Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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El reloj de pared señalaba las nueve menos cinco. El general y su mujer estarían en casa hacia las nueve y media si realmente eran personas puntuales y de costumbres. Hacia las nueve cuarenta y cinco, ambos estarían muertos.

CAPÍTULO 26

Cruzamos el río Potomac por alguno de sus puentes y entramos en la ciudad. No había mucho tráfico a las ocho y media de la mañana de un domingo pero vimos varios ciclistas y unos cuantos individuos haciendo footing, así como algunas familias de turistas en sus vacaciones de primavera; los niños, con aire aturdido al haber sido sacados de la cama a aquellas horas.

Mientras avanzábamos en el coche, asomó delante de nosotros el edificio del Capitolio, y me pregunté si el Congreso habría sido informado ya. Cuando la mierda cae en el ventilador, el Ejecutivo gusta de presentarle al Congreso un hecho consumado y pedirle luego sus bendiciones. Por lo que sabía, ya había aviones militares rumbo a Libia. Pero eso no era problema mío.

Llegamos a la avenida Pennsylvania, donde se halla situado el edificio J. Edgar Hoover, no lejos de su casa matriz, el Departamento de Justicia.

Nos detuvimos delante del edificio Hoover, una horrorosa y lisa estructura de cemento cuya forma y tamaño desafían toda descripción.

Yo había estado allí una vez para asistir a un seminario, y me habían llevado a una visita guiada. Tienes que hacer la visita, especialmente a su querido museo, o no comes.

La fachada del edificio tiene siete pisos, para ajustarse a las limitaciones de altura en la avenida Pennsylvania, pero la parte de atrás tiene once. El edificio contiene unos 225 000 metros cuadrados, más que el cuartel general del antiguo KGB en Moscú, y es probablemente el edificio policial más grande del mundo. Trabajan en él unas ocho mil personas, la mayoría personal de servicio y de laboratorio. Alrededor de mil agentes trabajan también en el edificio, y no los envidio, como tampoco envidiaba a los policías que trabajan en 1 Pólice Plaza. La, felicidad en el trabajo es directamente proporcional a la distancia de la oficina central a que te encuentras.

Paramos delante del edificio y entramos en un pequeño vestíbulo que daba a un patio.

Mientras esperábamos a nuestro anfitrión, yo me acerqué al patio, que tenía una fuente y bancos como los de los parques, y que yo recordaba de la última vez. En la pared que se levantaba detrás de los bancos había grabada una inscripción, una cita de J. Edgar Hoover, que decía: «El arma más eficaz contra el crimen es la cooperación… los esfuerzos de todas las agencias de cumplimiento de la ley con el apoyo y comprensión del pueblo americano.» Buena cita. Mejor que el lema extraoficial del FBI, que era: «Nosotros no podemos hacer nada malo.»

Ya estoy otra vez. Intentaba acomodar mi actitud, pero es cuestión de ego masculino. Demasiados machos alfa en los servicios policiales.

De todos modos, se veían en una pared las fotos habituales: el presidente, el fiscal general, el director del FBI, etcétera. Los fotografiados tenían aire amistoso y estaban agrupados siguiendo el orden de la cadena de mando, de manera que era de esperar que nadie los confundiese con los criminales más buscados de América.

De hecho, había otra entrada, la entrada por donde comenzaban las visitas guiadas, y en ella se exhibían las fotos policiales de los diez más buscados. Increíblemente, tres fugitivos habían sido detenidos al haber sido identificados por los visitantes. Yo no tenía la menor duda de que la foto de Asad Jalil ocupaba ya el primer puesto. Quizá algún visitante dijera: «Eh, yo le alquilé una habitación a ese tío.» Quizá no.

Había ido allí hacía cinco años para participar en un seminario sobre asesinos en serie. Asistían detectives invitados de todo el país, y todos estaban un poco chiflados, igual que yo. Montamos para el FBI un numerito llamado «Asesinos en serie» en el que, jugando con la semejanza de pronunciación entre las palabras serie, serial y cereal, sobre todo si sesea uno al estilo sureño, llevamos varias cajas de cereales que habían sido acuchilladas, tiroteadas, estranguladas y ahogadas. A nosotros nos pareció la mar de gracioso el asunto pero los sicólogos del FBI pensaron que necesitábamos tratamiento siquiátrico.

