Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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Lo siguiente que supe fue que estaba sentado en un gran avión de reacción, tratando de levantarme de mi asiento pero algo me lo impedía. Advertí que todo el mundo a mi alrededor estaba profundamente dormido, a excepción de un individuo que se hallaba de pie en el pasillo. El tío empuñaba un cuchillo enorme y manchado de sangre y venía derecho hacia mí. Eché mano a mi pistola pero no estaba en su funda. El tipo alzó el cuchillo, y yo me levanté de un salto.

El reloj del vídeo señalaba las 5.17. Tenía el tiempo justo para ducharme, cambiarme de ropa e ir a La Guardia.

Mientras me desnudaba en el dormitorio, encendí la radio, que estaba sintonizada con 1010 WINS, todo noticias.

El locutor estaba hablando de la tragedia de Trans-Continental. Subí el volumen y me metí en la ducha.

Mientras me enjabonaba pude oír, por encima del ruido del agua, fragmentos sueltos del relato. El hombre estaba diciendo algo acerca de Gadafi y de la incursión norteamericana sobre Libia en 1986.

Me pareció que la gente estaba empezando a atar cabos.

Rememoré la incursión aérea de 1986 y recordé que los agentes de la policía de Nueva York y de la Autoridad Portuaria habían sido alertados por si la mierda salpicaba demasiado. Pero, aparte de unas cuantas horas extraordinarias, no recordaba que hubiera sucedido nada especial.

Supongo que era el día anterior cuando había sucedido. Esa gente tiene buena memoria. Mi compañero, Dom Fanelli, me contó una vez un chiste… el Alzheimer italiano es cuando lo olvidas todo, excepto a quién tienes que matar.

Sin duda, esto se aplicaba también a los árabes. Pero entonces ya no parecía tan gracioso.

CUARTA PARTE

América, el presente

Hemos suscitado entre los cristianos hostilidad y odio hasta el día de la Resurrección… Creyentes, no toméis como amigos a los judíos ni a los cristianos.

El Corán, sura V, «La mesa»

CAPÍTULO 24

El 15 de abril había sido un día horrible, y el 16 de abril no iba a ser mucho mejor.

– Buenos días, señor Corey -dijo Alfred, mi portero, que tenía un taxi esperándome en la puerta.

– Buenos días, Alfred.

– El pronóstico meteorológico es bueno. A La Guardia, ¿verdad? -Abrió la portezuela trasera y le dijo al taxista-: La Guardia.

Subí al taxi y éste arrancó.

– ¿Tiene un periódico? -le pregunté al chófer.

Cogió uno del asiento delantero y me lo tendió. Estaba en ruso o en griego. Se echó a reír.

Ya empezaba a torcerse el día.

– Tengo prisa -le dije al hombre-. Acelere. ¿Capisce? Pedal al metal.

No dio señales de violar la ley, así que saqué mis credenciales de federal y se las puse delante de las narices.

– De prisa.

El taxi aceleró. Si hubiera llevado el arma, le habría puesto el cañón contra la oreja, pero parecía aceptar la situación. Por cierto, no me gusta trabajar de madrugada.

El tráfico era escaso a aquella hora en un domingo por la mañana, y tardamos poco tiempo en recorrer la carretera FDR y cruzar el puente de Triborough. Finalmente llegamos a La Guardia.

– Terminal de US Airways -ordené.

Detuvo el coche en la terminal, le pagué y le devolví el periódico.

– Aquí tiene su propina -le dije.

Bajé y consulté mi reloj. Tenía unos diez minutos hasta la hora de despegue. Andaba muy justo de tiempo pero no llevaba equipaje y tampoco ninguna pistola que declarar.

Fuera de la terminal advertí que dos policías de la Autoridad Portuaria miraban a la gente como si todos fuesen terroristas. Evidentemente, la noticia se había propagado, y yo esperaba que todos tuviesen una foto de Asad Jalil.

Dentro de la terminal, el tipo del mostrador me preguntó si tenía billete o reserva. Tenía montones de reservas acerca de aquel vuelo pero no era momento para hacerse el gracioso.

