Pero Hayes se preguntó durante cuánto tiempo seguirían creyéndoselo.
– ¿Les habéis dicho algo de los perros?
Orleg asintió:
– ¿Que la emprendimos a tiros con ellos? No nos quedó otro remedio.
– ¿Quién de los dos fue el genio que disparó contra el ayudante del sheriff?
– Fui yo -dijo Orleg. El muy estúpido lo decía con orgullo.
– ¿Y a los perros?
Párpado Gacho reconoció que había sido él, porque estaban atacando a Orleg.
– Eran muy agresivos.
Hayes sabía que no le quedaba más remedio que sustituir la pistola de Orleg antes de que les confiscaran las armas como posibles pruebas. No podía tirarla, así, sin más, ni dejarla por ahí, porque los proyectiles encontrados en el cuerpo del policía constituirían un dato definitivo. Buscó bajo la chaqueta de Orleg y encontró la Glock.
– Dámela.
Intercambió su arma con la de Orleg.
– Esperemos que nadie note que el cargador está lleno. Si se dan cuenta, di que lo sacaste para poner uno nuevo y que, con los nervios, perdiste el primero.
El sheriff salió del edificio y se encaminó hacia donde ellos estaban. Hayes lo miró mientras se acercaba.
– Hemos dado aviso sobre el coche. Es un jeep Cherokee, y nos ha sido de mucha ayuda la descripción que nos han facilitado ustedes.
Orleg y Párpado Gacho aceptaron el agradecimiento del sheriff.
Éste miró a Hayes:
– ¿Por qué no nos dijo usted que Lord es peligroso?
– Le dije que lo buscaban por homicidio.
– Mi ayudante tenía mujer y cuatro hijos. Si se me hubiera pasado por la cabeza que ese abogado podía ser capaz de disparar a sangre fría contra un hombre, habría mandado para allá a todos los hombres de que dispongo.
– Soy consciente del estado de consternación en que se hallan ustedes…
– Es la primera vez que matan a un policía en este condado.
Hayes pasó por alto el dato.
– ¿Ha informado usted del caso a las autoridades estatales?
– Por supuesto que sí.
Hayes pensó que si jugaba bien sus cartas esa gente bien podía solucionarle el problema de una vez para siempre.
– Sheriff, la verdad es que no creo que al inspector Orleg le molestara mucho que Lord saliera de aquí en una bolsa para transportar cadáveres.
Llegó corriendo otro policía.
– Sheriff, está aquí la señora Thorn.
Hayes y sus dos colegas entraron con el sheriff. En una de las oficinas aguardaba una mujer de mediana edad, llorando. La atendía otra mujer, más joven, a quien también se veía muy alterada. Hayes prestó atención a lo que ambas decían y pronto llegó a la conclusión de que la mayor de las dos era la mujer de Thorn, y que la otra era su secretaria. La señora Thorn había pasado la mayor parte del día fuera del bufete, en Asheville, y al llegar a casa se había encontrado con un enjambre de coches de policía delante de su casa, y había visto a los forenses sacar un cadáver por la puerta. Distribuidos por el suelo de la cocina vio los cuerpos de varios de los galgos a quienes su marido tanto cariño tenía. Otro de los perros había desaparecido. Sólo cuatro habían escapado de la matanza. Sus jaulas estaban sin abrir. Los cadáveres de los animales habían desconcertado algo a la policía. ¿Quién y para qué los había soltado? era la pregunta que se hacían una y otra vez.
– Evidentemente, para frenar al inspector Orleg -dijo Hayes-. Lord es un tipo listo. Sabe cómo manejarse. A fin de cuentas, llevan un tiempo persiguiéndolo por el mundo entero, con escaso éxito.
La explicación parecía tener sentido, y no hubo más preguntas. El sheriff volvió a poner toda su atención en la señora Thorn, para garantizarle que harían todo lo posible por encontrar cuanto antes a su marido.
– Tengo que llamar a nuestros hijos -dijo ella.
