Gail Waycliff apretó la palma de la mano sobre la herida, y Jalil tuvo la impresión de que sabía reconocer y tratar una herida succionante. Pero quizá, pensó, era simple instinto.
Permaneció medio minuto observando.
El general estaba muy vivo y trataba de hablar, pero se asfixiaba con su sangre.
Jalil se acercó más y lo miró a la cara. Sus ojos se encontraron.
– Habría podido matarlo con un hacha -dijo Jalil-, como maté al coronel Hambrecht. Pero usted ha sido muy valiente, y yo respeto eso. De modo que no sufrirá mucho más tiempo. No puedo prometer lo mismo para sus demás compañeros de escuadrilla.
El general Waycliff trató de hablar pero de su boca brotó un borbotón de sangre rosada y espumosa.
– Gail… -consiguió decir.
Jalil apoyó el cañón de la pistola sobre la cabeza de Gail Waycliff, por encima de la oreja, y disparó una bala que le atravesó el cráneo y el cerebro.
Ella se desplomó sobre su marido.
Jalil se la quedó mirando unos instantes y luego se dirigió al general:
– Ha sufrido mucho menos que mi madre.
El general Waycliff volvió la cabeza y miró a Asad Jalil. Los ojos de Terrance Waycliff estaban desmesuradamente abiertos, y le espumajeaba la sangre en los labios.
– Basta… -Tosió-. Basta de muerte… vuelva…
El general permaneció tendido en el suelo pero no dijo nada más. Su mano encontró la mano de su mujer y la apretó.
Jalil esperó pero el hombre tardaba en morir. Finalmente, se agachó junto a la pareja y le quitó al general el reloj y el anillo de la Academia de Aviación. Luego encontró la cartera en el bolsillo del pantalón. Cogió también el reloj y los anillos de la señora Waycliff y le arrancó el collar de perlas.
Permaneció acuclillado junto a ellos y luego puso los dedos sobre la herida del general, donde la sangre cubría las cintas de las condecoraciones. Retiró la mano y se llevó los dedos a los labios, lamiendo la sangre, saboreando la sangre y el momento.
El general Waycliff movió los ojos y contempló horrorizado cómo el hombre se lamía la sangre de los dedos. Intentó hablar pero empezó a toser de nuevo, escupiendo más sangre.
Jalil mantuvo los ojos fijos en los ojos del general, y se miraron uno a otro. Finalmente, el general comenzó a respirar en breves y acezantes espasmos. Luego, la respiración cesó. Jalil le palpó el corazón y después la muñeca y la arteria del cuello. Seguro de que el general Terrance Waycliff estaba finalmente muerto, Jalil se incorporó y contempló los dos cuerpos.
– Ojalá ardáis en el infierno -dijo.
Hacia el mediodía, Kate, Ted y Jack parecían completamente desinflados. De hecho, si hubiéramos estado más desinflados nuestras cabezas no habrían sido más que cavidades vacías. Lo que quiero decir es que esta gente sabe cómo arrancarte hasta la última pizca de información sin recurrir al electroshock.
El caso es que ya era la hora de comer en Hooverlandia, y nos dejaron solos para el almuerzo, gracias a Dios, pero nos aconsejaron que comiésemos en la cafetería de la empresa. No nos dieron vales de comida, así que tuvimos que pagarnos el privilegio, aunque según recuerdo la manduca estaba subvencionada por el gobierno.
El comedor estilo cafetería era bastante agradable, pero había un menú reducido de domingo. Lo que se nos ofreció tendía a lo sano y saludable: un bufet de ensalada, yogur, verduras, zumos de fruta e infusiones de hierbas. Yo tomé una ensalada de atún y una taza de café que sabía a líquido para embalsamar.
Los tipos que nos rodeaban parecían el reparto de una película de instrucción de J. Edgar Hoover titulada Un buen entrenamiento conduce a más detenciones.
