sus fuerzas hacia arriba.
Párpado Gacho perdió todo el aire en un fuoh.
Lord agarró la mano que empuñaba la navaja. El hombretón que debatía con Orleg percibió el ataque y puso su atención en Párpado Gacho, abalanzándose sobre él.
Lord se lanzó hacia la puerta de salida. Vitenko se interpuso entre él y Orleg por un segundo, y ello le permitió situarse de un salto junto al automóvil. Vio que éste estaba vacío y se apresuró a ocupar el asiento del conductor. Metió la marcha y aplastó el acelerador contra el suelo del coche. Los neumáticos se agarraron al pavimento y el coche salió proyectado hacia delante, mientras las puertas traseras se cerraban solas, por la inercia.
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