Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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CAPÍTULO 27

Asad Jalil oyó cómo se abría la puerta de la entrada y luego las voces de un hombre y una mujer que hablaban.

– Rosa, ya hemos llegado -exclamó la mujer.

Jalil terminó el café que estaba tomando y oyó abrirse y cerrarse la puerta del armario. Luego, las voces fueron aumentando de intensidad a medida que se acercaban por el pasillo.

Jalil se levantó y se situó a un lado de la puerta. Sacó la Colt 45 automática del general y escuchó atentamente. Oyó dos series de pisadas sobre el suelo de mármol que se aproximaban hacia él.

El general y su mujer entraron en la amplia cocina. El general se dirigió al frigorífico y la mujer a la cafetera eléctrica que reposaba en el mostrador. Ambos estaban de espaldas a él, y esperó apoyado en la pared a que lo vieran. Se metió la pistola en el bolsillo de la chaqueta.

La mujer cogió dos tazas del armario y sirvió café para los dos. El general estaba todavía mirando el frigorífico.

– ¿Dónde está la leche? -preguntó.

– Está ahí -respondió la señora Waycliff.

Se volvió para ir a la mesa de la cocina, vio a Jalil, lanzó un grito de sobresalto y dejó caer las dos tazas al suelo.

El general giró en redondo, miró a su mujer, siguió luego la mirada de ella y se encontró ante un hombre alto y trajeado.

– ¿Quién es usted? -exclamó tras coger aliento.

– Soy un mensajero -respondió Jalil.

– ¿Quién lo ha dejado entrar?

– Su criada.

– ¿Dónde está?

– Ha ido a comprar leche.

– Bueno -exclamó el general Waycliff-, lárguese de aquí o llamo a la policía.

– ¿Ha disfrutado con su servicio religioso?

– Haga el favor de marcharse. Si se marcha ahora, no llamaremos a la policía -dijo Gail Waycliff.

Jalil lo ignoró por completo.

– Yo también soy un hombre religioso -dijo-. He estudiado el testamento hebreo, así como el testamento cristiano y, naturalmente, el Corán.

Al oír esta última palabra, el general Waycliff empezó de pronto a comprender quién podría ser aquel intruso.

– ¿Conoce usted el Corán? -continuó Jalil-. ¿No? Pero usted ha leído el testamento hebreo. Entonces, ¿por qué no leen los cristianos la palabra de Dios, que fue revelada al profeta Mahoma?

– Mire… No sé quién es usted…

– Claro que lo sabe.

– Está bien… Sé quién es usted…

– Sí, soy su peor pesadilla. Y en otro tiempo usted fue mi peor pesadilla.

– ¿De qué está hablando?

– Usted es el general Terrance Waycliff, y tengo entendido que trabaja en el Pentágono. ¿Correcto?

– Eso no es asunto suyo. Le estoy diciendo que se vaya. Ahora.

Jalil no respondió. Se limitó a mirar al general, de pie ante él con su uniforme azul.

– Veo que está usted muy condecorado, general -dijo finalmente.

El general Waycliff se volvió hacia su mujer.

– Gail, llama a la policía -le ordenó.

La mujer permaneció petrificada un momento y luego se dirigió a la mesa, junto a la que colgaba un teléfono de la pared.

– No toque ese teléfono -dijo Jalil.

Ella miró a su marido, que repitió:

– Llama a la policía -y avanzó un paso hacia el intruso.

Jalil sacó la pistola del bolsillo de la chaqueta.

Gail Waycliff contuvo una exclamación.

El general Waycliff emitió un gemido de sorpresa y se detuvo en seco.

– En realidad, ésta es su pistola, general -dijo Jalil. La levantó como si la examinara y continué-: Es muy bonita. Tiene, creo, un baño de níquel o plata, cachas de marfil y su nombre grabado.

El general Waycliff no respondió.

Jalil miró al general.

– Tengo entendido que no se concedieron medallas por la incursión sobre Libia -dijo-. ¿Es cierto?

Miró a Waycliff y por primera vez vio miedo en sus ojos.

– Estoy hablando de la incursión del 15 de abril de 1986. ¿O fue en el 87?