En el comedor había sólo unos cuantos negros, que parecían virutas de chocolate en un cuenco de harina. Puede que Washington sea la capital de la diversidad cultural pero en algunas organizaciones el cambio se produce muy despacio. Me pregunté qué pensarían los jefes locales de la BAT de Nueva York, en particular los tipos del Departamento de Policía de Nueva York, que cuando estaban reunidos parecían la escena del bar alienígena de La guerra de las galaxias.
Pero quizá me estaba mostrando poco caritativo con nuestros anfitriones. El FBI era en realidad una agencia policial bastante buena cuyo principal problema lo constituía su imagen. A la gente políticamente correcta no le gustaba, y los medios de comunicación podían inclinarse a un lado u otro, pero el público lo adoraba en su mayor parte. Otras agencias se sentían impresionadas por su trabajo, envidiosas de su poder y su dinero e irritadas por su arrogancia. No resulta fácil ser grande.
Jack Koenig estaba comiendo una ensalada.
– No puedo decir si la BAT va a quedarse en el caso o si nos va a relevar la sección contraterrorista de aquí -dijo.
– Ésta es precisamente la clase de caso para el que hemos sido entrenados -comentó Kate.
Supongo que lo era. Pero a las organizaciones matrices no siempre les agrada su extraña prole. Al ejército, por ejemplo, nunca le han gustado sus propias fuerzas especiales, con sus extravagantes boinas verdes. Al Departamento de Policía de Nueva York nunca le ha gustado su unidad anticrimen compuesta por tipos que visten como vagabundos y atracadores y tienen todo el aspecto de serlo. El sistema, ceremonioso e impecable, nunca confía en sus propias unidades especiales ni las comprende, y les importa un pimiento lo eficaces que sean sus tropas irregulares. Los tipos raros, especialmente cuando son eficaces, constituyen una amenaza para el statu quo.
– Tenemos un buen historial en Nueva York -añadió Kate.
Koenig reflexionó unos instantes y respondió:
– Supongo que depende de dónde está Jalil, o de dónde creen que está -respondió Koenig, tras reflexionar durante unos instantes-. Probablemente nos dejarán trabajar sin interferencias en el área metropolitana de Nueva York. El extranjero será para la CÍA, y el resto del país y Canadá quedarán para Washington.
Ted Nash no dijo nada, y yo tampoco. Sin duda, Nash se estaba guardando un montón de cartas en la manga. Yo no tenía ninguna carta y no tenía ni idea acerca de la manera en que aquella gente distribuía el territorio. Pero sí sabía que los miembros de la BAT, con base en el área metropolitana de Nueva York, eran con frecuencia enviados a diferentes partes del país, o incluso del mundo, cuando un caso comenzaba en Nueva York. De hecho, una de las cosas que Dom Fanelli me dijo cuando me propuso este trabajo era que los de la BAT iban mucho a París a beber vino, a cenar y a seducir francesas y reclutarlas para que espiasen a suspicaces árabes. Yo no me lo creía realmente pero sabía que existía la posibilidad de darle un buen meneo a la cuenta federal de gastos para un viaje a Europa. Pero basta de patriotismo. La cuestión era: si sucede en tu territorio, ¿lo sigues hasta los confines de la tierra? ¿O te detienes en la frontera?
El caso de homicidio más frustrante que recuerdo ocurrió hace tres años, cuando un violador-asesino andaba suelto por el East Side y no podíamos localizarlo. Y entonces va y se marcha una semana a Georgia para ver a un amigo, y unos polis locales lo detienen por conducir bebido y, como tienen un flamante ordenador comprado con fondos federales y sin más razón que la del puro aburrimiento, le pasan al FBI las huellas dactilares del tipo, y, mira por dónde, resulta que coinciden con las encontradas en el lugar de un crimen. Así que conseguimos una orden de extradición, y hubo que ir hasta Maíz Tostado, Georgia, para extraditar al criminal, y tuve que estar veinticuatro horas con el jefe de policía Pan de Borona dándome la murga con toda clase de chorradas, principalmente sobre la ciudad de Nueva York, además de largarme lecciones sobre investigación criminal y de cómo identificar a un asesino y sugerirme que si alguna vez necesitaba ayuda no tenía más que darle un telefonazo.
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