Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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– No hay muchas razas en el sur; la mayoría de las personas son africanos negros o europeos. Para ellos, tú no pareces ninguna de las dos cosas. Pero cuando llegues a Florida las cosas irán mejor. En Florida hay muchas razas y muchos colores de piel. Pueden creer que eres sudamericano, pero en Florida mucha gente habla español, y tú, no. Así que si necesitas dar explicaciones, di que eres brasileño. En Brasil hablan portugués, y muy pocos norteamericanos hablan ese idioma. Pero si estás hablando con la policía, entonces eres egipcio, como se dice en tu documentación.

Jalil pensó en el consejo de Boris. En Europa había muchos visitantes, hombres de negocios y residentes de países árabes, pero en Estados Unidos, fuera de la zona de Nueva York, su aspecto podría llamar la atención, pese a que Malik había dicho lo contrario.

Jalil había hablado de esto con Malik, que le dijo:

– No dejes que ese estúpido ruso te preocupe. En Estados Unidos no tienes más que sonreír, no parecer sospechoso, mantener las manos fuera de los bolsillos, llevar un periódico o una revista americanos, dar propinas del quince por ciento, no acercarte demasiado al hablar, bañarte a menudo y desearle un buen día a todo el mundo.

Jalil sonrió al recordar a Malik hablándole de los estadounidenses. Malik había concluido su estimación de los americanos diciendo:

– Son como los europeos pero su forma de pensar es más simple. Sé directo, pero no brusco. Tienen un conocimiento limitado de la geografía y de las demás culturas, más limitado que los europeos. De modo que si quieres ser griego, sé griego. Tu italiano es bueno, así que puedes ser de Cerdeña. De todas maneras, jamás han oído hablar de ese lugar.

Jalil volvió de nuevo su atención a la carretera. El tráfico del domingo por la tarde era a ratos intenso, a ratos escaso. Había pocos camiones porque era el Sabbat cristiano. Los paisajes que se extendían a ambos lados de la carretera eran la mayoría de campos y bosques con muchos pinos. Ocasionalmente veía lo que parecía ser una fábrica o un almacén pero, al igual que la Autobahn, aquella carretera no pasaba cerca de las ciudades o zonas de población. Allí resultaba difícil imaginar que en Estados Unidos habitaban más de 250 millones de personas. Su propio país no tenía ni siquiera cinco millones, y, sin embargo, Libia había dado a los estadounidenses muchos quebraderos de cabeza desde que el Gran Líder depusiera años atrás al estúpido rey Idris.,

Finalmente, Jalil dejó volver sus pensamientos a la casa del general Waycliff. Había estado reservándolos, como un postre dulce, para saborearlos debidamente.

Recreó en su mente toda la escena y trató de imaginar cómo habría podido obtener más placer de ella. Quizá, pensó, debería haber hecho que el general suplicara que le perdonase la vida, o que la mujer se postrara de rodillas y le besara los pies. Pero tenía la impresión de que ellos no hubieran suplicado. De hecho, había extraído de ellos todo lo que podía, y cualquier otro intento de obligarlos a pedir piedad habría resultado estéril. Comprendieron que iban a morir en cuanto él reveló el propósito que lo había impulsado a estar allí.

Pensó, sin embargo, que podría haber hecho más dolorosas sus muertes pero le coartaba la necesidad de hacer que los asesinatos pareciesen parte de un robo. Necesitaba tiempo para ultimar su misión antes de que los servicios de inteligencia estadounidenses empezaran a comprender lo que estaba sucediendo.

Asad Jalil sabía que la policía podría estar esperándolo en cualquier punto de sus visitas a los hombres de la escuadrilla de Al Azziziyah. Aceptaba esa posibilidad y se consolaba con lo que ya había realizado en Europa, en el aeropuerto de Nueva York y ahora en la casa del general Waycliff.