El general miró a su mujer, que tenía la vista fija en él. Ambos sabían adónde iba a parar todo aquello. Gail Waycliff cruzó la cocina y se puso junto a su marido.

Jalil apreció su valor ante la muerte.

Los tres permanecieron en silencio durante todo un minuto. Jalil saboreaba el momento y disfrutaba con la vista de los norteamericanos esperando su muerte.

Pero Asad Jalil no había terminado aún.

– Corríjame si me equivoco, pero usted era Remit Veintidós, ¿verdad? -le preguntó al general.

Waycliff no respondió.

– Su escuadrilla de cuatro aparatos atacó Al Azziziyah. ¿Correcto?

El general continuó en silencio.

– Y se está usted preguntando cómo he descubierto este secreto.

– Sí, así es -respondió el general.

– Si se lo digo, tendré que matarlo -dijo Jalil, sonriendo.

– Es lo que va a hacer de todos modos -logró decir el general.

– Quizá sí, quizá no.

– ¿Dónde está Rosa? -preguntó Gail Waycliff.

– Qué buena señora es usted que se preocupa por su criada.

– ¿Dónde está? -preguntó secamente la señora Waycliff.

– Donde usted cree que está.

– Bastardo.

Asad Jalil no estaba acostumbrado a que nadie le hablara así, y menos una mujer. La habría matado en el acto pero logró dominarse.

– De hecho, no soy un bastardo -dijo-. Tuve una madre y un padre que se casaron. Mi padre fue asesinado por los aliados de ustedes, los israelíes. Mi madre murió en el bombardeo de Al Azziziyah. Y también mis dos hermanos y mis dos hermanas. -Miró a Gail Waycliff y añadió-: Y es muy posible que los matara una de las bombas de su marido, señora Waycliff. ¿Qué tiene usted que decir a eso?

Gail Waycliff respiró profundamente.

– Entonces, todo lo que puedo decir es que lo siento -respondió-. Los dos lo sentimos.

– ¿Sí? Bueno, gracias por su compasión.

El general Waycliff miró directamente a Jalil y exclamó con tono airado:

– Yo no lo siento en absoluto. Su presidente, Gadafi, es un terrorista internacional. Ha asesinado a docenas de hombres, mujeres y niños inocentes. La base de Al Azziziyah era un centro de mando del terrorismo internacional, y fue Gadafi quien puso en peligro la vida de los civiles al alojarlos en un objetivo militar. Y si sabe usted tanto, sabrá también que en toda Libia solamente se bombardearon objetivos militares, y que las bajas civiles fueron accidentales. Usted lo sabe, así que no pretenda que está justificado asesinar a alguien a sangre fría.

Jalil clavó la vista en el general Waycliff y pareció meditar sus palabras.

– ¿Y la bomba que fue arrojada sobre la casa del coronel Gadafi en Al Azziziyah? -dijo finalmente-. Ya sabe, general, la que mató a su hija e hirió a su mujer y a sus dos hijos. ¿Fue eso un accidente? ¿Se despistaron sus bombas inteligentes? Respóndame.

– No tengo nada más que decirle.

Jalil sacudió la cabeza.

– Cierto. -Levantó la pistola y apuntó con ella al general-. No tiene usted idea de cuánto he esperado este momento.

El general se puso delante de su mujer.

– A ella déjela ir.

– Ridículo. Lo único que siento es que sus hijos no estén en casa.

– ¡Bastardo!

El general dio un salto hacia adelante y se abalanzó sobre Jalil.

Éste disparó una sola vez contra las cintas de condecoraciones que lucía en la parte izquierda del pecho.

La fuerza del romo proyectil del 45 detuvo al general y lo levantó en vilo. Cayó con sordo golpe sobre las baldosas del suelo.

Gail Waycliff lanzó un grito y corrió hacia su marido.

Jalil se abstuvo de disparar y la dejó arrodillarse junto a su marido agonizante, al que comenzó a acariciar la frente entre sollozos. Del orificio abierto por la bala brotaba sangre espumeante, y Jalil vio que había fallado al corazón y había alcanzado el pulmón del general, lo que le parecía excelente. El hombre se ahogaría lentamente en su propia sangre.

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