Steve Berry - La profecía Romanov

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El 16 de julio de 1918 el Zar Nicolás II y toda la familia imperial son ejecutados a sangre fría, pero cuando en 1991 se inhuman sus restos se descubre que faltan los cadáveres de dos de los hijos del Zar. Hoy, tras la caída del comunismo, el pueblo rusa ha decidido democráticamente el regreso de la monarquía. Una Comisión especial queda a cargo de que el nuevo Zar sea escogido entre varios familiares distantes de Nicolás II. Cuando el abogado norteamericano Miles Lord es contratado para investigar a uno de los candidatos, se ve envuelto en una trama para descubrir uno de los grandes enigmas de la Historia: qué le sucedió realmente a la familia imperial. Su única pista es un críptico mensaje en los escritos de Rasputín que anuncia que aquel cruento capítulo no será el último en la leyenda de los Romanov.

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Le dolía el corazón. ¿Qué había dicho aquel hombre del teléfono? Lo están sometiendo a descargas eléctricas. No creo que el corazón le aguante mucho más. Había pronunciado esas palabras como si la muerte no significara nada para él. Hablaba bien el ruso, pero Akilina le había notado un deje norteamericano, lo cual le llamaba la atención. ¿También las autoridades norteamericanas estaban involucradas? ¿Trabajaban de acuerdo con los mismos rusos que tanto empeño ponían en averiguar lo que Lord y ella estaban haciendo?

Seguía con el teléfono agarrado, con la vista perdida en la acera, y no se fijó en nadie hasta que una mano le tocó el hombro derecho. Se dio la vuelta y una anciana le dijo algo. Sólo le entendió las palabras «usted» y «acabar». Ahora ya le fluían las lágrimas de los ojos. La mujer vio que estaba llorando y su expresión se suavizó. Akilina se controló y luego se secó rápidamente la humedad de los ojos. Dijo spasibo, en la esperanza de que aquella mujer comprendiera que le estaba dando las gracias en ruso.

Salió de la cabina y se incorporó a la multitud que invadía la acera. Ya había alquilado habitación en otro hotel, utilizando el dinero que le había facilitado Lord. Pero no había guardado el Fabergé, los lingotes y el periódico en la caja fuerte de la habitación, como le había indicado Lord. Llevaba todo en una de las bolsas que Lord había utilizado antes para sus objetos de aseo y la ropa interior. Akilina no deseaba que la seguridad de ambos dependiera de nada ni de nadie.

Deambuló por las calles durante dos horas, entrando y saliendo de algún café y alguna tienda, tratando de convencerse de que nadie la seguía. Pero ¿dónde estaba? Con toda seguridad, al oeste del Commerce & Merchants Bank, más allá del barrio financiero. Abundaban los anticuarios, las galerías de arte, las joyerías, las tiendas de regalos, las librerías y restaurantes. Su deambular no la llevó en ninguna dirección concreta. Lo único importante era encontrar el camino de regreso al nuevo hotel, pero siempre podía coger un taxi y enseñarle al conductor uno de los folletos que llevaba consigo.

Al sitio en que en aquel momento se encontraba la había atraído una torre que vio desde lejos. La arquitectura era rusa, con cruces doradas y la característica cúpula. El aspecto recordaba bastante a las iglesias de su tierra, pero había claras influencias extranjeras en la fachada, los muros de piedra sin pulir y una balaustrada que nunca había visto en una iglesia ortodoxa. La inscripción del pórtico estaba en inglés, pero también en caracteres cirílicos, de modo que Akilina pudo leer CATEDRAL DE LA SANTA TRINIDAD, lo cual la llevó a la conclusión de que se hallaba ante una iglesia ortodoxa rusa. El edificio inspiraba una sensación de seguridad, de manera que cruzó la calle y entró.

El interior era tradicional, pero con planta de cruz y el altar orientado al este. Se le fueron los ojos a la cúpula y el enorme candelabro de latón que de su centro pendía. Reconoció en el olor a cera de los velones cuya llama titilaba en los candeleros una ligera reminiscencia de incienso. Por todas partes había iconos que le devolvían la mirada: en las paredes, en las vidrieras, en el iconostasio que separaba el presbiterio de los fieles. En la iglesia de su adolescencia, la barrera estaba algo más abierta y permitía ver bien a los sacerdotes. Ésta era una pared maciza, repleta de imágenes carmesíes y doradas de Jesucristo y de la Virgen: sólo se podía atisbar algo por la puerta abierta. No había ni bancos ni reclinatorios. Al parecer, aquí, igual que en Rusia, la gente permanecía de pie durante las celebraciones.

