Steve Berry - La profecía Romanov

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El 16 de julio de 1918 el Zar Nicolás II y toda la familia imperial son ejecutados a sangre fría, pero cuando en 1991 se inhuman sus restos se descubre que faltan los cadáveres de dos de los hijos del Zar. Hoy, tras la caída del comunismo, el pueblo rusa ha decidido democráticamente el regreso de la monarquía. Una Comisión especial queda a cargo de que el nuevo Zar sea escogido entre varios familiares distantes de Nicolás II. Cuando el abogado norteamericano Miles Lord es contratado para investigar a uno de los candidatos, se ve envuelto en una trama para descubrir uno de los grandes enigmas de la Historia: qué le sucedió realmente a la familia imperial. Su única pista es un críptico mensaje en los escritos de Rasputín que anuncia que aquel cruento capítulo no será el último en la leyenda de los Romanov.

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– Métete eso debajo de la chaqueta -le dijo Hayes a Orleg, con idea de no despertar la curiosidad de la gente.

Al acercarse al recinto de los gorilas, Hayes preguntó qué estaba ocurriendo. Una mujer le explicó que un hombre negro y una chica blanca habían saltado al foso y que los gorilas salieron en su persecución. Al final lograron refugiarse en un portal abierto en la roca y desaparecieron. Hayes se dirigió a Orleg para confirmar que la señal seguía activa. Pero cuando miró con atención el hábitat iluminado, inmediatamente se dio cuenta de lo que el gran gorila de lomo plateado llevaba bien sujeto en una mano.

Un jersey de color verde oscuro.

El mismo jersey al que habían cosido el rastreador. Movió la cabeza, y recordó de pronto lo que Rasputín le predijo a Alejandra: La inocencia de las bestias servirá de guarda y guía del camino, para ser el árbitro final del éxito.

– El mono ese tiene el jersey en la mano -le dijo a Zubarev, que se acercó al muro de contención y lo vio con sus propios ojos.

La cara que puso el ruso dio a entender que él también estaba acordándose de la predicción del starets.

– Pues ahí está: una bestia ha servido de guarda. Lo que no se es si también habrá servido de guía. -Buena pregunta -dijo Hayes.

*

Lord iba pelando el oro del huevo. Saltaban los diamantes como gotitas de zumo de una naranja recién abierta. Una pequeña pieza de oro cayó en la hierba húmeda. Akilina se inclinó a recogerla.

Una campanita.

El exterior resplandecía a la luz de la lámpara que los iluminaba desde lo alto. Era seguramente la primera vez en muchísimos años que este objeto entraba en contacto con el aire. Akilina lo acercó más a la luz y Lord vio que en la campanita había grabadas unas cuantas palabras.

– Son caracteres cirílicos -dijo ella, acercándosela a los ojos.

– ¿Puedes leerlo?

– «Donde crece el árbol de la Princesa y el Génesis, la Espina [1]espera. Usad las palabras que hasta aquí os trajeron. El éxito vendrá cuando sean pronunciados vuestros nombres y la campana se complete.»

Lord estaba empezando a cansarse de adivinanzas.

– ¿Qué quiere decir?

Cogió la campana y procedió a estudiar sus detalles. No tenía más allá de ocho centímetros de alto por cinco de ancho. Sin badajo. De su peso cabía deducir que estaba hecha de oro macizo. Aparte de las palabras grabadas en el círculo exterior, no había ninguna otra clase de símbolo. Aparentemente, ése era el último mensaje de Yusúpov.

Lord volvió al banco y se sentó.

Lo mismo hizo Akilina.

Lord prosiguió su inspección ocular del Fabergé destrozado. Al parecer, los descendientes de Nicolás II habían logrado sobrevivir durante buena parte del siglo xxy, ya, el principio del siglo xxi.

Mientras los primeros ministros comunistas sojuzgaban al pueblo ruso, los herederos del trono de los Romanov seguían vivos, en la oscuridad, donde crece el árbol de la Princesa, vaya usted a saber dónde. Quería localizar a esos descendientes. Es más: tenía necesidad de localizarlos. Stefan Baklanov no era el justo heredero del trono ruso, y quizá la aparición de un Romanov por la línea directa alcanzara a galvanizar al pueblo ruso en una medida que de ningún otro modo podría alcanzarse. Pero por el momento estaba demasiado cansado para hacer nada más. En principio, había pensado dejar la ciudad aquella misma noche, pero ahora tomó la decisión contraria:

– Volvamos al hotel que encontraste tú y durmamos un poco. Puede que mañana por la mañana veamos todo esto con más claridad.

– Por el camino podríamos comprar algo de comer. Llevo desde el desayuno sin probar bocado.

Lord la miró; luego, alargó el brazo y le acarició levemente la mejilla.

