Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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– ¿Cómo sabían Jalil y Haddad que el 747 estaba preprogramado para aterrizar en el JFK? -preguntó Kate.

– La Trans-Continental tiene por norma exigir a los pilotos que antes de despegar programen el ordenador para todo el vuelo -respondió Jim-, y eso incluye la información sobre aterrizaje. Eso no es ningún secreto. Cualquier revista de aviación ha informado de ello. Además, está el fallo de seguridad ocurrido en Trans-Continental en De Gaulle. -Añadió-: En lo que nadie confía jamás que haga un ordenador es en que accione los inversores de dirección, porque si falla y los acciona durante el vuelo, reventarían los motores u otras piezas importantes del avión. Los inversores de dirección deben ser accionados manualmente, con el menor nivel posible de interactuación automática. Es un elemento de seguridad, y quizá lo único que un piloto tiene que hacer, aparte de decir «Bien venidos a Nueva York» y conducir el avión hasta la puerta una vez en tierra. -Agregó jocosamente-: Su pongo que eso también podrían hacerlo los ordenadores. En cualquier caso, cuando el 747 aterrizó en el JFK sin inversores de dirección quedó claro que había problemas.

– Yo creía que las pistas no se asignaban hasta que el avión se hallaba en las proximidades del aeropuerto -dijo Koenig.

– Cierto -respondió Jim-, pero generalmente los pilotos saben qué pistas se están utilizando. La preprogramación no pretende sustituir al aterrizaje que el piloto realiza manualmente y con arreglo a las instrucciones que se le facilitan por radio. Es sólo un procedimiento de apoyo. El piloto con quien he hablado me asegura que aumenta la precisión de los cálculos del ordenador. Y, de hecho, la pista Cuatro-Derecha, la preprogramada, continuaba utilizándose ayer a la hora de llegada del vuelo Uno-Siete-Cinco.

Asombroso, pensé. Absolutamente asombroso. Necesito un ordenador como ése para mi coche y así poder descabezar un sueñecito al volante.

– Les diré qué más sabían los criminales -prosiguió Jim-. Estaban al tanto de la forma de actuar del Servicio de Emergencia en el JFK. Viene a ser muy parecido en todos los aeropuertos norteamericanos. Los procedimientos del JFK son más sofisticados que en muchos de los otros pero eso no es materia de alto secreto. Se han escrito libros sobre Pistolas y Mangueras, y hay numerosos manuales disponibles. Nada de esto es difícil de averiguar. Solamente el área de seguridad para casos de secuestro no es muy conocida pero tampoco constituye alto secreto.

Pensé que Jim y Jane necesitaban verse libres de mí un rato, y cuando Jim terminó Jane dijo:

– Haremos un descanso de quince minutos. Los lavabos y el bar están al final del pasillo.

Nos levantamos todos y salimos rápidamente, antes de que cambiaran de idea.

Ted, Kate, Jack y yo charlamos unos momentos, y descubrí que Jim y Jane se llamaban en realidad Scott y Lisa. Pero para mí siempre serían Jim y Jane. Todo el mundo aquí era Jane y Jim, excepto Bob, Bill y Jean. Y todos iban de azul y jugaban a squash en el sótano y hacían footing a lo largo del Potomac y tenían casas en la Virginia suburbana e iban a la iglesia los domingos, salvo cuando la mierda caía en las turbinas, como hoy. Los casados tenían críos, y los críos eran formidables, y vendían caramelos para recaudar dinero para el equipo de fútbol y todo eso.

En cierto modo, uno tiene que admirar a esta gente. Quiero decir que representan el ideal, o al menos el ideal americano tal como ellos lo ven. Los agentes eran eficaces en su trabajo, tenían una reputación mundial de honradez, sobriedad, lealtad e inteligencia. ¿Qué importaba que la mayoría fuesen abogados? Jack Koenig, por ejemplo, era una buena persona, sólo que daba la casualidad de que tenía la desgracia de ser abogado. Kate también era perfecta para ser abogado. Me gustaba el lápiz de labios que llevaba. Una especie de rosa pálido brillante.