Volviendo al desdichado presente en el cuartel general del FBI, no era un día laborable, naturalmente, y el edificio parecía casi desierto, pero yo no tenía la menor duda de que la sección antiterrorista andaba cerca. Esperaba que no nos echaran la culpa de haberles jorobado el domingo.

Jack, Kate y Ted declararon sus armas en el mostrador de seguridad, y yo tuve que reconocer que no llevaba ninguna, lo cual no resulta muy aconsejable.

– Mis manos están catalogadas como armas letales -informé al encargado de seguridad.

El hombre miró a Jack, que trató de aparentar que yo no iba con él.

El caso es que, antes de las nueve, fuimos conducidos a una acogedora sala de reuniones situada en el tercer piso, donde se nos ofreció café y nos presentaron a seis hombres y dos mujeres. Los hombres se llamaban todos Bob, Bill y Jim, o quizá es que era así como sonaban sus nombres. Las dos mujeres se llamaban Jane y Jean. Todos iban de azul.

Lo que podía haber sido un día largo y tenso resultó ser peor. No es que nadie se mostrara hostil o expresara reproches de ninguna clase -eran corteses y simpáticos- pero tuve la clara impresión de estar otra vez en la escuela elemental y encontrarme en el despacho del director. «Johnny, ¿crees que la próxima vez que un terrorista venga a Estados Unidos podrás recordar lo que te hemos enseñado?»

Es una suerte que no llevase la pistola; me los habría cargado a todos.

No estuvimos todo el tiempo en la misma sala de reuniones, sino que fuimos pasando por despachos diferentes, en una presentación ambulante de nuestro artículo para auditorios distintos.

Por cierto, que el interior del edificio era tan desolador como el exterior. Las paredes estaban pintadas de blanco, y las puertas eran de un color gris carbón. Alguien me dijo una vez que J. Edgar había prohibido la presencia de cuadros en las paredes, y seguía sin haber ningún cuadro. Todo el que cuelga un cuadro es víctima de una muerte misteriosa.

Como he dicho, el edificio tiene una forma extraña, y la mitad de las veces no resulta fácil saber dónde se encuentra uno. De vez en cuando pasábamos ante una pared de cristal a través de la cual podíamos ver un laboratorio o algún otro sitio donde había gente trabajando. Aunque era domingo había varias personas inclinadas sobre microscopios o terminales de ordenador, o enredando con probetas de cristal. En este lugar, gran parte de lo que parecen ventanas son por el otro lado espejos en los que las personas que estás viendo no pueden verte a ti. Y muchos de los que parecen espejos permiten también que quien esté al otro lado pueda ver cómo te escarbas los dientes.

Toda la mañana consistió básicamente en una serie de sesiones de información en las que nosotros hacíamos casi todo el gasto y los otros movían la cabeza y escuchaban. La mitad del tiempo, yo no sabía a quién estábamos hablando; unas cuantas veces pensé que se nos había conducido a una sala equivocada, porque las personas a las que hablábamos parecían sorprendidas o desconcertadas, como si hubieran ido a la oficina a coger algo y de pronto hubieran irrumpido allí cuatro tipos de Nueva York y se hubieran puesto a hablar de gas venenoso y de un sujeto llamado el León. Bueno, quizá exagero, pero después de tres horas de contar lo mismo a personas diferentes, todo empezaba a volverse borroso.

De vez en cuando, alguien nos hacía una pregunta sobre un punto concreto, y en alguna que otra ocasión se nos pedía que expresáramos opiniones o teorías. Pero ni una sola vez nadie nos dijo algo que ellos supiesen. Eso era para después del almuerzo, nos dijeron, y sólo si nos portábamos bien y nos lo comíamos todo.

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