Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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Jalil entró en el parking, que estaba casi vacío. Se quitó la corbata y las gafas, bajó del Mercury y cerró la puerta. Se desperezó y luego se dirigió a la recepción del pequeño motel.

Había un joven sentado detrás del mostrador, viendo la televisión. Al verlo se levantó.

– ¿Sí?

– Necesito una habitación para dos días.

– Ochenta dólares más impuestos.

Jalil puso dos billetes de cincuenta dólares sobre el mostrador.

El empleado estaba acostumbrado a recibir huéspedes que pagaban al contado.

– Necesito cien dólares como depósito -dijo-. Los recuperará al marcharse.

Jalil puso otros dos billetes de cincuenta sobre el mostrador.

El joven le dio una ficha de registro, y Jalil la rellenó, utilizando el nombre de Ramón Vázquez. Escribió la marca y el modelo correctos del automóvil, tal como le habían ordenado que lo hiciera porque podrían comprobarlos más tarde, cuando él estuviese en la habitación. Escribió también el número correcto de la matrícula y empujó la ficha hacia el empleado.

Éste le dio una llave con una etiqueta, el cambio y un recibo por sus cien dólares.

– Habitación 15 -le dijo-. Saliendo, a la derecha. Hacia el final. La hora tope de salida son las once.

– Gracias.

Jalil se volvió y salió del recinto. Fue hasta su coche y condujo hasta la habitación en cuya puerta figuraba el número 15.

Cogió su maletín, cerró el coche y entró en la habitación. Accionó el interruptor y se encendió una lámpara.

Jalil cerró la puerta con llave y echó el pestillo. Observó que la habitación estaba amueblada con sencillez pero había un televisor. Lo encendió.

Se quitó la ropa y entró en el cuarto de baño con el maletín, el chaleco antibalas y las dos Glock del calibre 40.

Se alivió y después abrió el maletín y sacó los útiles de aseo. Se despegó el bigote, se lavó los dientes y se afeitó. Tras dejar las pistolas en el lavabo, se dio una ducha rápida.

Se secó, cogió el maletín, las pistolas y el chaleco antibalas y regresó al dormitorio. Volvió a vestirse, se puso unos calzoncillos y una camiseta limpia, una corbata diferente y unos calcetines, todo lo cual lo sacó del maletín. Se puso también el chaleco antibalas. Sacó el tubo de pasta de dientes relleno de pegamento, y, situándose ante el espejo del dormitorio, volvió a colocarse el bigote.

Encontró el mando a distancia del televisor, se sentó en la cama y fue cambiando de canales hasta encontrar una cadena en la que dieran noticias. Advirtió que se trataba de la repetición grabada de un noticiario emitido con anterioridad, pero podría ser útil.

Estuvo mirando durante quince minutos. Después, el presentador dijo: «Más detalles sobre la tragedia ocurrida esta tarde en el aeropuerto Kennedy.»

Apareció en la pantalla una vista del aeropuerto. Reconoció al fondo el área de seguridad. Pudo ver la alta cola y la sección superior del 747 elevándose sobre el muro de acero.

La voz del presentador estaba diciendo: «El número de muertos continúa aumentando mientras los empleados del aeropuerto y de la compañía aérea confirman que una emanación de gases tóxicos, procedentes al parecer de una carga no autorizada depositada en la bodega, ha causado la muerte de por lo menos doscientas personas a bordo del vuelo Uno-Siete-Cinco de Trans-Continental.»

El presentador continuó hablando un rato más pero sin decir nada nuevo.

Apareció luego en pantalla la terminal de llegadas, donde sollozaban amigos y parientes de las víctimas. Jalil observó que había muchos reporteros con micrófonos, todos tratando de obtener entrevistas con las personas que lloraban. Eso le pareció extraño. Si creían que se trataba de un accidente, ¿qué importaba lo que dijesen aquellas personas? ¿Qué sabían? Nada. Si los americanos reconocían que había sido un ataque terrorista, entonces no había duda de que aquellas escenas de histerismo estaban siendo filmadas con fines propagandísticos. Pero, por lo que veía, los reporteros sólo querían saber acerca de familiares y amigos que iban en el avión. Muchos de los entrevistados confiaban todavía en que aquellos a quienes esperaban hubiesen sobrevivido. Jalil podía decirles con absoluta certeza que no era así.