– Hoy lo has hecho todo muy bien -le dijo, en ruso.

– No estaba segura de volver a verte alguna vez.

– Tampoco yo estaba muy seguro, la verdad.

Akilina acercó su mano a la de Lord.

– No me hacía ninguna gracia pensarlo.

A él tampoco.

La besó en los labios, suavemente, y luego la tomó en sus brazos. Permanecieron unos minutos en el banco, paladeando la soledad. Al final, Lord metió en su bolsa de terciopelo lo que quedaba del Fabergé, junto con la campanita. Se echó al hombro la bolsa de viaje y salieron del parque al bulevar contiguo.

Diez minutos más tarde encontraron un taxi, y Lord le dijo al conductor que los llevara al hotel elegido por Akilina. Fueron recorriendo la ciudad. Lord le daba vueltas a la inscripción de la campanita.

Donde crece el árbol de la Princesa y el Génesis, la Espina espera. Usad las palabras que hasta aquí os trajeron. El éxito vendrá cuando sean pronunciados vuestros nombres y la campana se complete.

Otra instrucción críptica. Bastante, quizá, para indicarles el camino, si hubieran sabido qué buscar; pero insuficiente en realidad, porque desde su ignorancia no podían sacarle partido. El problema era que no sabían lo que estaban buscando, pensó de nuevo. Esas palabras se inscribieron en algún momento posterior a 1918, año en que fue asesinada la familia imperial, y anterior a 1924, año en que murió Fabergé. Podía ser que en aquella época su significado estuviese más claro, que el tiempo hubiera oscurecido lo que en principio era un mensaje desprovisto de ambigüedad. A través de las ventanas churretosas del taxi fue contemplando el desfile de cafés y restaurantes que se deslizaban a su lado. Recordó que Akilina había hablado de comer algo, y el caso era que también él tenía hambre, aunque no le pareciera buena idea pasar demasiado tiempo al descubierto.

Se le ocurrió una cosa.

Le dijo al taxista lo que quería, y el hombre asintió con la cabeza. Sólo tardó unos minutos en encontrar el sitio requerido.

Entró con Akilina en una edificación que llevaba el rótulo de CYBERHOUSE, uno de los muchos lugares en que se combinaba el acceso a internet con la posibilidad de comer y beber algo. En aquel preciso momento, ambas cosas le hacían falta: comida e información.

El interior estaba medio lleno. Resplandecían las paredes de acero inoxidable y había una buena cantidad de paneles de cristal ahumado con imágenes estampadas. Una de las esquinas estaba dominada por un gran televisor, frente al cual se apiñaba cierta cantidad de gente. A primera vista, la especialidad parecía ser la cerveza de grifo servida en grandes dosis y cierto tipo de sándwich.

Lord se metió en seguida en el cuarto de baño, se lavó la cara con agua fría y trató de suavizar el aspecto intimidatorio de sus moretones.

Ambos ocuparon luego una cabina con terminal y pidieron algo. La camarera les explicó el funcionamiento del teclado y les proporcionó la contraseña. Mientras esperaban que les sirvieran, Lord encontró un motor de búsqueda y tecleó ÁRBOL PRINCESA. Aparecieron unos tres mil resultados. Muchos eran de una línea de joyería que estaba en lanzamiento y que respondía al nombre de Colección Árbol de la Princesa. Otros eran sobre el bosque pluvial, la silvicultura, la horticultura y las hierbas medicinales. Hubo uno, sin embargo, cuyo sumario le llamó inmediatamente la atención:

Paulownia tomentosa─Árbol de la princesa, Árbol Karri─hojas de color violeta, aromáticas. Agosto/ septiembre.

Hizo clic con el ratón y en la pantalla apareció un texto en que se explicaba que el árbol de la princesa era originario del Extremo Oriente, pero que se importó en Estados Unidos en los años treinta del siglo xix. La especie se había extendido por el este del país, por efecto de las semillas utilizadas como relleno en embalajes procedentes de China. Su madera era ligera y muy resistente al agua, y los japoneses la utilizaban para fabricar cuencos de arroz, utensilios y ataúdes. Su crecimiento era rápido -entre cinco y siete años para alcanzar la madurez- y su floración era espectacular, porque daba unas flores alargadas, del color de la lavanda, suavemente aromáticas. Se mencionaba la utilización de la especie en la industria maderera y de pasta de papel, merced a su rápido crecimiento y su bajo costo. Abundaba sobre todo en las montañas de Carolina del Norte, donde se habían llevado a cabo repetidos intentos de cultivo, a lo largo de los años. Pero fue la explicación del nombre lo que más le llamó la atención. Según se decía, el árbol había sido bautizado así por la princesa Anna Paulownia, hija del Zar Pablo I, que reinó en Rusia entre 1797 y 1801. Pablo I era tatarabuelo de Nicolás II.

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