Llamó desde el coche para pedirle a la gobernanta que tuviera dispuesto algo de comer. Quería lavarse un poco, comer y ponerse en marcha. Tenía cosas que hacer a pocas horas de distancia, en los montes de Carolina del Norte. Cosas de las que dependía su futuro. Personas de mucha consideración tenían puesta su confianza en él. Y eran personas a las que no podía fallarles. Khrushchev, en principio, tuvo intención de acompañarle, pero Hayes se opuso. Bastante estorbo representaban ya aquellos dos fortachones rusos, a quienes no habrían venido nada mal unas cuantas lecciones de urbanidad.
Párpado Gacho, Orleg y Hayes entraron por una cancela de hierro forjado. Las hojas corrían sobre el suelo de ladrillos, a lomos de la húmeda brisa matinal. Una vez dentro de la casa, Hayes pudo comprobar que la gobernanta había seguido sus instrucciones y preparado un almuerzo frío a base de fiambres, queso y pan.
Mientras sus dos compinches rusos se ponían ciegos en la cocina, Hayes entró en su cuarto de trofeos de caza y abrió uno de los varios estuches de escopeta alineados contra las paredes de madera. Eligió dos rifles de gran potencia y tres pistolas. Los dos rifles llevaban silenciadores -que se solían utilizar en las partidas de caza cuando había mucha nieve, para evitar el riesgo de avalanchas-. Descorrió los cerrojos y miró por el cañón de ambas armas. Comprobó el visor telescópico y el punto de mira. Todo parecía en orden. Las pistolas eran de diez tiros, todas ellas armas de competición, marca Glock 17L. Las había comprado durante una cacería en Austria, hacía unos años. Seguro que Párpado Gacho y Orleg nunca habían alcanzado la categoría suficiente como para empuñar semejantes armas.
Fue a un armario que había al otro lado de la sala, para proveerse de munición, y luego se trasladó a la cocina. Los dos rusos seguían comiendo. Hayes vio que habían abierto unas latas de cerveza.
– Salimos dentro de una hora. Ojo con el alcohol. Beber, aquí, tiene sus límites.
– ¿A qué distancia estamos del sitio ese? -preguntó Orleg, con la boca llena de sándwich.
– A unas cuatro horas de coche. Llegaremos a media tarde. Quiero dejar muy clara una cosa. Esto no es Moscú. Todo se hará a mi modo. ¿Comprendido?
Los rusos no dijeron palabra.
– ¿Tengo que llamar a Moscú? Puede que se os den otras órdenes por teléfono.
Orleg acabó de tragarse lo que tenía en la boca.
– Entendido, abogado. Tú llévanos para allá y dinos lo que quieres que hagamos.
Génesis, Carolina Del Norte
16:25
Lord encontró impresionante el sitio en que vivía Michael Thorn. Era un barrio muy bonito, de casas antiguas, con zonas de bosque y praderas de hierba muy mullida. Estilo ranchero, era, según recordó Lord en aquel momento, el modo en que solía describirse este tipo de urbanización. Casi todas las casas eran de una sola planta, con la estructura de ladrillo y los techos a dos aguas, con chimenea.
Se habían acercado para que Thorn pudiera ocuparse de sus perros. En el jardín trasero del abogado, con árboles, había unas cuantas perreras, y Lord de inmediato identificó la raza. Los machos eran de mucho mayor tamaño y todos los animales, aproximadamente una docena, variaban en el color, que iba del rojo muy oscuro al tabaco y negro. Tenían la cabeza larga y estrecha, con la frente ligeramente abombada. Los hombros caídos, el pecho estrecho. Medían aproximadamente un metro de altura y pesaban unos cincuenta kilos. Tenían buenos músculos, y el rabo largo y sedoso.
Pertenecían a la familia de los galgos y su nombre en ruso, borzoi, significaba «veloz». A Lord le provocó una sonrisa que Thorn hubiera elegido esa raza de perros. Eran galgos rusos, que los nobles criaban para la caza del lobo en terreno abierto. Los Zares los empezaron a criar a partir de la sexta década del siglo xvii.