A Hayes no le gustó la idea. Si esa mujer era en realidad la Zarina de Todas las Rusias, en modo alguno sería buena idea complicar aún más las cosas metiendo al zarevich y a un gran duque en el asunto. No se podía permitir que la acción de Lord extendiera sus efectos más allá de Michael Thorn. De modo que dio un paso adelante y se presentó:
– Señora Thorn, creo que sería mejor que dejáramos pasar unas horas, a ver cómo se desarrolla este asunto. Lo más probable es que se resuelva por sí mismo, sin necesidad de preocupar a sus hijos.
– ¿Quién es usted y qué hace aquí? -preguntó ella en tono categórico.
– Colaboro con el gobierno ruso en la localización de un fugitivo.
– Y ¿cómo ha podido meterse en mi casa un fugitivo ruso?
– No tengo la menor idea. Ha sido pura suerte que hayamos podido seguirlo hasta aquí.
– De hecho -dijo el sheriff-, no ha llegado usted a explicarnos cómo se las han apañado para localizar a Lord aquí.
No se percibía sospecha en su tono, pero antes de que Hayes pudiera contestar irrumpió en la habitación una agente de policía.
– Sheriff, tenemos situado el jeep. Los muy puñeteros pasaron junto a Larry por la Carretera 46, a unos cincuenta kilómetros al norte de la ciudad.
*
Lord pasó junto a un puesto ambulante donde vendían manzanas de la tierra y vio el coche patrulla. El automóvil de color marrón y blanco estaba aparcado en el arcén y de él se había apeado un policía, que hablaba con un hombre vestido con ropa de trabajo, ambos de pie junto a una camioneta. Pudo ver, por el retrovisor, que el policía se precipitaba hacia su coche y arrancaba a toda velocidad.
– Tenemos compañía -dijo Lord.
Akilina miró hacia atrás. También Thorn volvió la cabeza, y el perro, que iba en el asiento trasero, no sabía si mirar hacia delante o hacia atrás. Thorn emitió una orden y el animal se quitó de la vista, agazapándose en el suelo del coche.
Lord pisó el acelerador, pero el vehículo era sólo de seis cilindros, y el trazado ondulante de la carretera restaba poderío a sus caballos. Aun así, iban a más de ciento diez kilómetros por hora por una carretera estrecha, entre taludes arbolados. La parte trasera del coche que los precedía se les acercaba rápidamente. Lord dio un volantazo a la izquierda y se puso a adelantar al vehículo más lento en el preciso instante en que aparecía otro por el carril contrario, a la salida de una curva. Por un momento tuvo la esperanza de que el trazado no le permitiera al policía hacer lo mismo, pero en seguida vio aparecer en el retrovisor la luz azul del coche patrulla, que persistía en la persecución.
– Es un coche más potente que el nuestro -dijo-. Sólo tardará unos segundos en cogernos. Y además tiene radio.
– ¿Por qué corremos? -preguntó Akilina.
Tenía razón. No había motivo alguno para escapar de la policía. Orleg y Párpado Gacho estaban a sesenta kilómetros al sur, allá en Génesis. Lo que tenían que hacer era detenerse y explicar la situación. La búsqueda había terminado. Ya no hacía falta guardar el secreto. La policía, seguramente, podría serles de ayuda.
Redujo la velocidad, frenó y se metió en el arcén. Un segundo más tarde hizo lo mismo el coche patrulla. Lord abrió la puerta. El policía ya se había bajado y utilizaba la puerta del coche a modo de escudo, mientras los apuntaba con la pistola.
– Al suelo. Ya -gritó el policía.
Otros coches pasaban junto a ellos, como trombas.
– He dicho que al suelo.
– Mire, tengo que hablar con usted.
– Si no se pone usted con el culo mirando al cielo en tres segundos, le pego un tiro.
Akilina se había bajado del coche.
– Al suelo, señora -gritó el policía.
– No entiende lo que usted le dice -gritó Lord-. Necesitamos su ayuda, agente.
– ¿Dónde está Thorn?
Se abrió la puerta trasera y Thorn bajó del coche.
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