Pero las noticias del día siguiente serían más concretas. Los detalles se irían suministrando en dosis digeribles, como aceite de hígado de bacalao con un poco de miel, una vez al día, hasta que el público se acostumbrase y acabara desviando su atención hacia alguna otra cosa.
El vuelo, de una hora de duración, se desarrolló sin incidentes, a excepción del pésimo café servido por la azafata. Al llegar al aeropuerto nacional Ronald Reagan, seguimos el curso del río Potomac, y tuve una espectacular panorámica del Memorial Jefferson con todos los cerezos en flor, el Malí, el Capitolio y todos esos otros edificios blancos de piedra que despiden poder, poder y poder. Se me ocurrió por primera vez la idea de que yo trabajaba para algunas de las personas de allí abajo.
Aterrizamos y desembarcamos con puntualidad. Observé que Koenig vestía un traje azul de federal y llevaba una cartera de mano. Nash vestía otro traje de corte continental y llevaba también una cartera, sin duda fabricada a mano con piel de yac por luchadores tibetanos por la libertad en el Himalaya. Kate llevaba también un traje azul, pero a ella le sentaba mejor que a Jack. Portaba igualmente una cartera, y me asaltó la idea de que se esperaba que yo también la llevase. Mi atuendo consistía en un traje gris claro que mi ex me había comprado en Barney's. Con impuestos y propina incluidos, probablemente rondaba los dos mil pavos. Ella tiene dinero para eso y para más. Lo gana defendiendo a traficantes de drogas, asesinos a sueldo, delincuentes de cuello blanco y otros criminales de posición acomodada. ¿Por qué llevo este traje entonces? Lo llevo, creo yo, como una especie de cínica declaración. Además, me sienta bien y se nota que es caro.
Pero, volviendo al aeropuerto, nos recibió un coche con chófer que nos llevó al cuartel general del FBI, también conocido como edificio Edgar Hoover.
No se habló gran cosa en el coche pero finalmente Jack Koenig, que iba sentado delante junto al chófer, se volvió hacia nosotros.
– Les pido excusas si esta reunión les impide la asistencia a sus servicios religiosos.
El FBI, naturalmente, finge respetar los sentimientos religiosos de sus agentes, y quizá no todo es fingido. Yo no podía imaginar a mis antiguos jefes diciendo nada parecido y me quedé sin saber qué contestar.
– Está bien -respondió Kate, sea lo que sea lo que eso signifique.
Nash murmuró algo que sonó como si nos estuviera concediendo dispensa a todos.
– J. Edgar está allí arriba velando por nosotros -dije con sarcasmo.
Koenig me lanzó una mirada desabrida y se volvió de nuevo hacia adelante.
Iba a ser un día largo, muy largo.
A las 5.30 de la mañana, Asad Jalil se levantó, cogió del baño una toalla húmeda y la pasó por todas las superficies en las que podría haber dejado huellas dactilares. Se postró en el suelo, rezó sus oraciones matutinas y seguidamente se vistió y salió de la habitación. Puso el maletín en el Mercury y regresó a la recepción del motel, llevando consigo la toalla húmeda.
El joven recepcionista dormía en su silla, y el televisor continuaba encendido.
Jalil dio la vuelta al mostrador, empuñando la Glock, envuelta en la toalla. Apoyó la pistola contra la cabeza del hombre y apretó el gatillo. El joven empleado y la silla salieron proyectados contra el mostrador. Jalil empujó el cuerpo del joven bajo el mostrador y le sacó la cartera del bolsillo del pantalón. Luego cogió el dinero que había en el cajón. Encontró el montoncito de hojas de inscripción y copias de recibos y se lo guardó en el bolsillo. A continuación, limpió la llave con la toalla húmeda y la puso de nuevo en el casillero.
Levantó la vista hacia la cámara de seguridad en la que ya se había fijado antes y que había grabado no sólo su llegada, sino también el asesinato y el robo. Siguió el cable hasta el cuartito trasero, donde encontró la videograbadora. Sacó la cinta y se la guardó en el bolsillo. Después regresó al mostrador, donde encontró un interruptor eléctrico con la indicación: «Rótulo del motel.» Lo apagó, apagó luego las luces de recepción, salió y volvió a su coche.
