Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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Bill no nos estaba explicando todo eso a nosotros. Yo ya lo sabía, y sabía también que la Casa Blanca no era una casa feliz aquella mañana, aunque el resto del país no tenía todavía ni idea de que Estados Unidos había sufrido el peor ataque terrorista desde Oklahoma City. Y, lo que era más importante, ese ataque no procedía de algún indeseable del propio país, sino de los desiertos de África del Norte.

Bill seguía desbarrando sobre la historia del terrorismo de Oriente Medio, y yo tomaba notas en mi cuaderno para acordarme de llamar a Beth Penrose, llamar a mis padres en Florida, llamar a Dom Fanelli, comprar agua de soda, recoger mis trajes en la tintorería, llamar al técnico reparador de televisores, etcétera, etcétera.

Bill seguía hablando. Kate escuchaba; Ted estaba en Babia.

Jack Koenig, que era King Jack en la zona metropolitana de Nueva York, no era rey aquí. De hecho, tan sólo era un principillo más en la capital imperial. Reparé en que los tipos de Washington se referían a Nueva York como un destacamento avanzado, lo que no encajaba muy bien con este neoyorquino concreto.

Finalmente, Bill se marchó y entraron una mujer y un hombre. Ella se llamaba Jane, y el tipo, Jim. Iban de azul.

– Gracias por venir -dijo Jane.

Eso me pareció ya demasiado.

– ¿Teníamos opción? -pregunté.

– Supongo que no -respondió con una sonrisa.

– Usted debe de ser el detective Corey -dijo Jim.

Debo de serlo.

Bueno, pues Jane y Jim formaban un dúo, y la canción se titulaba Libia. Esto era un poco más interesante que el numerito anterior, y prestamos atención. Hablaban de Muammar al-Gadafi, de su relación con Estados Unidos, de su terrorismo de Estado, y de la incursión norteamericana sobre Libia el 15 de abril de 1986.

– Se cree que el supuesto autor del incidente de ayer, Asad Jalil, es libio -dijo Jane-, aunque a veces viaja con pasaportes de otros países de Oriente Medio. -Apareció de pronto una foto de Asad Jalil en la pantalla. Jane continuó-: Ésta es la fotografía que les fue transmitida a ustedes desde París. Tengo otra de más calidad que les entregaré luego. Nosotros también tomamos más instantáneas en París.

Se proyectaron en la pantalla una serie de fotos de Jalil, tomadas evidentemente sin su conocimiento en el interior de un despacho.

– Los agentes del Servicio de Inteligencia de la embajada -continuó Jane- las tomaron en París mientras Jalil prestaba declaración. Lo trataron como a un desertor auténtico porque así fue como él se presentó en la embajada.

– ¿Lo registraron? -pregunté.

– Sólo superficialmente. Le pasaron las manos sobre la ropa y lo sometieron a un detector de metales.

– ¿No lo hicieron desnudarse?

– No -respondió Jane-. No queremos convertir a un informante o desertor en un prisionero hostil.

– Hay personas a quienes les encanta que les miren el culo. Uno nunca sabe hasta que lo pregunta -dije.

Esta vez hasta el viejo Ted soltó una risita.

– Los árabes son muy pudorosos en lo que se refiere a la desnudez -replicó Jane fríamente-, exhibiciones de carne y cosas por el estilo. Se sentirían ultrajados y humillados si se los sometiera a un registro corporal.

– Pero el tipo podría tener píldoras de cianuro escondidas en el culo y habría podido suicidarse o administrarle una dosis letal a alguien de la embajada.

Jane clavó en mí una gélida mirada:

– Los agentes de los servicios de inteligencia no son tan estúpidos como parece usted creer -sentenció.

Y con eso apareció una serie de fotos en la pantalla. Las imágenes mostraban a Jalil en un cuarto de baño. Se lo veía desnudarse, ducharse, sentarse en la taza y cosas así.

– Ésta era una cámara oculta, naturalmente -dijo Jane-. Tenemos también vídeos de las mismas escenas, señor Corey, por si le interesa.

– Creo que podré pasar sin ello.