Y este Zar no era la excepción a la regla.
– Hace muchos años que me encantan estos perros -dijo Thorn mientras recorría las perreras, llenando los cuencos de agua con una manguera-. Leí algo sobre ellos hace tiempo, y acabé comprándome uno. Pero son como bombones: nadie se conforma con uno solo. Acabé criándolos yo mismo.
– Son preciosos -dijo Akilina. Estaba cerca de las perreras. Los borzois le devolvían la mirada con sus ojos oblicuos, marrones, con las pestañas negras-. Mi abuela tenía uno. Lo encontró en el bosque. Era un animal estupendo.
Thorn abrió la puerta de una de las perreras y llenó un cuenco de trocitos de comida seca. Los perros no se movieron, pero sí ladraron. Seguían con la vista los movimientos de Thorn, pero no hacían el menor intento de acercarse a la comida. A continuación, el abogado señaló con el dedo el cuenco donde se hallaba la comida.
Los perros se lanzaron hacia delante.
– Muy bien educados -dijo Akilina.
– Carece de sentido tener unos animales como éstos y que luego no te obedezcan. Esta raza es fácil de educar.
Lord observó que la escena se repetía en las demás perreras. No hubo un solo perro que desafiara a su dueño ni que desobedeciera una orden. Thorn se arrodilló frente a uno de los cubiles.
– ¿Los vendes? -le preguntó Lord.
– Cuando llegue la primavera próxima esta camada ya no estará aquí, y volveré a tener crías. Siempre educo a los mejores de cada camada. Los únicos que están aquí siempre son estos dos de allí.
Según pudo ver Lord, había una pareja de perros en la perrera más cercana al porche trasero. Macho y hembra, ambos de color rojo oscuro y con el pelo como la seda. Su cubil era el más grande de todos, y en su interior había una caseta de madera.
– Lo mejor de la camada de hace seis años -dijo Thorn, notándosele el orgullo en la entonación-. Alexis y Anastasia.
Lord sonrió.
– Una interesante elección de nombres.
– Son mis pura raza de exposición. Y amigos míos.
Thorn se acercó a la jaula, quitó el pestillo a la puerta e hizo un gesto. Los dos animales inmediatamente se abalanzaron hacia él, haciéndole toda clase de zalemas.
Lord observaba a su anfitrión. Thorn parecía un hombre equilibrado, muy respetuoso de sus deberes tradicionales. Ni comparación con Stefan Baklanov. Hayes le había hablado de su arrogancia, mencionando la temible posibilidad de que estuviera más interesado en el título que en el ejercicio de su cargo. Michael Thorn parecía completamente distinto.
Entraron de nuevo en la casa y Lord examinó la biblioteca de Thorn. Las estanterías estaban repletas de obras sobre la historia de Rusia. Había biografías de varios Romanov, firmadas, en algún caso, por estudiosos del siglo xix. Muchos de aquellos libros también los había leído él.
– Tienes una buena colección -dijo Lord.
– Te sorprendería comprobar lo que puede encontrarse en las librerías de segunda mano y en los excedentes de bibliotecas.
– ¿A nadie le extrañó nunca ese interés tuyo tan concreto?
Thorn negó con la cabeza.
– Soy miembro de nuestra sociedad de estudios históricos desde hace muchos años. Y todo el mundo conoce mi afición a la historia de Rusia.
Lord vio en un estante un libro que conocía bien. Rasputín: su maligna influencia y su asesinato, de Félix Yusúpov. Se publicó en 1927 y era un despiadado ataque a Rasputín, además de un intento de justificar su asesinato. Junto a este volumen estaban los dos tomos de memorias que Yusúpov publicó en los años cincuenta: El esplendor perdido y En el exilio. Vanos intentos de recaudar fondos, si no recordaba mal Lord lo que había leído en otras biografías. Se acercó al estante.
– Los libros de Yusúpov no trataban nada bien a la familia real, y menos aún a Rasputín. Si no recuerdo mal, con quien se ensañaba especialmente era con Alejandra.
Читать дальше