Se acercó a un altar lateral, en la esperanza de que quizá Dios la ayudara a resolver su dilema. Se echó a llorar. Nunca había sido una persona que derramase lágrimas con facilidad, pero imaginar la tortura de Miles Lord, quizá hasta la muerte, era más de lo que podía soportar. Necesitaba acudir a la policía, pero algo le decía que podía no ser la mejor opción. El gobierno no era necesariamente un elemento de salvación. Eso era algo que su abuela le había metido a golpes en la cabeza.

Se santiguó y se puso a rezar, musitando las frases que de niña le habían enseñado.

– ¿Te encuentras bien, muchacha? -le preguntó una voz de hombre, en ruso.

Se volvió. Era un sacerdote de mediana edad, con un hábito negro al modo ortodoxo. No llevaba el tocado habitual de los popes rusos, pero de su cuello colgaba una cruz de plata que a Akilina le recordaba vividamente la niñez. Se enjugó rápidamente las lágrimas y trató de recuperar la compostura.

– Habla usted ruso -dijo.

– Nací en Rusia. He oído tu oración. Aquí es raro oír a alguien hablando tan bien el ruso. ¿Estás de visita?

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Qué problema tienes, que te entristece tanto?

La tranquila voz de aquel hombre la calmaba.

– Es un amigo que está en peligro.

– ¿Puedes serle de ayuda?

– No sé cómo.

– Has venido al lugar adecuado para obtener consejo.

El sacerdote se acercó a la pared cubierta de iconos.

– No hay mejor consejero que Nuestro Señor.

Su abuela, devota ortodoxa, intentó transmitirle la confianza en el Cielo. Pero nunca, hasta ese momento, había experimentado Akilina la necesidad de Dios. Dándose cuenta de que el sacerdote jamás comprendería lo que estaba ocurriendo, no quiso decirle mucho más, de modo que se limitó a preguntarle:

– ¿Está usted al corriente de la actualidad rusa, padre?

– La sigo con gran interés. Yo habría votado que sí a la restauración. Es lo mejor para Rusia.

– ¿Por qué lo dice?

– Durante largos años, en nuestro país estuvo produciéndose una gran destrucción de almas. La Iglesia estuvo a punto de ver su fin. Quizá, ahora, logren los rusos volver al redil. Los soviéticos padecían de terror a Dios.

Era una extraña observación, pero a Akilina le pareció correcta. Cualquier cosa que pudiera animar la oposición se consideraba una amenaza. La Santa Madre Iglesia. Pura poesía. Una vieja señora.

El sacerdote dijo:

– Llevo viviendo aquí muchos años. Este país no es el espanto que quisieron hacernos ver. Los norteamericanos eligen presidente cada cuatro años, a bombo y platillo. Pero, al mismo tiempo, no le permiten olvidar su condición humana, no le permiten olvidar que puede equivocarse en sus decisiones. He comprendido que cuanto menos se deifique un gobierno, más respeto merece. Nuestro nuevo Zar debería aprender esa lección.

Akilina asintió. ¿Constituían esas palabras un mensaje?

– ¿Te importa mucho ese amigo que está en apuros? -quiso saber el sacerdote.

La pregunta la hizo concentrarse, antes de contestar con la verdad:

– Es una buena persona.

– ¿Lo amas?

– Hace poco que nos conocemos.

El sacerdote señaló la bolsa que colgaba del hombro de Akilina.

– ¿Vas a alguna parte? ¿Huyes de algo?

Era consciente de que el buen sacerdote no comprendería nada y recordaba perfectamente las instrucciones de Lord en el sentido de no hablar con nadie mientras no se hubieran encontrado ambos, a las seis de la tarde. Y estaba totalmente decidida a respetar sus deseos.

– No hay adonde huir, padre. Mi problema está aquí.

– Me temo que no me hago cargo de tu situación. Y, como dice el evangelio, si el ciego conduce al ciego, ambos caerán en la zanja.

Akilina sonrió.

– Tampoco yo la comprendo bien, mi situación. Pero tengo una obligación que cumplir, y esa obligación está atormentándome en este momento.

– ¿Tiene algo que ver con ello ese hombre del que tal vez estés enamorada, tal vez no?

Ella asintió.

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