Miré la foto que estaba en la pantalla en aquel momento. Mostraba un desnudo frontal de Asad Jalil saliendo de la ducha. Era un hombre fornido, de cerca de un metro ochenta de estatura, muy velludo, sin cicatrices ni tatuajes visibles y tan bien dotado como un jumento.

– Haré que le enmarquen ésta -le dije a Jane.

A aquella gente no le iban esa clase de bromas. Se hizo un silencio sepulcral, y pensé que me iban a rogar que esperase en el pasillo.

– Mientras el señor Jalil dormía profundamente -continuó Jane-, por efecto de un sedante casualmente presente en su taza de leche -sonrió con aire conspiratorio- , varios empleados de la embajada obtuvieron fibras de sus ropas. Le tomaron también las huellas dactilares y plantares, le extrajeron células epiteliales de la boca para identificar su ADN, le tomaron muestras capilares e incluso impresiones dentales. -Jane me miró y dijo-: ¿Hemos pasado algo por alto, señor Corey?

– Supongo que no. No sabía que la leche podía surtir ese efecto.

– Les facilitaremos todos los resultados forenses -prosiguió-. Un informe preliminar sobre su atuendo, consistente en un traje gris, camisa, corbata, zapatos negros y ropa interior, indica que todas las prendas habían sido confeccionadas en Estados Unidos, lo cual resulta interesante, ya que las prendas estadounidenses no son frecuentes en Europa ni en Oriente Medio. Sospechamos, por tanto, que Jalil se proponía integrarse en una población urbana estadounidense muy poco después de su llegada.

Eso era lo que yo pensaba.

– Hay una teoría alternativa -prosiguió Jane-, según la cual Jalil, llevando un pasaporte falso procurado por Haddad, se dirigió a la terminal de Llegadas y Salidas Internacionales, donde, en el mostrador de una compañía de Oriente Medio o quizá de cualquier otra compañía, le estaba esperando un billete expedido al nombre que figuraba en su pasaporte falso. O bien Yusef Haddad le dio a Jalil ese billete a bordo del vuelo Uno-Siete-Cinco.

Jane nos miró:

– Tengo entendido que han considerado ustedes ambas teorías: Jalil se quedó, Jalil se marchó. Las dos son plausibles. De lo que estamos seguros es de que Yusef Haddad se quedó. Estamos tratando de establecer su verdadera identidad y determinar cuáles son sus conexiones. Consideren un hombre tan despiadado, me refiero a Jalil, que asesina a su cómplice, mata al hombre que arriesgó su vida por traerlo al país. Piensen en Asad Jalil rompiéndole el cuello a Haddad y permaneciendo luego en un avión lleno de cadáveres en espera de que el piloto automático lo deposite en el aeropuerto. Y entonces, en vez de huir, va al Club Conquistador y da muerte a tres de nuestros agentes. Pero decir que Jalil es despiadado y cruel es definir solamente una parte de su personalidad. Jalil es también increíblemente audaz y osado. Lo mueve algo muy poderoso.

No cabía la menor duda de ello. Yo me considero a mí mismo audaz y osado pero había llegado el momento de reconocer que yo no habría podido hacer lo que había hecho Asad Jalil. Solamente una vez en toda mi carrera había encontrado un adversario a quien considerase que tenía más huevos que yo. Cuando finalmente lo maté, sentí que yo no era digno de haberlo matado; del mismo modo que el cazador que mata a un león con un rifle de gran potencia sabe que el león era el más digno y valiente de los dos.

Jane pulsó el botón del proyector. Apareció en la pantalla una fotografía en color ampliada que mostraba la cara de un hombre de perfil.

– En esta foto ampliada de la mejilla izquierda de Jalil pueden ver tres leves cicatrices paralelas -dijo-. En la mejilla derecha tiene otras tres similares. Nuestro patólogo dice que no son quemaduras ni heridas causadas por metralla ni por un cuchillo. De hecho, son típicas de heridas producidas por uñas humanas o garras animales, laceraciones paralelas y ligeramente dentadas. Son las únicas cicatrices identificadoras existentes en su cuerpo.

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