Steve Berry - La profecía Romanov

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El 16 de julio de 1918 el Zar Nicolás II y toda la familia imperial son ejecutados a sangre fría, pero cuando en 1991 se inhuman sus restos se descubre que faltan los cadáveres de dos de los hijos del Zar. Hoy, tras la caída del comunismo, el pueblo rusa ha decidido democráticamente el regreso de la monarquía. Una Comisión especial queda a cargo de que el nuevo Zar sea escogido entre varios familiares distantes de Nicolás II. Cuando el abogado norteamericano Miles Lord es contratado para investigar a uno de los candidatos, se ve envuelto en una trama para descubrir uno de los grandes enigmas de la Historia: qué le sucedió realmente a la familia imperial. Su única pista es un críptico mensaje en los escritos de Rasputín que anuncia que aquel cruento capítulo no será el último en la leyenda de los Romanov.

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– Qué bonita es esta zona -prosiguió-. Especialmente en esta época del año. Es una pena que una cosa así lo eche todo a perder.

Se acercó al expendedor de café y se sirvió un café, utilizando una jarra manchada. También le ofreció a la secretaria, pero ésta dijo que no con un gesto de la mano.

– Yo vivo en Atlanta, pero vengo con mucha frecuencia por aquí, de cacería. Suelo alquilar una casa en el bosque. Siempre quise comprarme una, pero no puedo permitirme el lujo. ¿Y el señor Thorn? Aquí da la impresión de que todo el mundo tiene su cabaña.

Se volvió a acercar a la mujer.

– Tiene una cabaña preciosa -dijo ella-. Pertenecía ya a sus padres y a sus abuelos.

– ¿Está cerca? -le preguntó Hayes, fingiendo que preguntaba por preguntar.

– A una hora en dirección norte. Tiene más de ochenta hectáreas, con su montaña y todo. Siempre le tomo el pelo preguntándole qué piensa hacer con la montaña.

– Y ¿qué dice él?

– Pues sentarse a mirarla. Ver crecer los árboles.

A la secretaria se le humedecieron los ojos. Era evidente el cariño que sentía por su jefe. Hayes tomó un sorbo de café.

– ¿Tiene nombre la montaña?

– Windsong Ridge. Me encanta.

Hayes se puso en pie con mucha calma.

– La dejo a usted tranquila. La veo inquieta.

Ella le dio las gracias, y Hayes salió del puesto de policía. Junto a la puerta estaban Orleg y Párpado Gacho, tirando de sus cigarrillos.

– Vamos -dijo Hayes.

– ¿Adonde vamos? -quiso saber Orleg.

– A resolver este problema.

48

Tras dejar por tierra al agente de policía, Lord abandonó rápidamente la carretera principal y tomó hacia el este por un camino comarcal. Unos kilómetros más tarde volvió a girar, ahora hacia el norte, siguiendo las indicaciones de Thorn, que los llevaba a todos a la finca que su familia poseía en aquella zona desde hacía casi un siglo.

Siguieron un camino de kilómetro y medio, entre estribaciones montañosas y atravesando dos corrientes de agua encajonadas entre rocas. La cabaña era una construcción de una sola planta, hecha de troncos de pino unidos con argamasa, al estilo colonial. En el porche delantero había tres mecedoras y una hamaca de cuerda, suspendida de un extremo. Las placas de roble del techo inclinado parecían nuevas, y de ellas asomaba una chimenea de piedra.

Thorn explicó que allí tuvieron su primera residencia Alexis y Anastasia, nada más llegar a Carolina del Norte, a finales de 1919. Yusúpov hizo edificar la casa de campo en una finca de ochenta hectáreas cubiertas de bosque antiguo y con una montaña que un siglo antes había sido bautizada con el nombre de Windsong Ridge. La idea era proporcionar a los herederos un refugio solitario, lejos de cualquiera que pudiese asociarlos con la familia real rusa. Los montes Apalaches eran un paraje ideal, tanto por su localización como por su clima, no muy diferente del que los muchachos habían conocido en su tierra.

Ahora, en el interior de la cabaña, Lord casi percibía la presencia de Alexis y Anastasia. Ya se había puesto el sol y el aire se había enfriado. Thorn había encendido la chimenea, con leña de la que había amontonada contra las paredes exteriores de la casa. El interior tenía unos ciento cuarenta metros cuadrados, con espesos revestimientos, madera barnizada y olor a nogal y a pino. La cocina estaba bien provista de comida en lata, lo que les había permitido cenar un chile con judías, acompañado de Coca-Cola procedente del frigorífico.