– Corey, John -dije.

Encontró mi nombre en el ordenador e imprimió mi billete. Me pidió un documento de identificación con fotografía, y le di mi carnet de conducir del estado de Nueva York en lugar de mi credencial de federal, que siempre suscita la cuestión de si lleva uno pistola. Una razón por la que había decidido no llevarla esa mañana era porque iba con retraso y no tenía tiempo para entretenerme rellenando papeles. Además, viajaba con personas armadas que me protegerían. Creo. Por otra parte, siempre que piensas que no necesitas pistola, la necesitas. Pero había otra importante razón por la que había decidido no llevarla. Hablaré de ello más adelante.

El caso es que el tipo del mostrador me preguntó si había despachado yo mismo el equipaje, y le respondí que no llevaba.

– Que tenga un buen viaje -dijo mientras me entregaba el billete.

Si hubiera tenido más tiempo habría contestado: «Que Alá nos dé un buen viento de cola.»

Había también un policía de la Autoridad Portuaria junto al detector de metales, y la cola se movía despacio. Pasé sin que se disparara la alarma.

Mientras me dirigía con paso vivo hacia mi puerta, pensé en las reforzadas medidas de seguridad. Por una parte, muchos policías iban a ganarse un buen sobresueldo en horas extraordinarias durante el mes siguiente o cosa así, y el alcalde tendría un arranque y trataría de sacarle a Washington una subvención federal, explicando que ellos tenían la culpa.

Por otra parte, esas operaciones en la terminal de transporte interior rara vez daban lugar a la detención de la persona que se buscaba, pero había que realizarlas de todos modos. Les dificultaba las cosas a los fugitivos que intentaban moverse por el país. Pero si Asad Jalil tenía dos dedos de frente estaría haciendo lo que la mayoría de los delincuentes hacen cuando huyen, agazaparse en algún sitio hasta que las cosas se enfríen o coger un coche limpio y desaparecer en las autopistas. O, naturalmente, puede que el día anterior mismo hubiera tomado un vuelo de Camel Air con destino a Arenalandia.

Entregué el billete al agente de la puerta, crucé la pasarela y entré en el avión de Washington.

– Por poco no llega a tiempo -dijo la azafata.

– Es mi día de suerte.

– Hay pocos pasajeros. Siéntese donde quiera.

– ¿Qué tal en el asiento de aquel tipo de allí?

– Cualquier asiento vacío, señor. Siéntese, por favor.

Avancé por el pasillo y vi que el avión estaba medio vacío. Me senté solo, lejos de Kate Mayfield y Ted Nash, que estaban juntos, y de Jack Koenig, sentado en la misma fila que ellos, al otro lado del pasillo. Sin embargo, murmuré «Buenos días» mientras me dirigía a la parte de atrás. Envidiaba a George Foster por no tener que tomar aquel vuelo.

No se me había ocurrido coger una revista gratuita en la puerta, y alguien había arramblado con las revistas de las bolsas que tenían en su respaldo los asientos situados delante de mí, así que me quedé leyendo las instrucciones de evacuación en caso de emergencia hasta que despegó el avión.

Hacia la mitad del trayecto, mientras yo dormitaba, Koenig pasó a mi lado, camino del lavabo, y me echó sobre las rodillas el cuadernillo primero del Sunday Times.

Salí de mi sopor y leí el titular: «Trescientos muertos a bordo de un avión en el JFK.» Nada mejor para despabilarse un domingo por la mañana.

Leí la reseña del Times, que era esquemática y un poco inexacta, consecuencia, sin duda, de la escasa información disponible. Se subrayaba el hecho de que la Agencia Federal de Aviación y el Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte no daban apenas detalles, salvo para decir que unos gases tóxicos no identificados habían causado la muerte de pasajeros y tripulantes. No se mencionaba la circunstancia de que el avión había aterrizado con el piloto automático conectado, ni se hablaba de asesinatos ni terroristas y, desde luego, tampoco se hacía mención alguna del Club Conquistador. Y, gracias a Dios, tampoco se mencionaba a nadie llamado John Corey.

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