El caso es que quizá sentía un poco de envidia hacia aquella gente orientada a la familia y a la iglesia. En algún lugar en el fondo de mi mente había una casa con una talanquera blanca, una esposa, dos niños y un perro, y un trabajo de nueve a cinco en el que nadie quería matarme.

Volví a pensar en Beth Penrose, allá en Long Island. Pensé en la casita para los fines de semana que se había comprado en el North Fork, cerca del mar y de los viñedos. No me sentía particularmente bien hoy, y no me atrevía a considerar por qué.

CAPÍTULO 31

Asad Jalil miró su indicador de combustible, según el cual le quedaba la cuarta parte del depósito. El reloj del salpicadero señalaba las 14.13. Había recorrido casi quinientos kilómetros desde Washington, y advirtió que aquel potente automóvil consumía más combustible que cuantos había conducido en Europa o Libia.

No tenía hambre ni sed, o quizá sí pero sabía dominar esas sensaciones. Había sido entrenado para resistir largos períodos de tiempo sin comer, dormir ni beber. La sed era la necesidad más difícil de ignorar pero en.cierta ocasión había pasado seis días en el desierto sin agua y sin delirar, así que sabía de qué eran capaces su cuerpo y su mente.

Un descapotable blanco se puso a su altura por el carril izquierdo, y vio que iban en él cuatro chicas. Reían y hablaban, y Jalil observó que todas tenían el pelo claro aunque tenían la piel tostada por el sol. Tres de ellas llevaban camisetas de manga corta pero la cuarta, sentada en el asiento trasero más próximo a él, llevaba solamente la parte de arriba de un biquini rosa. Una vez había visto una playa del sur de Francia donde las mujeres no llevaban prenda alguna en el busto y sus pechos quedaban al aire, a la vista de todo el mundo.

En Libia, eso les habría reportado una condena de latigazos y quizá varios años de cárcel. No podía decir exactamente cuál sería el castigo porque jamás había sucedido una cosa semejante.

La chica del sostén rosa lo miró, sonrió y lo saludó con la mano. Las otras miraron también, agitaron la mano y rieron.

Jalil aceleró.

Ellas aceleraron también, manteniéndose a su altura. Jalil advirtió que iba a 120 por hora. Levantó el pie del acelerador, y su velocidad bajó a cien. Ellas hicieron lo mismo y siguieron agitando la mano en su dirección. Una le gritó algo, pero no pudo oírla.

Jalil no sabía qué hacer. Por primera vez desde su aterrizaje sentía que no controlaba la situación. Volvió a aflojar el acelerador, y ellas lo imitaron.

Pensó en tomar la primera salida pero las chicas podrían seguirlo. Aceleró, y ellas se mantuvieron a su lado, sin dejar de reír y de agitar la mano.

Sabía que estaba llamando la atención, o no tardaría en hacerlo, y notó que la frente se le cubría de sudor.

De pronto apareció un coche policial con dos hombres en su espejo retrovisor izquierdo, y Jalil se dio cuenta de que iba a 128 por hora y que el coche de las chicas continuaba a su lado. «¡Putas asquerosas!»

El coche policial pasó al carril izquierdo, situándose detrás del descapotable, que aceleró. Jalil levantó el pie del acelerador, y el coche policial se puso a su lado. Se llevó la mano derecha al bolsillo de la chaqueta y rodeó con los dedos la culata de la Glock, sin volver la cabeza y con los ojos fijos en la carretera.

El coche policial lo adelantó, pasó a su carril sin hacerle ninguna señal y aceleró en pos del descapotable. Jalil disminuyó aún más la velocidad y observó. El conductor del coche policial parecía estar hablando con las chicas del descapotable. Se saludaron todos con las manos, y el coche policial se alejó.

El descapotable estaba ahora a cien metros por delante, y sus ocupantes parecían haber perdido interés por Jalil. Éste mantuvo una velocidad de cien kilómetros por hora, y la distancia entre ambos coches aumentó. Observó que el coche policial había desaparecido tras un cambio de rasante.

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