– No necesariamente -replicó Koenig-. Pero sí a veces.
Nash se encogió de hombros y añadió:
– Aunque Asad Jalil eligiese solamente norteamericanos como víctimas, eso no le da un carácter singular. Todo lo contrario, en realidad. La mayoría de los terroristas actúan de modo exclusivo contra Norteamérica y los norteamericanos. Ésa es nuestra recompensa por ser el número uno, por ser proisraelíes, por la guerra del Golfo y por nuestras operaciones antiterroristas en todo el mundo.
– Está, sin embargo, la cuestión del estilo único de Jalil -replicó Koenig-, su personal, insultante y humillante modus operandi.
Nash se encogió nuevamente de hombros.
– ¿Y qué? Ése es su estilo, y aunque constituyera una pista respecto a sus planes futuros, no podríamos anticiparnos a ellos. No vamos a capturarlo mientras lleva a cabo una misión. Tiene millones de objetivos, y es él quien elige el objetivo, el tiempo y el lugar. Misiones gaviota.
Nadie replicó.
– En cualquier caso -concluyó Nash-, ya sabéis que estoy convencido de que lo que ha sucedido hoy era la misión que ha venido a llevar a cabo y que Jalil ya se ha ido. Puede que descargue su próximo golpe en Europa, donde parece ser que ya ha actuado antes; allí conoce el terreno, y la seguridad no siempre es sólida. Y, sí, tal vez vuelva aquí algún día. Pero, por continuar con la metáfora, el león está saciado de momento. Regresa a su cubil en Libia y no volverá a salir hasta que esté hambriento.
Pensé en ofrecer mi metáfora de Drácula: el barco que llega como por arte de magia con todos sus pasajeros y tripulantes muertos, y Drácula que se introduce en un país totalmente desprevenido lleno de rollizas personas provistas de venas excelentes y todo eso. Pero el señor Koenig parecía pensar que yo era un tipo lógico, de buenos instintos y sin pensamientos metafóricos. Así que me guardé el tema Drácula para otra ocasión.
– No es por llevar la contraria pero, sobre la base de lo que hemos visto hoy, sigo pensando que Jalil se encuentra ahora a ochenta kilómetros de aquí -dije-. He apostado diez dólares con Ted a que no tardamos en recibir noticias de él.
El señor Koenig forzó una sonrisa.
– ¿De veras? Será mejor que me hagan a mí depositario del dinero. Ted va a viajar al extranjero.
Koenig no bromeaba y extendió la mano. Nash y yo depositamos en ella diez dólares cada uno, que Koenig se embolsó.
Kate hizo rodar los ojos. Pensaba que éramos como niños.
– O sea que Jalil está en alguna parte ahí fuera y tiene su nombre, señor Corey-dijo Koenig-. ¿Cree que figura usted ahora en su menú?
Supongo que volvíamos a las metáforas leoninas y capté el significado, que no me gustó.
– A veces los cazadores se convierten en cazados -me informó Koenig. Miró a Nash-. Por ejemplo, un terrorista de Oriente Medio asesinó a dos hombres en el parking del cuartel general de la CÍA.
– Las dos víctimas eran empleados de la CÍA pero fueron elegidas al azar -respondió Nash-. El asesino no las conocía. El objetivo era la institución.
Jack Koenig no replicó.
– Si Asad Jalil se encuentra todavía en el país -dijo-, no son ustedes la razón por la que vino originariamente aquí pero puede que estén en su lista de objetivos. En realidad, considero que esto es una oportunidad.
Me incliné hacia adelante.
– Disculpe. ¿Qué oportunidad?
– Bueno, detesto emplear la palabra cebo pero…
– Mala idea. Dejémoslo.
Él no quería dejarlo y volvió a la metáfora del león.
– Tenemos a ese león que está devorando campesinos. Y tenemos a tres cazadores que han estado en un tris de capturarlo. El león está furioso con los cazadores, y comete el fatal error de ir tras ellos. ¿De acuerdo?
Nash puso cara de regocijo. Kate pareció considerar la idea.
– Publicaremos una noticia sobre John y Kate -continuó Koenig-, y tal vez incluso utilicemos sus fotografías, aunque normalmente nunca lo hacemos. Jalil pensará que en América es habitual utilizar nombres y fotos de agentes, y no sospechará que es una trampa. ¿De acuerdo?