Sería estupendo que pudiera completar su lista, pero si no podía, algún otro lo haría. Le gustaría volver a Libia pero carecía de importancia hacerlo o no. Morir en tierra de infieles mientras llevaba a cabo su yihad era un triunfo y un honor. Su lugar en el Paraíso estaba asegurado.

Asad Jalil se sentía en estos momentos mejor de lo que nunca se había sentido después de aquella terrible noche.

Bahira. Estoy haciendo esto por ti también.

Se acercaba a la ciudad de Richmond, y el tráfico se iba tornando más intenso. Tuvo que seguir las señales que lo llevaron en círculo alrededor de la ciudad, por una carretera llamada 1-295 y finalmente de nuevo a la 1-95, otra vez en dirección sur.

A las 13.15 vio un letrero que decía «Bien venido a Carolina del Norte».

Miró a su alrededor pero no encontró gran diferencia con el estado de Virginia. El ruso le había advertido de que la policía de Carolina del Norte era ligeramente más suspicaz que la de Virginia. La policía del siguiente estado, Carolina del Sur, sería más probable que lo hiciese parar sin motivo, y también la de Georgia.

El ruso le había dicho asimismo que los policías del sur patrullaban a veces por parejas, y a veces sacaban sus armas cuando hacían parar un vehículo. Por lo tanto, sería más difícil disparar contra ellos.

Boris le había advertido también de que no intentara sobornar a un policía si lo paraban por una infracción de tráfico. Según el ruso, lo más probable era que lo arrestasen. Lo mismo, reflexionó Jalil, ocurría en Europa pero no en Libia, donde unos pocos dinares bastarían para satisfacer a un policía.

Continuó por la ancha y casi recta carretera interestatal. El vehículo era silencioso y potente y tenía un depósito de combustible de gran capacidad. Pero, según le indicaba el ordenador, tendría que repostar dos veces más antes de llegar a su destino.

Pensó en el hombre a quien visitaría a continuación. Teniente Paul Grey, piloto del F-l 11 conocido como Elton 38.

Habían sido precisos más de diez años y muchos millones de dólares antes de que la inteligencia libia consiguiera tener acceso a esta lista de ocho hombres. Se habían necesitado varios años más para localizar a cada uno de aquellos asesinos. Uno de ellos, el teniente Steven Cox, el oficial de armamento del avión conocido como Remit 61, estaba fuera de su alcance, ya que había resultado muerto en el transcurso de una misión desarrollada en la guerra del Golfo. Jalil no se sentía defraudado. Le complacía saber que el teniente Cox había muerto a manos de combatientes islámicos.

La primera víctima de Asad Jalil, el coronel Hambrecht, había sido enviado en trocitos a Norteamérica en el mes de enero. El cuerpo de su segunda víctima, el general Waycliff, se hallaba todavía caliente, y su sangre estaba dentro del cuerpo de Jalil.

Quedaban cinco.

Para la noche, el teniente Paul Grey se reuniría con sus tres compañeros de escuadrilla en el infierno.

Entonces quedarían cuatro.

Jalil sabía que la inteligencia libia había averiguado los nombres de algunos de los otros pilotos de las demás escuadrillas que habían bombardeado Bengasi y Trípoli pero de esos hombres se ocuparían en otra ocasión. Asad Jalil había sido distinguido con el honor de asestar el primer golpe, de vengar personalmente la muerte de su propia familia, la muerte de la hija del Gran Líder y las heridas sufridas por la esposa e hijos de éste.

Jalil no tenía la menor duda de que los norteamericanos habían olvidado hacía mucho el 15 de abril de 1986. Habían bombardeado tantos lugares desde entonces que no se concedía gran importancia a aquel incidente. En la guerra del Golfo, decenas de miles de iraquíes habían perecido a manos de los norteamericanos y sus aliados, y el líder iraquí, Hussein, había hecho muy poco por vengar la muerte de sus mártires. Pero los libios no eran como los iraquíes. El Gran Líder, Gadafi, nunca olvidaba un insulto, una traición ni la muerte de un mártir.

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