Continuó mirando, fascinado por la estupidez de aquella gente, en especial los periodistas.

Quería ver si alguien hablaba de la presencia a bordo del bombero a quien había asesinado pero nadie lo mencionó. Y tampoco nadie dijo nada acerca del Club Conquistador, pero Jalil ya sabía que nadie lo sacaría a colación.

Esperaba que su fotografía apareciese en la pantalla pero, en lugar de ello, la escena volvió a la redacción, donde el presentador estaba diciendo:

– Se especula con la posibilidad de que este avión tomara tierra por sí solo. Tenemos con nosotros a un ex piloto de 747 de American Airlines, el capitán Fred Eames. Bien venido.

El capitán Eames saludó con una inclinación de cabeza, y el reportero le preguntó:

– Capitán, ¿es posible que este avión aterrizara por sí solo, sin que una mano humana accionara los mandos?

– Sí, es posible -respondió el capitán Eames-. En realidad, es algo completamente habitual. Casi todos los aviones pueden seguir una ruta previamente programada, pero los aviones comerciales de última generación pueden también controlar automáticamente el tren de aterrizaje, los alerones y los frenos, haciendo del aterrizaje una operación totalmente rutinaria. Se hace todos los días. Sin embargo, los ordenadores no controlan los inversores de dirección, por lo que el aterrizaje con piloto automático necesita una longitud de pista mayor de lo normal, pero en el JFK eso no es problema.

El hombre continuó hablando. Asad Jalil escuchaba, aunque aquello no le interesaba. Lo que le interesaba era que no salía en la televisión ningún agente federal y que no se le mencionaba a él para nada ni se mostraba su foto. Supuso que las autoridades habían decidido no decir lo que sabían. Todavía no. Para cuando lo hiciesen, Jalil estaría ya próximo a completar su misión. Sabía que las primeras veinticuatro horas eran las más críticas. Después, las posibilidades de ser capturado disminuían a cada día que pasaba.

Finalizó el reportaje sobre las muertes acaecidas a bordo del avión y se pasó a otro tema. Continuó mirando para ver si se daba alguna noticia de la muerte de Gamal Yabbar, pero no hubo ninguna.

Asad Jalil apagó el televisor. Mientras conducía el coche en dirección a la habitación 15, había mirado la brújula del Mercury para ver hacia dónde estaba el este.

Se levantó de la cama, se prosternó de cara a La Meca y rezó sus oraciones vespertinas.

Después se tendió en la cama, completamente vestido, y se sumió en un ligero sueño.

CAPÍTULO 23

Kate Mayfield, Ted Nash y yo salimos del 26 de Federal Plaza y nos detuvimos en Broadway.

No había mucha gente por allí, y había refrescado.

Nadie dijo nada, lo que no significaba que no hubiera nada que decir. Significaba, creo yo, que por primera vez estábamos completamente solos, los tres que habíamos salido con las orejas gachas pese a las amables palabras de despedida de Koenig, y no queríamos hablar de ello.

Nunca hay un taxi ni un guardia cerca cuando los necesitas, y allí estábamos los tres, pasando frío.

– ¿Os apetece tomar un trago? -dijo finalmente Kate.

– No, gracias -respondió Nash-. Tengo que pasarme media noche al teléfono con Langley.

Kate me miró.

– ¿John?

Yo necesitaba un trago pero quería estar solo.

– No, gracias -dije-. Yo voy a ver si duermo un poco.

– No veía ningún taxi, así que añadí-: Cogeré el metro. ¿Alguien necesita direcciones de metro?

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