– No creo que eso esté en mi contrato -dije.
– No podemos utilizar el nombre y la foto de Ted porque su agencia nunca lo permitiría -prosiguió Koenig-. George está casado y tiene hijos, y no asumiremos ese riesgo. Pero usted, John, y usted, Kate, son solteros y viven solos, ¿no es así?
Kate asintió con la cabeza.
– ¿Por qué no dejamos la idea a un lado, de momento? -sugerí.
– Porque, si tiene usted razón, señor Corey, y Jalil continúa en el país y cerca de donde nosotros estamos, tal vez se sienta tentado de golpear un objetivo de ocasión antes de ocuparse de su objetivo siguiente, que podría ser mucho más importante que cuanto ha hecho hasta ahora. Por eso. Estoy tratando de evitar otro asesinato en masa. A veces, un individuo debe ponerse en peligro para mayor seguridad de la nación. ¿No está de acuerdo?
Yo mismo me había colocado en una situación en la que, hiciera lo que hiciese, salía perdiendo.
– Magnífica idea -respondí-. ¿Cómo no se me había ocurrido?
– Y si John está equivocado y Jalil se encuentra ya fuera del país, John sólo pierde diez dólares -observó Nash-. Si Jalil está en el país, John gana diez dólares pero…, bueno, no pensemos en eso.
Por primera vez que yo pudiera recordar, Ted Nash estaba disfrutando realmente. Quiero decir que aquel viejo estoico se sentía regocijado ante la perspectiva de que un sicótico montador de camellos le rebanara el pescuezo a John Corey. Hasta el señor Roberts estaba intentando reprimir una sonrisa. Es curioso la clase de cosas que pueden divertir a la gente.
La reunión continuó durante un rato más. Estábamos tratando ya del problema de relaciones públicas, que podía resultar peliagudo con trescientas personas muertas en el avión, varios asesinados en tierra y el criminal en libertad.
– Los próximos días van a ser muy difíciles -concluyó Jack Koenig-. Los medios de comunicación se muestran generalmente amistosos con nosotros, como vimos en el caso del World Trade Center y en el de la TWA. Pero tenemos que controlar un poco las noticias. También tenemos que ir mañana a Washington y asegurar a esa gente que tenemos el asunto encauzado. Ahora quiero que se vayan todos a dormir. Reúnanse conmigo en La Guardia para tomar el primer vuelo a Washington, a las siete de la mañana. George se quedará en el Club Conquistador para inspeccionar el escenario del crimen.
Se puso en pie, y todos lo imitamos.
– Pese al resultado de la misión de hoy, han hecho un buen trabajo. -Me sorprendió al añadir-: Recen por los muertos.
Nos estrechamos todos la mano, incluso el señor Roberts. Y Kate, Ted y yo salimos.
Mientras cruzábamos el piso 28, sentí multitud de miradas clavadas sobre nosotros.
Asad Jalil sabía que tenía que cruzar el río Delaware por un puente sin peaje, y se le había indicado que continuase por la autopista 1 hasta la ciudad de Trenton, donde no había esa clase de puentes. Programó el navegador por satélite mientras conducía. Habría sido más fácil si lo hubiera hecho el hombre que había alquilado el coche, o hubiera pedido a la agencia de alquiler que lo hiciera, pero también habría resultado peligroso. La última y única necesidad de ayuda que tenía Jalil, y el último punto hasta donde le podían seguir la pista, era Gamal Yabbar, en el aparcamiento.
Salió de la autopista 1 para pasar a la interestatal 95. Era una buena carretera, pensó, muy parecida a la Autobahn alemana, salvo que aquí los vehículos circulaban más despacio. La interestatal lo llevó en torno a la ciudad de Trenton. Cerca de una salida vio un letrero marrón que decía Parque estatal del cruce de Washington. Recordó que su oficial instructor ruso, Boris, ex agente del KGB que había vivido en América, le había dicho: «Cruzarás el río Delaware cerca del lugar por donde George Washington lo atravesó en barca hace doscientos años. Tampoco él quería pagar peaje.»
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