– Por supuesto. Pero también usted podría contarme qué hace en San Francisco y por qué accedió a la caja de seguridad del Commerce & Merchants Bank.
Lord se recostó en el sillón.
– No me creería usted si se lo contase.
– No valore usted de antemano nuestra credulidad.
– Estoy buscando a Alexis y Anastasia Romanov.
Hubo una larga pausa al otro lado del hilo. Vitenko lo miró con sorpresa.
– ¿Podría usted explicarse, señor Lord? -dijo el hombre del altavoz.
– Resulta que dos de los jóvenes Romanov se salvaron de la matanza de Ekaterimburgo y que Félix Yusúpov se los trajo a este país. Con ello daba cumplimiento a una profecía que hizo Rasputín en 1916. He encontrado confirmación escrita de todo ello en los archivos de Moscú.
– ¿Qué pruebas puede usted aportar?
Antes de que Lord tuviera tiempo de contestar, se coló en la habitación el estrépito de una sirena, mientras un vehículo de urgencias pasaba por la calle. No era un detalle en que soliera fijarse, pero el caso era que el ruido de la sirena también se oía por el altavoz del teléfono.
Inmediatamente se percató de lo que ello quería decir.
Se puso en pie y salió disparado hacia la puerta del despacho.
Vitenko gritó su nombre.
Al abrir la puerta se encontró de frente con el rostro ya familiar de Párpado Gacho, sonriente. Detrás de él estaba Feliks Orleg. Párpado Gacho le aplastó un puño en plena cara. Lord se tambaleó hacia atrás, hacia la mesa de Vitenko. Le manaba sangre de la nariz. La habitación le pestañeó en el cerebro.
Orleg se lanzó hacia delante y le aplicó otro golpe.
Se derrumbó sobre el parqué. Alguien dijo algo, pero Lord ya no pudo percibir sus palabras.
Intentó sobreponerse, pero la oscuridad lo envolvió.
Lord volvió en sí. Estaba atado al mismo sillón que ocupaba durante su conversación con Vitenko, pero ahora tenía las manos y las piernas atadas con cinta aislante, que también le tapaba la boca. Le dolía la nariz y tenía manchas de sangre en el jersey y en los vaqueros. Aún veía algo, pero se le había hinchado el ojo derecho y le resultaba borrosa la imagen de los tres hombres plantados ante él.
– Despierte, señor Lord.
Hizo todo lo posible por enfocar la visión en el hombre que le hablaba. Orleg. En ruso.
– Estoy seguro de que me comprende. Le sugiero que me indique si me oye o no.
Hizo un leve movimiento afirmativo con la cabeza.
– Muy bien. El caso es que volvemos a vernos, aquí en Estados Unidos, la tierra de las oportunidades. Qué sitio tan maravilloso, ¿verdad?
Párpado Gacho se acercó a Lord y le incrustó el puño cerrado entre las piernas. El dolor le electrificó la espina dorsal e hizo que se le saltaran las lágrimas. La cinta adhesiva que le tapaba la boca ahogó su grito. Cada vez que intentaba respirar le dolían los orificios nasales.
– Hijoputa de chornye -dijo Párpado Gacho, echándose hacia atrás como para golpear de nuevo. Orleg le agarró el puño.
– Ya basta. Si sigues así, vas a conseguir que no nos sirva de nada.
Orleg se llevó a Párpado Gacho hasta la mesa de despacho y luego se acercó otra vez a Lord.
– Señor Lord, no le cae usted nada bien a este caballero. En el tren le roció usted los ojos con aerosol. Luego, en el bosque, le pegó usted en la cabeza. Le encantaría matarlo con sus propias manos y a mí, la verdad, me da lo mismo. Lo que pasa es que mis jefes quieren obtener de usted determinada información. Tengo su autorización para comunicarle que lo dejaremos con vida si se aviene a colaborar.
Lord no lo creyó ni por un segundo. Y esta incredulidad, al parecer, se le reflejó en la mirada.
– ¿No me cree? Excelente. Es mentira. Va usted a morir. De eso estamos seguros. Lo que sí le digo es que su comportamiento puede influir en su modo de morir.
Dada la corta distancia a que se hallaba Orleg, Lord captó el olor del alcohol barato, por encima del aroma de su propia sangre.