En el aire flotaba una niebla húmeda que reducía la visibilidad a unos pocos metros. Jalil salió del parking sin faros y no los encendió hasta haber recorrido cincuenta metros por la carretera.
Regresó por la dirección en que había llegado por la noche y se aproximó a la Capital Beltway. Antes de entrar en ella se detuvo en el amplio aparcamiento de un centro comercial, encontró un sumidero de aguas de lluvia e introdujo por la rejilla metálica las tarjetas de inscripción, los recibos y la casete de vídeo. Sacó el dinero de la cartera del recepcionista y la arrojó al sumidero.
Volvió al coche y enfiló la Capital Beltway.
Eran las seis de la mañana, y por el este emergía un débil resplandor que iluminaba la niebla. Había poco tráfico en aquella mañana de domingo, y Jalil tampoco vio ningún coche policial.
Siguió la autopista en dirección sur. Luego, la carretera torcía hacia el oeste y cruzaba el río Potomac y continuaba después en la misma dirección hasta volver hacia el norte y cruzar de nuevo el Potomac. Estaba girando en torno a la ciudad de Washington, como un león, pensó, acechando su presa.
Programó el navegador por satélite con la dirección que necesitaba en Washington y salió de la autopista por la avenida Pennsylvania.
Continuó por ésta, enfilando directamente al corazón de la capital enemiga.
A las siete, subía por Capitol Hill. La niebla había levantado, y el enorme edificio del Capitolio se erguía con su blanca cúpula bajo el sol de la mañana… Dio la vuelta a su alrededor y luego se detuvo y aparcó cerca del ala sureste. Sacó la cámara del maletín y tomó varias fotos del edificio bañado por el sol. Observó que a unos cincuenta metros había un matrimonio joven haciendo lo mismo. Sabía que esta fotografía no era necesaria, y podría haber pasado el tiempo en otro lugar, pero pensó que aquellas fotos divertirían a sus compatriotas en Trípoli.
Se veían varios coches policiales dentro de la zona cercada en torno al edificio del Capitolio pero ninguno en la calle en que él se encontraba.
A las 7.25 montó de nuevo en su coche y avanzó a lo largo de unas cuantas manzanas en dirección a Constitution Avenue. Condujo despacio por la calle de casitas bajas flanqueada de árboles y localizó el número 415. Había un automóvil aparcado en el estrecho camino particular, y vio luz en la ventana del tercer piso. Continuó avanzando, dio la vuelta a la manzana y aparcó a poca distancia.
Se puso las dos Glock en los bolsillos de la chaqueta y esperó, observando la casa.
A las 7.45 salieron por la puerta principal un hombre y una mujer de mediana edad. La mujer iba bien vestida y el hombre llevaba el uniforme azul de un general de las Fuerzas Aéreas. Jalil sonrió.
Le habían dicho en Trípoli que el general Terrance Waycliff era un hombre de costumbres, y su costumbre era asistir todos los domingos por la mañana a los servicios religiosos de la Catedral Nacional. El general asistía casi siempre al servicio de las 8.15 pero se sabía que en ocasiones lo hacía al de las 9.30. Esta mañana iba al servicio de las 8.15, y Jalil se sintió complacido por el hecho de no tener que esperar una hora.
Jalil observó cómo el general acompañaba a su mujer hasta el coche. El hombre era alto y delgado, y, aunque tenía el pelo gris, caminaba como un joven. Jalil sabía que en 1986 el general Waycliff era el capitán Waycliff, y la denominación en clave de su F-l 11 había sido Remit 22. El cazabombardero del capitán Waycliff había sido uno de los cuatro integrantes de la escuadrilla de ataque que bombardeó Al Azziziyah. El oficial de armamento del capitán Waycliff había sido el coronel -entonces capitán- William Hambrecht, que había encontrado su final en Londres, en enero. Ahora, el general Waycliff encontraría un destino similar en Washington.
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