Era Thorn quien había propuesto la cabaña. Si la policía pensaba que lo tenían retenido contra su voluntad, nunca irían a buscarlo en su propia finca. Lo más probable era que todos los caminos que llevaban a Tennessee estuvieran siendo vigilados y que hubiera orden de localizar el Jeep Cherokee, lo cual era una buena razón más para abandonar la carretera.

– No vive nadie en kilómetros a la redonda -dijo Thorn-. En los años veinte era un magnífico escondrijo.

Lord observó que nada en la decoración sugería el linaje de los dueños. Era, en cambio, sin duda alguna, la residencia de alguien que amaba la naturaleza: grabados de pájaros en el cielo y ciervos pastando decoraban las paredes. Ningún trofeo de caza, sin embargo.

– Yo no cazo -dijo Thorn-. Sólo con la cámara fotográfica.

Lord señaló un óleo enmarcado que dominaba una de las paredes y que representaba un oso negro.

– Lo pintó mi abuela -dijo Thorn-. Y los demás también. Le encantaba pintar. Vivió aquí hasta el fin de sus días. Alexis murió en ese dormitorio de allí. Mi padre nació en la misma cama.

Estaban congregados junto a la chimenea, a la luz de dos lámparas que iluminaban la amplia estancia. Akilina se había sentado en el suelo, envuelta en un edredón de lana. Thorn y Lord ocupaban sendos sillones de cuero. El perro se acurrucaba en un rincón, lejos del calor de la chimenea.

– Tengo un buen amigo en la Oficina del Fiscal de Carolina del Norte -dijo Thorn-. Lo llamaremos mañana. Seguro que puede echarnos una mano. Confío en él -permaneció un momento en silencio-. Mi mujer debe de estar hecha un manojo de nervios. Ojalá pudiese llamarla por teléfono.

– No te lo aconsejaría -dijo Lord.

– No podría aunque quisiera. Nunca llegamos a instalar un teléfono en esta casa. Tengo un móvil y me lo traigo siempre que venimos con intención de pasar la noche. La electricidad no nos la pusieron hasta la década pasada. La compañía me cobró un ojo de la cara por traer la línea hasta aquí. Decidí que el teléfono podía esperar.

– ¿Venís con frecuencia, tu mujer y tú? -le preguntó Akilina.

– Sí, con mucha frecuencia. Aquí me siento en contacto con mi pasado. Margaret nunca ha acabado de comprenderlo, lo único que sabe es que este sitio me tranquiliza. Mi rincón de soledad, le suele llamar. Si supiera…

– Pronto lo sabrá -dijo Lord.

El borzoi, de pronto, se puso en alerta, y un gruñido ahogado sonó en su garganta.

Lord clavó los ojos en el perro.

Alguien llamó. Lord se levantó de un salto. Ninguno de los tres dijo una sola palabra.

Otra llamada.

– Miles. Soy Taylor. Abre la puerta.

Lord cruzó a toda prisa la habitación y echó un vistazo por la ventana. No se veía nada, por la oscuridad: sólo la silueta de un hombre de pie frente a la puerta. Lord se aproximó a la entrada, que tenía el pestillo echado.

– ¿Taylor?

– No el mudito de Blancanieves, desde luego. Abre la puerta de una puñetera vez.

– ¿Vienes solo?

– ¿Quién va a estar conmigo?

Lord levantó el pestillo y lo corrió. Ante la puerta apareció Taylor Hayes, con unos pantalones de color caqui y una gruesa chaqueta.

– Cuánto me alegro de verte -dijo Lord.

– Ni la mitad que yo de verte a ti.

Hayes entró en la cabaña. Se estrecharon la mano.

– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó Lord, tras cerrar la puerta y echar de nuevo el pestillo.

– Cuando llegué al pueblo me contaron lo del tiroteo. Parece ser que hay por ahí dos rusos…

– Dos de los que llevan tiempo persiguiéndome.

– Si, eso fue lo que creí entender.

Lord notó la mirada de extrañeza en los ojos de Akilina.

– Akilina no habla muy bien inglés, Taylor. Hablemos en ruso.

Hayes miró de hito en hito a Akilina.

– ¿Cómo estás? -le preguntó, en ruso.

Akilina se presentó.

– Es un placer conocerte. Tengo entendido que mi socio te ha estado llevando a rastras por el mundo entero.

– Sí, ha sido todo un viaje -dijo ella.

Hayes miró a Thorn.

– Y usted debe de ser el objeto de tanto viaje.

– Aparentemente, sí.

Lord presentó a Hayes y Thorn. Luego dijo:

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