– Tiene usted dos posibilidades. Un tiro en la cabeza, rápido e indoloro, o esto.
Le enseñó un trozo de cinta aislante que llevaba pegado al dedo índice y que a continuación adhirió a la fracturada nariz de Lord.
El dolor volvió a ponerle lágrimas en los ojos, pero fue la súbita pérdida de aire lo que más requirió su atención. Con la boca y la nariz clausuradas, sus pulmones se quedaron rápidamente sin oxígeno. No era sólo que no pudiera respirar; tampoco podía exhalar el aire, de modo que le subió rapidísimamente el nivel de dióxido de carbono, provocándole pérdidas intermitentes de conciencia. Un instante antes de que cayera en la inconsciencia, Orleg le arrancó la cinta de la nariz.
Respiró aire a bocanadas.
La sangre se le atragantaba en la garganta cada vez que inhalaba aire. Como no podía escupirla, se la tragó. Siguió respirando por la nariz, saboreando una sensación que antes siempre le había parecido corriente y moliente, sin interés.
– La segunda opción no es muy agradable, ¿verdad? -le dijo Orleg.
Si hubiera podido, habría matado a Orleg con sus propias manos. Sin dudarlo un instante, sin sentirse culpable de nada. Sus ojos volvieron a revelar sus pensamientos.
– Cuánto odio. Le encantaría matarme, ¿verdad? Lástima que nunca vaya a tener usted la oportunidad de hacerlo. Ya le he dicho que va a morir. Lo único que nos falta aclarar es si va a ser rápido o lento. Y si Akilina Petrovna va a acompañarlo.
Al oír aquel nombre, Lord fijó la mirada en Orleg.
– Se me ocurrió que esa posibilidad le llamaría la atención.
Filip Vitenko estaba a la espalda de Orleg.
– ¿No está usted yendo demasiado lejos? -dijo-. No me dijeron nada de matar a nadie, cuando informé a Moscú.
Orleg volvió la cara hacia el enviado.
– Siéntese y cierre el pico.
– ¿Con quién se cree que está usted hablando? -ladró Vitenko-. Soy el cónsul general de esta localidad. No acepto órdenes de ningún militsya de Moscú.
– De mí las va usted a aceptar, desde luego.
Orleg se dirigió a Párpado Gacho:
– Aparta a este señor de mi camino.
Vitenko recibió un empujón. El enviado se quitó de encima las manos de Párpado Gacho, con un rápido gesto, y fue alejándose de los otros dos, diciendo:
– Voy a llamar a Moscú. No me parece que esto sea necesario. Hay algo aquí que no encaja.
Se abrió la puerta del despacho y entró un señor mayor con el rostro curtido a golpes y los ojos color cobre pulido. Llevaba un traje oscuro de ejecutivo.
– Cónsul Vitenko, no va usted a hacer ninguna llamada a Moscú. ¿Me he expresado con suficiente claridad?
Vitenko dudó un instante, como sopesando lo que acababa de oír. También Lord reconoció la voz. Era el hombre del teléfono. Vitenko se guareció en un rincón del despacho.
El recién llegado dio un paso adelante.
– Soy Maxim Zubarev. Hemos hablado hace un rato. Parece ser que nuestro pequeño truco no ha funcionado.
Orleg se apartó. Aquel anciano era evidentemente quien estaba al mando.
– El inspector estaba en lo cierto al decirle que va usted a morir. Es una lástima, pero no tengo elección. Lo que sí puedo prometerle es que no tocaremos a Akilina Petrovna. No tenemos motivo para meterla en esto, porque suponemos que no sabe nada importante ni posee ninguna información. Ni que decir tiene que nunca averiguaremos lo que usted sabe. Voy a pedirle al inspector Orleg que le quite la cinta de la boca.
El anciano se acercó a Párpado Gacho, que inmediatamente cerró la puerta del despacho.
– Pero no tiene sentido que desaproveche usted gritando el poco aire que le queda. La habitación está insonorizada. No hay que eliminar la posibilidad de que usted y yo tengamos una conversación inteligente. Si me convence usted de que me está diciendo la verdad, dejaremos en paz a la señorita Petrovna.
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